-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

sábado, 5 de julio de 2008

EL OBJETO

Se trata de un objeto único. No hallará nada ni remotamente parecido...”. Continuaba la cháchara del dependiente, tendente toda ella hacia un único fin: que yo adquiriera aquello. Y lo estaba logrando. A duras penas podía contener la excitación que me embargaba, para ello bastaba sólo con que mi mirada se deslizara por sus formas. Pero debía disimular, era la única manera de conseguir una rebaja en el precio, punto al que aún no habíamos llegado. Y cada vez lo creía más necesario, a juzgar por las alabanzas y amorosas caricias que las acompañaban, íntegramente dedicadas a ello: su valor debía ser exorbitante.
Seguro que usted tal vez estará pensando en que mis palabras son las mismas que empleo cuando describo otro objeto; pues se equivoca”. Prosiguió con una serie de frases exculpatorias, sin dejar de incidir en las especiales características de aquello. Precio prohibitivo.
No he dejado de referirme a él con cierta vaguedad, al objeto, se entiende, pero es que sólo el pronombre empleado podría acercarse a su exacta definición. No obstante, y mientras se figuran en un segundo plano la boca del dependiente describiendo en términos cada vez más hiperbólicos las características de lo mostrado, arrancándome sudores tanto de mi frente como de mi potencialmente esquilmado bolsillo, trataré de describírselo de la mejor manera que me sea posible.
Su forma no era concreta, sino la mezcla de muchas formas. Sería un poliedro si su superficie se encontrara afacetada, pero era curva. ¿Esférica? No exactamente, porque las curvaturas no eran exactas, y sólo por medio de un gran esfuerzo de abstracción podría resumirlas en la alquímica perfección de la esfera. ¿Un híbrido?, tampoco. Lo habitual es que la mezcla de varias formas arroje una masa que aun poseyendo la perfección de sus varios orígenes, no deja de desprender un cierto tufillo artificial, casi artificioso. No en este caso. Era brutal, consistente y contundentemente bello. Ya les adelantaba que me resultaría muy difícil.
Dejemos a un lado los contornos y las figuras que podrían dibujar, que a pesar de todo no dejan de ser meros remedos de la realidad, construidos por nuestros cerebros; y como consecuencia inmediata nunca existirán dos objetos prácticamente idénticos, ni siquiera el mismo será igual para dos observadores cualesquiera. Pero filosofías aparte, creo que sí sería capaz de detallar los materiales que lo componían, o al menos sus tonalidades y colores.
Del entusiasmo a la más pura desesperación con un único punto y aparte como separación. Parecía fácil, pero he experimentado en mis carnes, quizás algo flácidas, que del parecer al ser media una distancia aún mayor que lo que algunos pensadores han vislumbrado. A las pruebas me remito.
Tono verde similar al jaspe prasio (si es que tal era el material señalado en las cartulinas que salpicaban con terquedad de docente aburrido la exposición de los tesoros del Delfín), cambiante a un turquesa hechicero en algunas zonas, y con brillos opalinos en otras, y todo ello para mutar al siguiente instante hasta un tono oro viejo, pasando por el broncíneo histórico, y acabando la tansmutación, mas sólo temporalmente, en un rojo mate que de inmediato se trocaba en un burdeos casi sanguinolento, anaranjado, amarillo,... Desesperado, huyo de todo intento de fijar su color actual.
Y mientras tanto la perorata del comerciante, ajeno por entero a mis infructuosos intentos calificadores, con una sonrisa, mitad irónica mitad furtiva (si esto no resulta ser una redundancia, porque nada hay más furtivo que la ironía, y más si acompaña a una sonrisa); como sabiendo, por debajo de su aspecto de diligente glosador de unas características harto aprendidas, soltadas con mecánica facilidad hija de la memoria entrenada, de mi ímproba tarea sin conclusión posible, a lo mejor incluso compadeciéndome.
Pero había algo más, subyacía debajo de sus palabras, de su sonrisa, enterrado profundamente en el interior de aquellos ojos obscuros que, ahora me doy cuenta de ello, no se apartaban ni por un momento de los míos. Algún secreto inconfesable permanecía apartado, fuera del cauce de su nutrida verborrea, y eso sólo quería decir una cosa: imposible de cuantificar su valor. Y también implicaba otra: debía ser mío al precio que fuera.
Por fin terminó su discurso, y el súbito silencio me arrancó de mis interiores pensamientos. Ahora me seguía mirando, pero la mudez de nuestra comunicación prestaba a la misma una nueva esencia: más tangible, aprensiblemente corpórea.
Un simple balbuceo por mi parte: “¿cuánto?”. Una mueca casi lobuna, ligeramente insinuada hasta que el hieratismo barrió todo rastro residual, y sin dejar de mantener sus pupilas aferradas a las mías, me lo participó.
Ciertamente prohibitivo, considerable, íntimamente conjugado con el verbo empleado, el decir acompañaría a una cuantía mucho menor; aquella era regia, absoluta, casi casi innombrable. Sin embargo había de ser mío.
Extraje del bolsillo interior de mi americana el talonario de cheques, y con una confianza que me encontraba muy lejos de poseer estampé mi firma, no sin detallar como paso previo una cifra abultada; todo ello bajo el dominio mancomunado del hipnótico mirar del dependiente y de la presencia de aquello.
Después lo aferré contra mi pecho y abandoné el establecimiento dejando que el campanilleo sirviera de burlona reconvención por mi actitud. Aunque ya no me importaba, era mío. Ahora aquel hombre podría reírse todo cuanto quisiera, pues al fin y al cabo el objeto ya estaba en mi poder.
Y bien que se reía, lo hacía a mandíbula batiente, con unas fauces aterradoras iluminadas por unas negras pupilas verticales. Pero yo ya no le veía, a paso acelerado corría hacia la parada de taxis más cercana.
Bosco fecit.

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