-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 11 de marzo de 2012

AVATARES




Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir, le reveló su secreto:
-La uva -le susurró- está hecha de vino.
Marcela Pérez Silva me lo contó, y yo pensé. Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos”.

La uva y el vino”, Eduardo Galeano (incluido en “El libro de los abrazos”).



Sergio Serrano había nacido por tres veces durante sus cincuenta y tres años de existencia, sin que para cosechar logro semejante le hubiera sido preciso morirse ni una sola.


Para la primera habría que remontarse cincuenta y tres años, durante un parto amenizado por sus propios lloros: acababa de descubrir la luz eléctrica.


La segunda, ya un poco más crecido, fue el veinte de diciembre del año setenta y tres; el lugar, la calle Claudio Coello de Madrid.
A primeras horas de la mañana de aquél día transitaba Sergio por una de sus aceras, sin oficio ni beneficio reconocidos, sus pensamientos a decir verdad puestos en los próximos exámenes parciales. Por más que porfiaba el cálculo diferencial no dejaba de plantarle batalla. Ante la resistencia ofrecida por tan árida materia había acabado por decidirse a no acudir finalmente a clase aquella mañana A cambio mejor la dedicaría a algo mucho más productivo según su opinión: tomar el fresco. Ya dispondría de la ocasión para pedir los apuntes a cualquiera de sus compañeros de facultad.
Así que por el momento deambulaba por la calle, sin demasiada prisa. Lo de hacer pellas no era nada nuevo para él por lo que había planificado cuidadosamente la jornada, hasta tal punto que no precisaba ni tan siquiera apresurarse. Para ocupar la primera parte del día tomó la determinación de acercarse hasta los puestos de la Plaza Mayor. Su intención era la de curiosear un rato entre los objetos navideños expuestos. Ver, mas no comprar.
Se demoró un rato a la vera de un “2 CV” allí aparcado. Lo justo como para autoconvencerse de que no podría permitírselo. Bastante ya tenía con el pago de la pensión. Naturalmente a costa de trabajar por las noches, hasta bien entrada la madrugada, sirviendo copas en una sala de fiestas de la Gran Vía. Aunque el soñar no cuesta nada, o al menos eso es lo que acostumbra a decirse en tales casos.
Las manos, abismadas en los bolsillos del raído gabán, hablaban acerca de su último dilema. Sergio había tenido que decidir entre comer caliente o adquirir unos guantes; ganó el condumio. Las solapas, levantadas para protegerse del frío; la bufanda la había perdido vete a saber tú dónde.
Reanudó su paseo dejando atrás al vehículo. El lugar antes ocupado por las ilusiones volvió a ser reconquistado casi de puntillas por las negras expectativas procedentes de las visiones premonitorias de los próximos exámenes. No se sorprendió por ello pues sus estudios de economía le habían hecho acostumbrarse a esa tenaz reordenación de las circunstancias. Por eso continuó con su caminar cabizbajo, alejándose poco a poco del objeto de su deseo.
Una tremenda deflagración y la onda expansiva aparejada le hicieron caer al suelo de bruces. A su lado caracolearon trozos de asfalto y de cemento. Demasiado sorprendido como para efectuar cualquier movimiento permaneció un rato inmóvil, con la nariz aplastada contra el pavimento hasta que juzgó que tal lluvia había cesado. Cuando el olor de las baldosas húmedas terminó por invadirle los pulmones consideró necesario respirar y como única forma de conseguirlo precisaba ponerse en pie. Además deseaba averiguar lo que acababa de ocurrir. Así lo hizo, mas sólo pudo distinguir una densa humareda gris, muy cerca de donde unos segundos antes se había detenido a examinar el Citroën. A medida que se fue disipando comenzó a entrever asombrado a través de los jirones gris blancuzcos que los coches habían sido removidos violentamente, como por el capricho aparejado a la intervención de la mano de un gigante. Y muy próximo a ellos destacaban las fauces de un gran cráter que se había formado en la calzada, desocupando mediante un grotesco bostezo el espacio entre acera y acera.
No sería hasta pasada una buena media hora, ya más calmado, cuando se enteraría de que el señor presidente, el almirante Carrero Blanco, había subido a los cielos con todos los parabienes celestiales, cómodamente retrepado en el asiento trasero de su Dodge Dart.


La tercera vez que nació fue también en Madrid, en otra fría mañana, mas esta vez un marzo de treinta años después. A diferencia de la anterior ocasión unos guantes de cuero y una bufanda de lana le protegían del frío. Había descendido como todos y cada uno de los días de la semana laboral, de lunes a viernes, las escaleras de la boca de metro de Príncipe Pío a las ocho menos veinte.
Por delante se extendía el itinerario de costumbre. Primero tomar el cercanías que le dejaría en Atocha tras unos quince minutos de viaje, luego bajarse en el andén número uno, enrostrarse con otros viajeros con no menos prisa cual guerrero en “Espartaco” y finalmente subir al tren en dirección a Parla, con paradas intermedias en Villaverde Bajo, Villaverde Alto, Getafe y Getafe Sector 3, justo en la vía cinco.
Sin embargo un encargado de la seguridad puso un toque original en su rutinario hábito. No podría tomar el tren en la antigua Estación del Norte. Nadie podría hacerlo aquella mañana. No proporcionaba razones para esa prohibición, y por otro lado tampoco se inquietó puesto que su vivir en Madrid le había acostumbrado a aquellas y a otras preguntas sin respuesta. Además nunca había sentido predilección por aquellos encargados de vigilar la red de comunicaciones. Bastante tenía con mostrarles el billete cada vez que se lo requerían con malos modos.
Pensó en la segunda opción, el metro: el ramal hasta Ópera, transbordo a la línea dos hasta Sol y de nuevo otro transbordo para la línea uno hasta Atocha-RENFE, su objetivo final. Sin dudarlo se encaminó hasta el andén, flanqueado por televisores de plasma que escupían imágenes publicitarias en alta resolución, una secuencia solo rota de vez en cuando por unos boletines informativos.
Una vez en el vagón, entre figuras medio dormidas parapetadas tras ejemplares gratuitos de Metro, iba pensando en que aquello iba a suponer un auténtico caos. Se podían contar por miles los que cada mañana tomaban los trenes que con una frecuencia de unos diez minutos trasladaban a los madrileños desde Príncipe Pío hasta el abismo de Helm: el hervidero humano en que se transformaban a aquellas horas los andenes de Atocha.
Realizó los dos transbordos como un sonámbulo que caminara a grandes trancos, sorteando en Sol los puestos de objetos varios y las rutas escogidas por los otros viajeros para huir de sus propias existencias en dirección a sus respectivas ocupaciones laborales.
Ensimismado como se hallaba al principio no comprendió las palabras comunicadas a los pasajeros por la megafonía. Debió esperar a que la femenina voz las repitiera para captar su significado:
Metro de Madrid anuncia: por motivos técnicos este convoy terminará su recorrido en Atocha para regresar a Plaza de Castilla. Repetimos, este convoy sólo circula hasta Atocha. Lamentamos las molestias”.
No podía ser, eso significaba que no podría ir a trabajar. Miró el reloj, las ocho menos cuarto. En media hora le estarían esperando en la estación de Getafe Sector 3 para llevarle en coche por la autovía de Andalucía hasta Pinto, donde se levantaba la fábrica. Le tenía que ocurrir precisamente en la época en la que más trabajo tenía por delante. Aún no había acabado de revisar el modelo 347 y habían empezado a telefonear los proveedores y los clientes para confirmar las cantidades de facturación declaradas.
Miró a su alrededor. Por las caras de cuantos ocupaban el vagón hasta extremos inhumanos se extendían las sombras. Le hablaban acerca de los problemas en los que estarían sumidos, al igual que él mismo.
Al llegar al destino anunciado el metro se detuvo. Por la megafonía se repetía la misma salmodia, confirmada por los paneles luminosos en el andén:
Metro de Madrid anuncia: línea 1 cortada desde Atocha hasta Puente de Vallecas”.
Su tozudez le empujó a salir a la superficie de la estación y terminó por hacerlo a través de la boca situada cerca de la Glorieta de Carlos V. A la luz de la mañana le recibió una auténtica multitud que se agolpaba en las proximidades. ¿Qué podía estar ocurriendo allí? Trató de abrirse paso hasta el bordillo y cuando lo hubo conseguido echó una mirada hacia la cercana estación. Casi no podía verla por culpa de las vallas erigidas a causa de las obras. Sin embargo sí pudo ver a varios coches de policía y a su vera a unos cuantos agentes uniformados que se movían nerviosos de un lado para otro, sin dejar de dar órdenes a los conductores para que se desviaran por otras calles.
A la izquierda el Ministerio de Agricultura, en dirección a Moyano, permanecía imperturbable, dotando de cierta realidad a la surrealista situación.
Entonces creyó distinguir que pronunciaban cerca de él las palabras “amenaza de bomba” y “la estación se encuentra acordonada”. Así que al fin y al cabo todo se reducía a eso. Un nuevo aviso de bomba, suficiente como para alterar la totalidad de su pulcramente construida rutina. Echó un rápido vistazo al reloj, las ocho menos diez, era cosa de dar un toque a los que iban a recogerle a Getafe. Desde luego que no podría llegar hasta allí para las ocho y media. A ver cómo conseguía arreglárselas para al menos estar en el trabajo a media mañana. Aunque sin duda aquella molestia concluiría en cuanto certificaran la falsedad de la amenaza.
La conversación por el móvil fue rápida, había necesitado alejarse un poco hasta el escaparate de una farmacia para poder oír la voz de su interlocutor. Curiosamente después de todo solo ocupaban su cabeza la forma de ir a trabajar y una progresiva cefalalgia.
A diferencia de la ida el camino de vuelta se le hizo más llevadero: esta vez el vagón circulaba casi vacío. Muchos de los que se habían acercado hasta allí habían decidido nutrir las filas de curiosos que se agolpaban con afán en la calle. Quizás debido al gran espacio disponible, o a la situación, el habitual mutismo se trocó por parte de sus ocupantes en una necesidad de expresar cuanto pensaban.


-Una amenaza de bomba, seguro que cosa de la ETA. Y como siempre sólo fastidian a los currantes.


Quien así había hablado era un hombre de mediana edad como él mismo, otro trabajador al que también le habían alterado su rutina diaria. No deseaba mantener conversación alguna por lo que continuó con su típica actitud de usuario del metro: la mirada perdida en la lejanía, fijada en la oscuridad que se desplazaba rauda al otro lado de la ventanilla.
Cuando emergió de nuevo a la superficie en la Calle Florida le sobresaltaron los pitidos del móvil. Siete llamadas perdidas, a intervalos de un minuto, procedentes de su casa. ¿Qué le habría pasado a su mujer?


- ¿Qué es lo que te ocurre? ¿A qué viene tanta llamadita?
-¿Estás bien? ¿No te ha ocurrido nada? Me tenías muy preocupada. Como no contestabas...
-Pues claro que estoy bien, ¿y por qué diablos no iba a estarlo? Lo único que me pasa es que no he podido ir a trabajar porque ha habido una amenaza de bomba en la Estación de Atocha. Todavía acabo de salir del metro ahora.


Un largo silencio al otro lado de la línea.


-Entonces..., ¿no te has enterado?
-¿Enterarme? ¿De qué coño tenía que enterarme si puede saberse?
-...Ha habido una explosión en la estación hace unos cuarenta minutos, lo están dando por las noticias...


A las ocho y cuarto de la mañana de aquel once de marzo Sergio Serrano comprendió entre grandes temblores que había nacido por tercera vez…


En el Gino´s solo tuvo oportunidad de narrarnos su segundo nacimiento. El último, el tercero, aconteció demasiado tarde como para que algún bebedor lo escuchara de sus labios puesto que desde varios meses atrás aquel bajo, antes hogar de muchos de nosotros, lo ocupaba la sucursal número siete de Cajastur.




Bosco fecit 2006.


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