-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

sábado, 21 de marzo de 2009

UN ATISBO DE HUMANIDAD



“Una de las razones por las que lamento morir es
que no podré escuchar más La Canción de la
Tierra”.
Jascha Horenstein, director de orquesta nacido en Kiev, poco antes de su desaparición. Hace mención a una obra musical de Mahler.




Los sones emanaban, cálidos y puros, de la aleteante bocina del fonógrafo. Salvo el acostumbrado crujido sempiterno, a modo de torpe continuo barroco, la plena sonoridad del canto le prestaba un segundo envoltorio, transportándole por mágicas manos hacia una butaca de una concurridísima platea.

Su personal ambición escogía para él con un desmedido ímpetu proporcional la cuarta fila, próxima al foso de la orquesta. Pero por qué detenerse ahí pudiendo sentar a su diestra a una pálida morena de refulgentes joyas verdosas, conocida mediante una copa de champán durante el entreacto, en el foyer embravecido por el runrún de las conversaciones. Elegantemente acompañado, rodeado por doquier por la opulencia prestada por el brillante cascabeleo de burgueses joyas y trajes de noche, centelleando tenuemente sobre el negro y blanco de su frac las luces del proscenio.

Ante él se desarrollaba la en extremo vibrante ejecución de la personalísima soprano Rossetta Pampanini, hollando con delicado pisar el escenario de la Scala milanesa. Sentía el placentero mullido de su butaca, al ritmo de los cantos dialogados, separada en la terrible corriente temporal por el anchuroso paso de casi dos docenas de años: una época de inocencia, previo recipiente para sueños de triunfo y posterior paulatina caída, amargo destino al que era impelido.

El insidioso irrumpir de los últimos pensamientos le arrojó de vuelta a la realidad, rota la diáfana burbuja por la entrada de la inesperada ráfaga. Descansaba sobre una silla de robusta y dolorosa madera, ya sin entrever bajo la semipenumbra prestada por las leves luces el níveo busto coronado de esmeraldas, y al celestial canto que antes se figuraba aprehender, tal era su consistencia, se había acoplado en grotesca coyunda aquel desagradable hedor. Un tufo crepitante, por momentos opresivo, con una recia nota a cuero quemado, que impregnaba recónditamente la poco ventilada estancia, aún cerrada a cal y canto la única ventana.
Nada ni nadie, sufridos e involuntarios portadores, acababa despojándose de aquel pestífero olor, como si de un estigma divino que distinguiera a los elegidos se tratara. Asquerosa labor necesaria e imprevisible.

De súbito los acordes vibrantes de un aria insuflaron nueva vida a la reducida y austera pieza. Como por diabólica intercesión de arcanos interventores, demonios de impronunciable nombre, se desvaneció cuanto le rodeaba: el resaltado griterío del exterior, entremezclado con los ladridos, la indescriptible peste y los hirientes muebles entre cuatro paredes de sucia madera. Su pasado lugar lo ocuparon con reiterado empeño la sala penumbrosa y la imponente figura sollozante de la diva. Una sensación de vacío y lleno estremecimiento le transieron al mismo tiempo: el súbito temblor propio de la interior fibra cuya vibración sólo determinados acordes logran verificar, tañido ante el que el tremolar del cuerpo obra como especular imagen. Y entonces le fue dado contemplar con el mayor realismo posible, con el que por su propia inasequible naturaleza rechaza con extremada violencia el empleo de las palabras, únicamente admitido sin repulsión por su vehemencia el acercamiento, siempre tímido y reverencial, de contados colores denotadores de acendrados sentimientos. Así todo cuanto abarcaba su campo de visión, el titilante proscenio, el escenario donde se afincaba el drama y el restallante foso, cobró una intensa tonalidad verdosa, por ser el glauco el único capaz de conjugar lo sentido con la acción desarrollada: Madamme Butterfly lloraba por la inminente soledad de su vástago, antes de perpetrar su inefable acto final, personificado brutalmente en su propio y terrible suicidio.

Una súbita voz de gutural pronunciación le arrancó por segunda vez de la real ensoñación, justo cuando la furtiva lágrima, triste tributo al sentimiento, se precipitaba con violento chocar sobre sus cuatro galones plateados junto a la doble franja, los que sobre el parche del cuello de su uniforme denotaban su rango de SS obersturmbannführer.

Había llegado una nueva remesa al campo de exterminio y el comandante en jefe debía acudir a darles la consabida bienvenida.





Bosco fecit.

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