-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 13 de junio de 2008

COSAS QUE HACER EN AGOSTO MIENTRAS ESTAS DE VACACIONES

Instrucciones de lectura: reúna a un grupo de amigos alrededor de la mesa de un bar especial. Uno de esos acogedores, con un rinconcito que invite al intercambio de intimidades, y que al mismo tiempo favorezca la visión de cuanto recién llegado penetre en el establecimiento. A continuación adopte un gesto serio y circunspecto, como de persona enterada, mas sin exagerar. No sé si ayudará a transmitir mejor el mensaje contenido en el relato pero sin duda logrará que alguno de los presentes le invite a una ronda, aunque sólo sea por haberle proporcionado ocasión para propalar el rumor de que usted es un individuo con unas costumbres indescriptibles. De vez en cuando también hay que dar carnaza a los correveidiles. Y a fin de cuentas, después de todo, ¿quién no gusta de representar un homenaje cinematográfico, aunque sea de una forma tan velada y sutil como esa?


.- Introducción.
Ante todo vaya por delante mi más sincera enhorabuena. Usted acaba de incorporarse como miembro de pleno derecho al selecto grupo compuesto por aquellos que disfrutan de su descanso reglamentario en ese mes. Dicho esto, si la risa floja que sin lugar a dudas se le habrá acomodado en la cara se lo permite, continúe leyendo.
Con estas líneas no pretendo más que proporcionarle algunas ideas, pocas, que sin sombra de duda contribuirán a endulzarle aún más su descanso. Lejos de mi intención establecer directrices de obligado cumplimiento. Más bien debería hablar de sugerencias, y siempre con la sana intención de que no malgaste esta oportunidad única.
Lo más difícil ya ha pasado. Me refiero al terrible instante en el que usted tuvo que salir de la empresa para no regresar durante treinta días. En esos momentos es donde se pone a prueba su disposición para la diplomacia. Aunque en su interior pugnen las ganas por emular a los AC-DC en pleno concierto ha de contenerse. La palabra clave es calma, y a raudales, vamos. Ha de recordar que el año es muy largo y no se trata de provocar animadversión entre los compañeros que se quedan atrás (“pringados” es un adjetivo que se le vendrá a la mente y no conviene pronunciarlo; me remito al texto que antecede al paréntesis). El rostro impasible resulta indicado para un desfile de modelos posmoderno, mas, seamos sinceros, nadie se lo va a tragar; en estos casos el morderse la cara interior de los labios ayuda a no adoptar el aspecto del gato de Chesire.
Se avanzará con paso lento, frenando las ganas de correr hacia la puerta de escape. No es la mejor ocasión para demostrar sus sin duda innatas dotes para la carrera de velocidad. Ya habrá dispuesto de ocasión para hacer constar sus primeros pinitos en el atletismo universitario en el currículum.
No olvide despedirse de todos y cada uno de sus compañeros (¡no son pringados!). Un gesto breve y un comentario amigable bastarán (¡nada de ironías!). Tampoco es que vaya a emprender una expedición al Himalaya, por lo que olvídese de abrazos fraternales y de otras demostraciones calurosas de afecto. Tiempo estimado de cada saludo, unos tres segundos; para el jefe, la jerarquía es la jerarquía, cinco; para el pelota oficial, ocho.
Una vez cruzado el punto sin retorno espere aún a doblar la esquina. El del bar de al lado sin duda es compañero de copas de su jefe. Podría irle con el cuento acerca de su sonoro corte de mangas, con vieja hecha con la mano incluida.
Cuando se haya alejado lo suficiente, unas cinco manzanas para ciudades de mediano tamaño, tres para las grandes, puede considerarse total y perfectamente libre. El sacarse la camisa por fuera del pantalón, despeinarse, dar carreritas y ejecutar saltos a lo Yago Lamela son síntomas típicos. No se inquiete y disfrute de ellos. Son efectos colaterales que no poseen la mayor importancia si no se baja de la acera o si no padece dolencias cardiacas. En este último caso conviene consultar previamente a su facultativo, en el primero a la Dirección General de Tráfico.
Si cuando se encuentre leyendo estas líneas ya ha pasado por el trance espero por el bien de su futura estabilidad laboral que su comportamiento se haya ajustado a lo anteriormente descrito.
Por Dios ruego que no haya hecho como aquel individuo, ex-empleado de una multinacional, quien convocó una rueda de prensa para anunciar tal evento. Su carta de despido fue publicada en las páginas de obituarios de los principales periódicos de tirada nacional.
Explicados los prolegómenos entro en el desarrollo propiamente dicho.


.- Arrugar las sábanas hasta primeras horas de la tarde.
Todo perfecto y en su lugar. Las sábanas limpias, qué suaves y poco rígidas; la persiana hasta abajo, en esta época del año los rayos UVA son peligrosísimos; el ventilador portátil a media potencia, por aquello de precaverse de los catarros veraniegos; y a dormir...
Resulta curiosa la pertinaz costumbre mostrada por los regidores locales consistente en remodelar el paisaje urbano en pleno mes de agosto. A las ocho de la mañana sientes como si en plena calle hubiera dado comienzo el rodaje de la última secuela de “Terremoto”. Eres testigo en todo su esplendor del parque móvil de obras públicas del excelentísimo Ayuntamiento: martillos neumáticos, dumpers, palas excavadoras y demás parafernalia al servicio del ciudadano.
Sin duda sientes cómo crece poco a poco la ira. El colmo del paroxismo se alcanza cuando el motor del camión se cala continuamente y acaba por no arrancar. Le entran a uno ganas de alzar la persiana y gritarle al conductor: “¡Oye! ¡Quieres que baje yo a echarte una mano? ¡Será que no tiras del aire?”.
Naturalmente con semejante cacofonía no hay quien pegue ojo por lo que se levantará de la cama. Por momentos incluso acariciará la idea de armado de maceta y escoplo abrirle la cabeza a un operario municipal. No ha de preocuparse, freudianamente hablando es algo intrínseco al ser humano y por ende nada reprobable. No viene mal echarse al coleto un largo trago de café negro para terminar de despejarse. Se haya empíricamente demostrado que con la cafeína los insultos alcanzan su pleno colorido y vistosidad.
Tras un par de horas durante las que tienes la impresión de que pretenden erigir una réplica del acueducto de Segovia cesarán los golpes: la hora del bocadillo. Si se es una persona de natural sensato y calmo cabe efectuar un sencillo ejercicio de agudeza visual. Asómese a la ventana y cuente los metros de zanja abiertos, le bastarán los dedos de una mano y aún le sobrarán.
No se recomienda hacer esto si su talante es el propio del español prototípico. Los efectos secundarios son variados y van desde la ejecución de serenatas en plena madrugada en ralentí mayor hasta la casual aparición ante su portal de un contenedor repleto con escombros. Si todavía siente que no puede reprimirse trate de desfogarse viendo algún documental en el que se muestre a leones cazando en el Serengueti. Ni se le ocurra contemplar las noticias, y menos si muestran imágenes de ciudades devastadas. Lo digo por propia experiencia.
Una vez desvelado por completo se encontrará en disposición de asistir al cumplimiento de la llamada Paradoja del M.O.P.U.: “el nivel de decibelios generado por las labores de acondicionamiento urbano resulta ser directamente proporcional a lo temprano que se ejecuten dichas labores”. O sea, que en acabando el bocadillo los obreros reiniciarán su actividad dedicándose a trabajos tales como cementar, colocar baldosas, alinear bordillos o simplemente barrer. Y así durante el resto de la mañana. No se desconcierte porque como ya expliqué antes se trata de una paradoja, estatalmente contrastada.
Cuando todo lo anterior se repita durante un par de días ya se acostumbrará, o no.


.- Ocuparse de esas necesidades siempre postergadas.
En el periodo vacacional no todo va a ser descanso y relax. Siempre se habrá marcado el propósito de ocuparse de ese cúmulo de cosas que durante el resto del año ha ido dejando de lado por falta de tiempo. Incluso habrá elaborado una lista como persona ordenada que es. ¡Destrúyala de inmediato, no sea insensato! Con tal admonición no pretendo llevar la anarquía a su periodo vacacional si no más bien ahorrarle los efectos causados por el incumplimiento de lo planificado.
Si a pesar de mis advertencias hace caso omiso de ellas una de las actividades que puede encarar no es otra que la tantas veces postergada visita al dentista. Seamos sinceros, nadie va a él por gusto, salvo el propio dentista, pero el suyo es un caso de deformación profesional. Claro que a veces se hace inevitable. Ninguna muela del juicio, reconozcámoslo, tarda en desarrollarse veinte años. ¡Enróstrese con la verdad!
Según una encuesta que he leído recientemente en el suplemento dominical de algún periódico el noventa y cinco por ciento de los encuestados declararon que acudían habitualmente al dentista. Pero ¿dónde la hicieron?, ¿en un congreso de odontología? A nadie se le escapa que sólo acudimos a estos expertos cuando el dolor es tan sumamente agudo que ni tan siquiera cuantos se encuentran a nuestro alrededor lo soportan. Sin embargo llega un momento en el que hay que armarse de valor, y aun no sintiendo molestia alguna acudir. Y cuando no cabe excusa alguna es durante este mes.
Hecho testamento o no, según el grado de aprensión, se acude a la consulta. La primera señal de peligro se la notifica el cerebro en el mismo portal. No recordaba tanto lujo desde que se confundió de entrada y penetró en la cafetería del Hotel Palace. Pero si la placa tiene más oro que todas las joyas de la abuela juntas, la que veraneaba en Biarritz antes de la guerra, aquella a la que años después acusaron de “roja” y por tanto incapaz para gestionar sus posesiones. Mármol, portero electrónico con “webcam”, ETC. (con mayúsculas).
La segunda, ya más esperada después de lo anterior, la propia enfermera que le franquea la entrada a la megaconsulta particular: un bellezón digno de la edición navideña del “Playboy”. Sólo que va más vestida: con una bata de alta costura casi tan cara como la diamantina ortodoncia que luce sin ningún tipo de recato. Uno se pregunta cómo es capaz de hablar mientras al mismo tiempo muestra la totalidad de las piezas dentales.
No cabe vuelta atrás, hay que acudir, y eso aunque posiblemente no pueda llevarse nada a la boca durante los próximos días, ni a la boca ni a la cesta de la compra. Mientras piensa en todo eso se acomoda en uno de los butacones de la sala de espera. Por su tacto deduce que se puede olvidar definitivamente de la preocupación acerca de otro de los propósitos para el periodo vacacional: el ponerse a régimen.
Como habrá llegado un poco temprano le tocará esperar. Una vez saludados los otros pacientes con un apenas mascullado buenos días o tardes llega el momento de dejar de prestarles atención. Con mirada casual busca el revistero. Allí está, junto al jarrón de Sevres, con un amplio muestrario de prensa internacional. Si es que cuentan hasta con el “Frankfurter Allgemeine”. Tras mucho decidir, y por aquello de no pecar de exhibicionista políglota, coge el “Cosmopolitan”. Porque como hombre siempre lee el “Interviú” en el peluquero pero nunca en el dentista. Allí, unido en el dolor común se permite bajar las defensas y hacer aflorar su lado femenino. Quizás le vuelve un tanto sensible el hecho de abrir la boca ante un extraño.
Nada más retirar la revista oye un chasquido y un tic-tac cuya procedencia no acaba de ubicar comienza a resonar. Tras mucho buscar y buscar, semejante en todo menos en el físico a un Keanu Reeves en un urbano, acaba por localizar la procedencia del mecánico soniquete. Sale de la propia revista, más en concreto de un cronómetro a ella prendido. Con guiños digitales va desgranando el tiempo segundo a segundo, hacia atrás, desde cinco minutos a cero. Junto a la lamparita de pie Luis XVIII un cartel en caracteres rojos arroja su mensaje a la concurrencia: “se ruega no prolongar la lectura de cada ejemplar más allá del tiempo marcado, bajo penalización”. Levanta la vista y ve a un joven próximo que no le quita la vista de encima, ni a usted ni al reloj. Por tanto se parapeta y comienza a leerla contrarreloj.
A media lectura la “playmate” de diciembre se le acerca para comunicarle que ha llegado su turno. Mientras sigue su rastro de Chanel le parece oír los acordes del réquiem de Mozart. No obstante la caída de la bata de alta costura de la enfermera se la hace olvidar pronto.
Un gracioso, encima un gracioso. El dentista, vestido por Armani, resulta ser una versión edulcorada y jocosa del doctor Nacho Martín, con un problema galopante de hiperglucemia en el habla. No se ha acabado usted de sentar y ya le ha colocado dos chistes con la intención de tranquilizarle, que naturalmente no consiguen sino exasperarle más. A todas éstas tampoco se recata en ocultar su sonrisa brillante que destaca en su rostro bronceado (¿Antibes? ¿Mauricio?). Se acaba sentando.
A la pregunta de cuándo fue la última vez que acudió a la consulta de un odontólogo no responde nada inmediatamente. Por un momento le ha recordado al colegio, al Padre Serafín preguntando año tras año, en los ejercicios espirituales, con la beatífica paciencia característica de ciertos sacerdotes, cuándo había sido la última vez que se había confesado. Lo cierto es que no se acuerda ni de lo uno ni de lo otro. ¿Cuándo ganó Fangio el último campeonato mundial de automovilismo? Por su mutismo el hombre se hace una idea y se limita a sonreír con más intensidad si cabe.
Le pregunta por el motivo de la consulta mientras examina su boca con atención ayudándose en la operación con un espejito. Tampoco sabe muy bien para qué lo ha hecho porque tras un corto examen dictamina que acerca de lo de sólo hacerse una limpieza bucal nada de nada. Por lo que explica sólo la momia de Tutankhamon posee una dentición un poco peor que la suya. No resulta precisamente halagador. Al menos las vaharadas de nicotina que emanan de sus fauces (a estas alturas uno ya se cree el león de la Metro) ahorran la pregunta sobre sus hábitos en relación al tabaco. Sí, somos amantes, ¿pasa algo?
Comienza la función. A su madre le costaba Dios y ayuda llevarle a la boca la cucharada colmada de cocido. Pero aquel hombre posee una carrera, y lo demuestra, vaya si lo hace. Entre el aspirador, el tubito del agua, las pinzas, el espejito y algo que ni él mismo seguramente sabe a ciencia cierta para qué diablos sirve no queda siquiera espacio para maniobrar. Pero sigue con ganas de conversación. No le amilana el hecho de que su única respuesta se componga de una serie de gruñidos ensalivados de variado tono. Lo curioso es que aparentemente es capaz de desentrañar algo inteligible de su respuesta.
En ese preciso instante, justo, se detiene y enciende un cigarrillo. Habrá de reconocer que previamente le ha pedido permiso. Su gruñido denegatorio no es reconocido como tal así que se aguanta, cada vez más exasperado. Es que lo de meterle en la boca una ordeñadora es una cosa, lo de no poder hacerse entender otra, pero ahora bien algo muy distinto es lo de aguantar impertérrito en aquella posición. Máxime siendo fumador reconocido de tres cajetillas de Ducados, como así podría certificar D. Ildefonso, su médico de cabecera, si es que se recupera algún día del colapso nervioso contraído como consecuencia del examen de la última radiografía hecha a sus pulmones.
Ante la imposibilidad de mantener con usted a partir de ese momento una conversación bidireccional y coherente contempla cómo desplaza su chorro verbal hacia la enfermera. Ya no sabe qué es peor. Al principio, por lo de buscar un tema común de conversación, el objeto de la misma lo ocupa su dentadura. Como si su boca fuera un partido de fútbol. Podrían tener un poco de respeto. Sus esfuerzos por hacerles entender su desagrado sólo logran que el maldito aspirador esté a punto de aspirarle media lengua. Como con los años ha llegado a adquirir cierto aprecio a su apéndice lingual se resigna.
Lo que sigue sólo podría describirse con un símil. Es como si Jack “el Destripador” se ocupara de narrar a su víctima el hermoso collage artístico que está componiendo con sus órganos internos. Encima no deja de hacer chistes fáciles que arrancan sonrisas a la enfermera. Su labor concluye justo cuando por fin había logrado rozar, a tientas, el taladro. Por los pelos.
Con media cara marmorecida se siente como el hombre elefante, un hilillo de babilla le corre por la comisura y es la enfermera la que le avisa con un dedo acercándose a sus labios rojo Bourjois, la otra mano lista para recoger el abultado importe de la operación (ejecución). Tras el correspondiente pago con dos tarjetas, por fondos insuficientes en una de las cuentas, y renegando del sacamuelas en particular y de toda la profesión médica en general, se repite a si mismo una y otra vez que nunca más. La próxima recurrirá al tradicional método del cordel y la puerta.
Si es que la hay.


.- No todo va a ser dormir y obligaciones atrasadas: la playa.
Por fin puede acudir a la playa y disfrutar de la sensación veraniega por antonomasia: sol, turistas, mucha gente, avispas, chiringuitos regentados por terroristas gastronómicos, precios por las nubes que no hay (salvo los fines de semana), auténticas muchedumbres, arena que se pega por todo el cuerpo, chapapote revoloteando por la orilla (el que no está ya repartido por el propio cuerpo), policías locales con un exacerbado afán recaudatorio, mosquitos con más hambre aún, más gente, niños impertinentes, emuladores de Sergi Bruguera al borde justo de su toalla, arrendadores de aparcamientos rústicos con dientes de oro, recogedores de chapapote, más gente, jubilados organizando a los recogedores de chapapote, surfistas de secano y bandera verde, paseantes unisex de playa y pasarela, acaparadores de espacio con toallas y demás pertrechos playeros, la pelotita del tenista que impacta en la cabeza del recogedor de chapapote justo cuando el jubilado le está dando la barrila (las otras cincuenta y nueve veces le tocaron a usted tanto la pelota como el discursito), socorristas macizorros con menos grasa de la que uno recuerda haber tenido en su vida (incluida la etapa de bebé), algas asesinas trufadas de basura variada cual supermercado de saldo, comisiones informales de arreglo del cambio climático (siempre hay en el grupo un señor bronceadísimo, cadena gruesa de oro al cuello, muy enterado; indefectiblemente la toman con los recogedores de chapapote, dándoles órdenes cual sargentos cuarteleros), sol achicharrante, el agua a precio de caviar, el caviar ni mentarlo, el típico grupito que entra en el agua a lo “Braveheart” (con menos ropa pero más mala leche) y que siempre salpican le a uno cuando ya se ha secado por fin el bañador, el churumbel del vecino de parcelita que se niega a tomarse la papilla, el mismo churumbel que no deja de berrar para mantener su inamovible posición ante la mirada entre confusa, arrobada y molesta de sus padres (¡inconscientes!); los lanzadores del disquito a la californiana que siempre termina en el plato de paella (si es que se puede llamar paella a ese compendio de granos de arena, cáscaras y algún que otro sucedáneo de marisco liofilizado); las colas para llegar, para aparcar, para marcharse (¿te gusta conducir?),...
En fin, la playa con todo su esplendor intrínseco.


.- A modo de conclusión.
Si todo lo anterior falla y su relajación inicial se troca en una desesperación gradual tendente a la comisión de actos violentos aún resta un recurso muy útil. Sólo ha de seguir los siguientes pasos, en el orden aquí reseñado:
  • Paso 1. Cójase un plano de su ciudad. Lo encontrará en cualquier centro comercial o en su defecto en la oficina local de turismo (aviso: sólo se haya abierta cuando no se necesita acudir a ella). Para encontrar ésta basta con seguir a cualquier bandada de individuos de mediana edad, ataviados con pantalones cortos y camisetas, chanclas en los pies y más pertrechados de tecnología audiovisual que Bauluz.
  • Paso 2. Búsquese una terracita con una mesa a la sombra. El hacerlo en su propia casa le resultaría tres euros más barato pero perdería la oportunidad única de provocar cierta expectación a su alrededor.
  • Paso 3. Ha de disponer de un bolígrafo, no es necesario que disponga de tinta.
  • Paso 4. Respire hondo y relájese. La postura ha de ser una mezcla de maestro zen y rezador de rosario.
  • Paso 5. Bolígrafo en ristre y con los ojos cerrados señale al azar un punto cualquiera sito en el mapa. Ya habrá causado bastantes comentarios con la actitud indicada en el paso dos, tampoco se pase haciendo señales en el aire.
  • Paso 6. Tras comprobar cuál es la calle señalada, y habiendo tomado nota mental de su nombre y localización exacta, coja el coche y diríjase hacia ella.
  • Paso 7. Una vez allí aparque con toda calma, permitiéndose incluso el lujo de descartar algunos huecos libres.
  • Paso 8. Repita este proceso varias veces y notará cómo poco a poco la sonrisa va emergiendo en su rostro cada vez más bronceado.

Felices vacaciones.


Bosco fecit. Pumarín, 27 de agosto de 2003.

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