-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 6 de diciembre de 2009

A MODO DE ACLARACIÓN

XXX, a 6 de diciembre de 2003.

Estimado señor De la Iglesia:


La indignación, y la contrariedad, me empujan a ponerme de nuevo en contacto con usted. Me veo en la obligación de remitirle la presente a modo de respuesta a la suya del veintisiete de los corrientes.

No le suponía un dominio semejante de nuestro idioma. En especial me gustaría destacar el que pasa por ser un magnífico empleo por su parte de unas palabras dotadas de una mordacidad tan efectiva como la que se encuentra presente en las utilizadas por usted. Por mi parte la única intención que me anima a redactar mis frases, en unos momentos tan tristes para mí, no es otra que la de desbaratar una serie de falacias muy extendidas.

Sin duda ignora usted que han anidado en su mente y que, como consecuencia, han terminado por motivar el uso por su parte de los términos hirientes vertidos en su carta. Un espíritu de caridad cristiana me impele a paliar en la medida de mis fuerzas sus efectos.

No pongo en duda que para cuantos viven ajenos al mundo de los escritores, usted incluido, esas falacias constituyen verdades semejantes en todo a axiomas de reclinatorio, y que, por supuesto, nadie en su sano juicio ha osado nunca cuestionarlas. Vayan por delante también mis más sinceras disculpas acerca de mi atrevida pretensión de echarlas abajo.

Por tanto, sin más dilación, permita que con suma humildad le haga percatarse de su error.


Primera falacia: los escritores nos alimentamos del aire que nos envuelve.

Nada más lejos de la realidad que también nos envuelve. Como en el caso de todos los seres humanos, grupo heterogéneo al que me honra pertenecer, mi cuerpo no se encuentra exento de las necesidades básicas de carácter nutricional que le acucian. Es más, como no cumpla con sus requerimientos en justo tiempo se me declara una atonía general, acompañada las más de las veces por fuertes dolores estomacales. A tal punto llegan esas molestias que incluso me incapacitan para desarrollar una vida plena y saludable. Como imagino que se encontrará comiendo le ahorraré educadamente ser más concreto en la descripción de mis padecimientos personales.


Segunda falacia. Los escritores vivimos de nuestra obra.

Craso error, muy extendido por otro lado entre la ciudadanía que no forma parte de nuestro gremio, y que seguidamente paso a desmontar. En este país, y por extensión en este planeta que nos cobija, sólo los escritores muertos pueden permitirse semejante lujo. Más en concreto los detentadores de sus derechos de autor, y aún eso por un escaso medio siglo. Me replicará que con estas palabras demuestro un cierto grado de egoísmo mas convendrá conmigo, como ser dotado de cierto grado de inteligencia que presumo que es, que en mi escala de prioridades ocupa el primer puesto mi sustento, no el de unos descendientes a los que nunca habrán importado gran cosa las veleidades sostenidas por su abuelo.

A modo de ejemplo, para clarificar aún más este extremo, le confesaré que la compañía eléctrica rechazó hace poco tajantemente un original mío. Quizás mi propuesta de dar por zanjados con él los dos recibos adeudados pecara de cierto infantilismo. Sin embargo no ha de dudar que la calidad de los textos superaba con creces la lucidez por ella proporcionada. Los tiempos de los mecenas han pasado a mejor vida, y ya nadie aprecia la brillantez de una prosa bien escrita.


Tercera falacia. Los temas sobre los que escribir pugnan por saltar al regazo del autor a poco que éste se encuentre un poco atento.

Sí, lo tan manido de que la inspiración espera al doblar la esquina, máxime si se encuentra uno presto y trabajando, podrá servir en el caso de algunos afortunados, sin embargo a este servidor nunca le ha ocurrido cosa semejante. A lo más algún acreedor de tebeo, garrote en mano.

El emplear las vivencias propias o usufructuar sin permiso las anécdotas narradas por conocidos y amigos, sin dejar de conformar un filón casi inagotable, empuja a la elaboración de un compendio de lugares comunes tan vasto como cualquier desierto. Debo reincidir en mi afirmación acerca de que los eriales no dan para comer (consultar asimismo las falacias números uno y dos). Además a menudo sólo sirve para desencadenar odios fincados en cuestiones irracionales, que en las más de las veces se resumen en la carencia del permiso que faculta para revelar detalles íntimos de nuestros semejantes más cercanos. Lo de emplear un trasunto del propio autor, por otro lado, constituye un recurso del que se ha abusado con tanta profusión que de tan visto ya no resulta mínimamente original.

Así llego a la cuarta falacia.


Cuarta falacia. La vida del escritor resulta tan apasionante para cuantos le rodean que no deja de atraer la admiración y el interés por doquiera pasa.

De tan pueril resulta fácil de desmontar. Cuantos te conocen huyen a tu sola presencia, temiendo que les deleites con alguno de tus inéditos. En cuanto a los que todavía no te conocen adivinan muy pronto tu condición exacta, bien sea por tu indumentaria o a partir de tus estrafalarias costumbres. La conclusión unánime se resume en cinco palabras: “se trata de un escritor”. Lo que diferencia a los segundos de los primeros es que en su caso la habitual huida se retarda un poco.

Entenderá que en semejantes circunstancias el deberse a esta labor implica que mantener una vida social como la que se nos presupone resulta por completo imposible. Ya me he acostumbrado con los años a presentarme siempre izando la bandera blanca, única forma que he hallado para que mi simple presencia sea siquiera tolerada.

No he dejado de lado ninguna de las suposiciones elaboradas acerca de los de nuestro gremio en el ánimo de que recapacite y como consecuencia entienda el malestar que me ha invadido al captar el subido tono que despedía su respuesta.

Sin otro particular queda a su entera disposición para lo que guste este humilde rellenador de cuartillas.

Suyo afectísimo,


Augusto Manoteras, escritor.


P.D.: Sin ánimo de polémica deseo matizar que puede meterse su premio literario del tres al cuarto por el orificio de su cuerpo que más le plazca.


Bosco fecit.


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