A Carmen L., en
parte involuntaria instigadora, y de eso hace ya varios meses.
“Sólo los artistas
y los niños ven la vida tal y como es”.
Hugo von Hofmannstahl.
Había llegado el momento. Reunida junto a los demás
alrededor de la urna cineraria sentía el soplo del gélido viento de diciembre.
En la leve colina en la que nos hallábamos a duras penas los cipreses impedían
el paso de la brutal corriente. Como si, extraño pensamiento dada la ocasión,
como si pretendiera que nadie le arrebatara la condición de asistente al acto,
ni siquiera aquellos adustos árboles. La verdad es que dado lo escaso en número
de los presentes su presencia podía hasta cierto punto reconfortar. A excepción
del sacerdote (cómo se reiría el tío si le viera allí plantado, con su casulla
flotante; seguro que se dirigiría a él, si no en estos términos en otros
parecidos: “no se moleste padre, somos
viejos conocidos”) sólo estábamos mi marido, mi hijo y yo misma; si es
que no computo al encargado municipal de atender las tumbas (“el enterrador”, me parece oír con la
voz del tío, con aquel tono de extremada educación que sólo empleaba cuando se
desbordaba su vena irónica).
Debíamos componer un grupo de lo más cómico. En un
cementerio vacío un reducido conjunto de personas contemplando una pequeña caja
metálica, del tamaño de una cigarrera (cómo le gustaba fumar aquellos gruesos
habanos, uno después de cada comida, por consejo de un comprensivo doctor que
simultaneaba la práctica de la profesión con su fiel amistad, con aquel aire
parsimonioso, semejante a un idólatra pagano reconcentrado en su culto), a los
sones del concierto para piano de Grieg procedentes de un equipo portátil:
petición explícitamente indicada en la carta.
La carta, aquella misiva que llegó inesperadamente
a mi hogar, recipiente de noticias no deseadas y definitivas. En un sobre con
el membrete de un bufete de la capital se acomodaba otro más pequeño en la
compañía de un folio escrito a máquina. Un abogado al que jamás había conocido
me comunicaba con grandes muestras de dolor el “triste fallecimiento de...”; el tío había muerto.
Seguían
explicaciones acerca de las instrucciones dejadas por el occiso en vida: la
entrega de la carta adjunta, la indicación de que una vez su cuerpo fuera
incinerado se le repatriara (los gastos inherentes ya se encontraban pagos)
desde su domicilio actual (un lugar del Sudeste Asiático impronunciable para mi
lengua) y el ruego consistente en que sonaran los acordes de Grieg en el
momento de la inhumación.
Cuando logré restablecerme de la noticia, a pesar
del largo tiempo transcurrido sin contar con noticias suyas (muchos, muchos
años) sentí que me había afectado como una sacudida en lo más íntimo de mis
recuerdos, me dispuse a afrontar el contenido del segundo sobre. Allí hallé una
cuartilla en la que alguien había escrito unas breves líneas con limpios trazos
de estilográfica:
“No
sería propio de mí emplear las fórmulas habituales, aquello, por ejemplo, de
que cuando leas esto ya me habré muerto. Además de muy comunes a la par que
escasamente originales las encuentro, fíjate tú, hasta redundantes.
Sí,
me he muerto, bueno, lógicamente aún no. Me gustaría contar con la posibilidad
de poder describirte cómo son los nuevos territorios que no tardaré en
explorar, mas temo que sus medios de comunicación se encuentran un tanto atrasados:
lamentablemente aún se basan en voces y zarzas ardientes. Sin embargo no dejaré
de buscar una forma más moderna para comunicarme contigo, ya me conoces, y
comprenderás que a terco no ha de ganarme nadie.
Sabes
que no me gusta pedir perdón, aunque como ya me habré ido cuando leas esto
quizás ya no me importe tanto, así que lo haré de todas formas: siento no
haberme puesto en contacto contigo durante los últimos años; has de creerme, de
verdad.
Si
el Gran Hombre encuentra un momentito para recibirte dale un abrazo de mi
parte, si estaré muerto tampoco me perjudicará, ni me importará si a eso vamos.
Cuídate”.
Imposible contener el sollozo.
Proseguía sonando el piano y estreché más
fuertemente la mano de mi marido. Al Gran Hombre, mi hermano, un abogado de
sustancial éxito, le había resultado imposible asistir a la ceremonia. Una
reunión urgente, según me comunicó con monótona voz su secretaria, le había
obligado a volar a Barcelona en el último momento. Después de todo se habían
distanciado mucho con el paso de los años; mejor así.
Y entonces, entre la música y la letanía del
sacerdote, entreví no muy lejos de nosotros, apoyado levemente en un ciprés,
una corpulenta figura familiar, algo tenue, la verdad. Los mismos mechones
castaños, la tez bronceada por miles de soles diferentes, la media sonrisa
entre irónica y juguetona, escondiendo alguna ocurrencia que su mente rumiaría
con detenimiento y parsimonia; él, el tío de África.
Corrí a su encuentro con la agilidad propia de los
nueve años, hacia unos brazos amorosos que se mantenían abiertos, prestos a
recogerme. Había llegado el tío, el tío de África.
Lo cierto es que como en cualquier infancia ni la
totalidad de lo que se vive o se dice acerca de ella posee una naturaleza real,
aunque su reiteración haga que termine adoptándola. No era mi tío, no existía
ninguna relación de parentesco que nos uniera (ni falta que hacía). Realmente
se trataba de un viejo amigo de papá, un amigo de su infancia. Me resultaba
duro con la filosofía de mi niñez aceptar la idea de que en un tiempo lejano
papá había contado con mi edad e, incluso, y aquí los mareos hacían su
aparición, aún con varios menos.
En cuanto a lo de África, lo de África podía
encuadrarse en cualquier punto de la escala, desde harto improbable hasta muy
seguro, pasando por relativamente inexacto. Cierto que su talante aventurero le
impedía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar (un culo de mal asiento como decía papá haciendo brotar la sonrisa en
nuestros labios al tiempo que un rictus de desaprobación se desdibujaba en los
de nuestra madre), un espíritu al que constreñía de manera terrible, en lo más
profundo del término, la sola mención de la idea de establecerse y constituir
una familia.
A la sazón contaba con unos cuarenta años
cumplidos y aún ninguna mujer lo había descabalgado de la soltería. Según su
opinión, mostrada con no poca inmodestia a mi parecer, no existía mujer
capacitada para soportarle. Quizás, y este pensamiento es posterior, no
soportaba los deberes y obligaciones propios del vínculo. En su balanza las
satisfacciones aparejadas no ejercían la influencia suficiente para inclinar el
fiel.
Sin embargo jamás ocultó el cariño que nos
profesaba a mi hermano y a mí. Cada vez que visitaba nuestra casa ambos le
asediábamos con miles de preguntas acerca de las aventuras vividas durante su
último viaje. Con cuánta paciencia nos respondía durante interminables horas,
atendiendo solícito a cuantas aclaraciones le solicitábamos. Que si los tuaregs
nunca mostraban sus rostros a los extranjeros, que si realmente las llamas
escupían a cualquiera que se pusiera a su alcance, si todavía existían pieles
rojas en los Estados Unidos,... Horas y horas, justo hasta que la determinación
paterna nos obligaba a irnos a nuestras camas, agotados los aplazamientos
obtenidos tras varios quejumbrosos (y siempre infalibles) “un poquito más, porfa”.
Seguro que muchos de aquellos fantásticos hechos
serían sólo eso, fantásticos, hijos de una fértil e inagotable imaginación.
Pero a los cinco, seis y hasta siete años, e incluso con algunos más, se está
dispuesto a creer en la existencia de leones que pueden ser vencidos con las
manos desnudas, o que en las costas de Asia uno podría toparse con una tribu de
albinos que se dedicaban a proponer acertijos a los incautos viajeros, siendo
el castigo por no desentrañarlos la muerte y posterior almacenamiento en sus
despensas (“conozco a algunos que considerarían un verdadero
honor y una probada distinción el formar parte del menú del jefe de poblado”, decía el tío con su
habitual socarronería que raramente apeaba). Y nosotros, mientras,
permanecíamos a sus pies, pendientes por hilos invisibles de sus labios,
sustituida la ancestral hoguera por una lámpara de pie, triste tributo al
adelanto tecnológico.
Pero se abrió paso en nuestras vidas el momento en
que se rompió la magia. Mi hermano, que tenía dos más que yo, cumplió los diez
y decidió celebrar el tránsito con un manifiesto de su nueva condición. La
forma escogida, la de dejar de escuchar las narraciones de nuestro tío: se consideraba muy por encima de
aquellos infantiles cuentos, más propios de niñas como yo que de hombres hechos
y derechos como él. El narrador se hizo cargo de la transformación, cambio no
fincado en algo suficientemente sustancial, con una triste mirada, como la de
ese actor que mientras declama el texto que corresponde a su shakesperiano papel observa impotente
cómo algunos de entre el público abandonan la platea. No hubo ningún sonido
perceptible mas no por eso la ruptura fue menos grave.
Las relaciones entre ambos nunca se normalizaron
del todo, ni tan siquiera cuando mi hermano se hizo verdaderamente adulto. Al
estudiar su carrera y después en su trabajo jamás volvió a mostrar el primitivo
fulgor opalino que había cubierto en tiempos sus ojos. Por otro lado el tío
adoptó la costumbre de referirse a él como el Gran Hombre, la única forma en
que su cortesía le permitió dejar entrever el despecho sentido. En cuanto a mí,
a pesar de saber que buena parte de lo narrado resultaba ser mentira, no dejaba
de escucharle; y él lo sabía. Ambos participábamos en aquel juego con una
complicidad asumida sin alharacas, en silencio, un acuerdo tácito rubricado con
la muestra de nuestras mutuas disposiciones.
Estoy segura de que él disfrutaba grandemente con
aquellos momentos en los que tergiversaba con maestría indiscutida sus propias
vivencias, aunque el público fuera tan reducido que sólo lo compusiera una
oyente. Cómo debía gozar. A cada regreso se incrementaba la espectacularidad de
las anécdotas, hasta juraría que en sus ausencias debía estrujar su cerebro
para componer el mejor regalo que alguien podía recibir.
La última vez que nos visitó yo ya tenía diez
años. En mi mundo infantil mi mayor deseo era hacerme mayor para así poder
casarme con él: le había otorgado una entidad épica más propia de héroes
novelescos que de aquel socarrón fumador de puros e infatigable narrador de
aventuras.
Pero algo parecía haber cambiado, aunque yo era
incapaz de precisar la naturaleza de la transformación. Una noche me pareció
oír algunas voces en el salón, una vez acostados mi hermano y yo. A pesar de mi
innata curiosidad no me atreví a materializarla acercándome a la pieza, al
contrario, di media vuelta y me dormí.
A la mañana siguiente se podía cortar la tensión
durante el desayuno. Mi madre mantenía el ceño fruncido, papá miraba el café
del desayuno, como si fuera capaz de hacerlo hervir con un método así; en
cuanto al tío, permanecía absorto, en la lejanía. No se me escapaba que las
voces oídas durante la noche se relacionaban con las actitudes
mostradas por los mayores. Pero ni yo hablé ni ninguno de los demás abrió la
boca.
Aquella misma tarde, tras un tierno beso y un
abrazo, el tío se fue de la casa, abandonando de forma tan simple mi naciente
vida.
La ceremonia había llegado a su fin, el empleado
ya podía colocar la lápida. Con paso lento demoramos un tanto nuestro avance
hacia el coche. Naturalmente ella tampoco había venido; mi madre tenía
constancia tanto de la hora como del lugar de la ceremonia mas no acudió.
Siempre hubiera resultado bonito verla de nuevo; desde la muerte de papá,
acontecida un par de años antes, nuestras relaciones se habían enfriado un
tanto. Y mientras subía al coche y dejaba a mi tío en el ventoso promontorio,
recordaba las palabras que a modo de tardía explicación papá murmuró a mi oído
en su lecho de muerte:
-
... A tu madre... nunca le gustó la relación que... el tío... de África - a
pesar del cáncer que le comía implacable el estómago aún sacó fuerzas para
amagar una sonrisa al pronunciar ese apelativo infantil, - mantenía contigo...,
nunca la comprendió.
Cierto, nunca la había comprendido.
Bosco fecit.
El Cristo, 5 de febrero de 1997.