-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

martes, 1 de julio de 2008

CARTA A MI HERMANO

Daniel I***
P***


Oviedo, a 27 de agosto de 1996.


Daniel:

Ni por un momento te puedes llegar a imaginar la alegría que me embarga mientras escribo estas torpes líneas. Cierto es que por lo común me abstengo de realizar manifestaciones en tal sentido. Me encuentro aquejado de una involuntaria tendencia al mantenimiento de un grave continente cuyo genuino origen habría que buscar, remontándose un buen puñado de lustros, en el propio día de mi egregio nacimiento. Cuando la comadrona miró mi imperturbable faz (rostro que parecía decir: “bueno, aquí estoy, ¿a qué tanto escándalo?”) pronunció unas graves palabras con aguardientosa voz, sonora y olorosamente (a decir de nuestro tío, el viajante[1]), “esta niña será muy seria”.
Menos mal que la evidencia flameó a tiempo pues me veía envuelto en rosados ropajes. Si desde entonces he llegado a ser tal cosa (una persona seria, se entiende) no sé muy bien si se ha debido tanto a tan temprano designio o a la más pura y prístina casualidad. En todo caso no dudo que las palabras emanadas de una alba presencia entrada en carnes, la comadrona, ejercieron una poderosa influencia, al menos gravitatoriamente hablando, sobre un balbuceante y poco masivo ser, el recién nacido, o sea yo.
Puedes reprocharme ahora que no te puedo ver que al principio mi actitud hacia ti era de pura indiferencia, no exenta de los inevitables y típicos celos, materializados en unos fuertes deseos homicidas, nunca consumados por pura y reprobable cobardía[2]. En mi defensa creo que puedo aventurarme a alegar que mi condición de hermano mayor, otorgada por la primogenitura (¿o es al revés?, el Derecho Civil nunca ha sido lo mío), condujo a que tu venida inesperada y descortés (todo hay que decirlo) supusiera una cierta ruptura, muy brusca (si he de hablar con honestidad, suave si puedo mentir), con mi pacífica existencia precedente.
Mal acostumbrado a figurar en el centro de la atención ajena (aunque no deseada quien la rechazaba, el que no la aceptaba, era yo mismo, no me la retiraban los demás) se había producido un súbito movimiento de traslación a lo largo del plano familiar, siendo yo relegado a las proximidades de la tía-abuela Augusta[3]. Una personificación, este familiar nuestro, del Tártaro clásico. A veces creía entrever entre sus peculiares cabellos al condenado Sísifo empujando eternamente una piedra. Los años y las abundantes lecturas han rebajado hasta la escala real tal idea, desposeyéndola del componente mítico en el que estaba envuelta. Ahora me inclino por pensar que se trataba de un piojo.
Sí, toda la atención se movió de mi persona hacia la tuya: un berreante retoño que con milimétrica precisión suiza se las ingeniaba para despertar a los cansados ocupantes de la hasta el momento calma casa. Para ello no sentías el más mínimo pudor en emplear cuantas armas se encontraran a tu alcance, vasto arsenal que podría resumirse en una variedad casi infinita de lloros, llantos, llantinas y vagidos. Mas lo peor vino cuando en respuesta a mis protestas en demanda de justo consuelo (furibundas reclamaciones sin fundamento según opinión de nuestro padre) me recordaron, cruelmente a mi parecer, que yo también había efectuado semejantes actos cuando contaba la misma edad. No hablaré de años pues ni siquiera llegabas al semestre de vida.
Decididamente algunos progenitores se atreven a criar hijos sin ni siquiera haber leído una sola palabra acerca de traumas infantiles (descubrimiento este producido durante la democracia, me refiero al de la fragilidad mental de los tiernos infantes), los nuestros entre ellos, por lo que no supieron escuchar el horrísono estruendo que causó la perfecta estatua de cristal de mi ego al convertirse en diminutos añicos.
Con el lento transcurrir de los años me he ido acostumbrando a tu presencia, eso sí, por medio de un proceso desarrollado paulatinamente, con infinito cuidado. Ahora bien, no he logrado todavía asimilar la idea de que la traición fraternal haya podido anidar en tu pecho, acto innoble materializado en tu afición, casi me atrevería a calificarla de delirio (y, ¿por qué no hacerlo?, la carta te la escribo yo), por el balompié.
Pero ni es mi intención, confesable al menos, criticar tus torcidos gustos en horas de ocio, ni tampoco rememorar gráficamente sentimientos propios de tiempos ya pasados, épocas de inmadurez manifiesta.
Si he decidido enviarte una breve carta tampoco se ha debido a la fuerte inclinación, casi rozando lo insano (o eso afirma al menos el último especialista consultado), que siento por rellenar epístolas, sino porque quiero contarte algo que me ha sucedido hace escasos días. No se lo he contado a nadie; para ser sincero sólo a un amigo, una muestra del afecto que te he llegado a coger (olvida esto último).
Por fin he cumplido mi anhelado deseo: leer en público mis relatos. Bueno, para ser exactos lo he hecho a unos amigos (eran varios). Sé que en alguna ocasión lo he hecho a mi familia, pero comprenderás que no compute aquellas lecturas, lecturas en las que mi voz era coreada por los ronquidos de la tía-abuela Augusta y el ruido producido por el tío Ramón mientras introducía apresuradamente algunas escasas ropas y pertenecientes en una de sus raídas por el excesivo uso maletas, paso previo a uno de sus súbitos viajes; los timbrazos cada vez más perentorios e insistentes que atronaban la casa escasos minutos después de su partida; las charlas, ora a voces ora en susurros en el recibidor cuando nuestra madre abría; el despertar de la tía-abuela; las imprecaciones con el tío Ramón como único objeto y objetivo nada más que se enteraba de su forzada marcha,…; en suma, que siempre acababa yéndome a mi celda. Una eufemística expresión con la que mi padre se refería a mi habitación, fundamentalmente debido a la gran cantidad de horas que pasaba en su interior.
En esta ocasión todo fue muy distinto.

Todos permanecían en apariencia atentos a mis palabras, en suspenso, asimilando cada término y dejando que fructificara en su interior. ¡Vaya diferencia! En cuanto a mí, no cabía en mi cuerpo de puro gozo. A medida que leía me dejaba llevar por la propia lectura y durante algunos instantes llegué a entrever a los personajes que había descrito en mis textos: pero ya no constituían criaturas balbuceantes a las que es preciso llevar de la mano, como la primera vez que los imaginé; ahora eran seres reales e incorpóreos dotados de vida propia, danzarines al son de la música intrínseca a la entonación otorgada a cada pasaje, pero únicamente porque les apetecía; otras veces, sin embargo, se movían con otra cadencia distinta, como siguiendo los íntimos pensamientos de alguno de los oyentes.
Y es que ellos son así, seres retozones por propia naturaleza que nada más terminar la redacción de un relato mutan y se transforman. Nosotros, los autores, no lo notamos porque el cambio es muy lento, casi imperceptible; cuando volvemos a releer nuestros escritos nos da la sensación de que todo sigue igual, mas no es en absoluto así. Nos están engañando; fingen su inmovilidad con traviesa y disimulada sonrisa y, nosotros, pobres y vanos infelices, no exentos de cierta vena crédula, les creemos. Pero si transcurrido el tiempo suficiente retornamos a nuestros antiguos relatos notaremos alguna nota discordante.
La impresión producida es similar a la originada por una fotografía movida; las mismas palabras ya no dicen exactamente lo que nosotros habíamos puesto. El proceso es más patente si charlamos con nuestros lectores (a ser posible voluntarios, aunque a veces debamos conformarnos con los forzosos); cada uno poseerá una visión propia que puede diferenciarse de la de los demás en un pequeño matiz (o matices) o bien en un cuestión fundamental.
Se ha de buscar la explicación a tan extraño suceso (yo más bien lo calificaría como extraordinario, y no por su escasa frecuencia, característica que de ningún modo posee, sino porque su esencia se sale de lo común) en el natural juguetón ya aludido con anterioridad de los personajes literarios: se divierten susurrando a los lectores, sin que estos se percaten, sus propios comentarios acerca de lo leído, influencia que se entremezcla con la propia experiencia del ajeno lector.
Terminada la lectura todos volvimos a nuestros respectivos pisos. Pero cuando deposité la carpeta encima de mi mesa de estudio me pareció captar un leve murmullo proveniente de los mecanografiados folios: risas y chanzas.
A saber qué les habrán contado hoy a los oyentes, a saber.
Empecé mi carta con la rememoración de unos recuerdos comunes y la he finalizado por medio de un comentario sobre el escribir; si existe alguna relación mi subconsciente es el único que la conoce.
Creo que no tengo nada más que contar, sinceramente creo que vas bien servido (no me atrevo a conocer el número exacto de palabras, sólo lograría aumentar las firmes sospechas, nacidas en mi interior, de que lo escrito acabará en una papelera antes de que tus ojos lo lean; efímero destino).
Así que con el respaldo que otorga lo prometido, con la propia vida como prenda (“que me muera si no lo cumplo”, ¿te acuerdas?), te exijo los cuarenta duros de la apuesta acerca de mis dotes como escritor, condiciones puestas en duda al plantear la referida apuesta.
El hecho de que te encuentres veraneando mientras yo estudio para los exámenes de septiembre no te exime del pecuniario cumplimiento. Ten en cuenta que estaré aguardando ansioso tu pronto regreso.
Sin otra cosa que agregar, se despide tu hermano con el consabido abrazo (lo de los besos en la mejilla no es una buena muestra de amor fraternal por lo que los omitiré).



J***




“Creía que todos los escritores bebían en exceso y pegaban a
sus mujeres. ¿Sabe? Hubo una época en la que soñé con ser
escritor”.


C. K. Dexter Haven (Cary
Grant) a Macaulay Connor (James Stewart) en presencia de Tracy Lord (Katherine
Hepburn), su ex-mujer.
Historias de Filadelfia (Philadelphia Storys, George
Cukor, 1940).



Bosco fecit.



[1]Todavía puedo ver la primera vez que denominaste así al tío Ramón. Fue a resultas de una petición suya, un tanto extraña, aunque por aquel entonces no percibimos tal detalle: cada vez que alguien preguntara por él deberíamos contestarle que se encontraba de viaje. La pena que el grupo familiar nos impondría si faltáramos a tal regla (bien fuera en la calle o en la propia casa, por teléfono o en persona) nunca fue concretada explícitamente, razón suficiente a nuestro modesto entender para que nuestras calenturientas imaginaciones compusieran imágenes de castigos inquisitoriales de cuento de Poe. En mi caso tal vez indirectamente sugeridas por un profesor que con extremada precisión rayana en la perversión, y permanente sonrisa lobuna, nos narró paso a paso el martirio infligido a cierto santo cuyo nombre ya he olvidado. Ahora que ya soy mayor me pregunto por la naturaleza de la sonrisa y su origen: ¿era de envidia por el tratamiento practicado o de placentera y retorcida recreación en el meritorio trabajo de los verdugos, íntimamente concentrados en los matices del martirologio? Aún me lo pregunto hoy en día.

Decía que todavía guardo en lo más recóndito de la memoria los hechos de los que fuiste involuntario actor principal, hace ya de ello muchos años. Habías salido a la calle, un conocido del tío Ramón, recién llegado de la capital, y que no lo había visto desde unos meses antes, te inquirió sobre él. Con la inocencia de tus seis años le contestaste lo que nos había sido grabado a fuego: “está de viaje”.
Bien fuera porque el amigo no estuviera familiarizado con tan arcanos términos, o bien porque mirando tu cara de infante pensó en un necesario y tierno eufemismo, el caso es que al cabo de media hora escasa tanto nuestro teléfono como nuestro recibidor se encontraban atestados: conocidos y amigos que deseaban darnos el pésame, o acompañarnos en tan tristes momentos, y que se interesaban por la exacta hora del entierro no anunciado. Naturalmente también demandaban información sobre las exactas causas de tan imprevisto fin. Y todo ello ante la sorprendida mirada de mis padres, seguros de que el único cadáver que se encontraba de cuerpo presente era un espléndido salmón que se estaba horneando lentamente en su propia salsa; el que tal pescado pudiera despertar tales señales de dramatismo lacrimógeno era del todo punto impensable.
En cuanto a la tía-abuela Augusta, obligada y forzada inquilina, permanecía ajena a todo lo que no fuera la emisión de su programa de radio favorito, a decir verdad en su favor puede argumentarse que nunca había soportado muy bien a su sobrino Ramón; su aparente desinterés estaba más que justificado.
Nunca he vuelto a oír tantos elogios y alabanzas dedicados a un único ser humano, incluso venidos de los múltiples y persistentes acreedores que su irreprimible ludopatía y su don de gentes (en mayor medida la primera que el segundo) le habían granjeado (causa determinante de sus súbitas marchas por cuestiones de negocios). Máxime si se tiene en cuenta que los sentimientos que normalmente despertaba, aunque de igual intensidad, eran de un sentido muy contrario.
Cuando por fin mis padres lograron contener a toda aquella lloriqueante y enlutada muchedumbre (por un momento llegué a temer que sería necesario sacrificar a uno de nosotros para así satisfacerla, tantas eran las ansias patentemente mostradas por asistir a un velatorio con su funeral correspondiente) ya había pasado casi una hora. Si lo consiguieron fue mediante la generosa entrega de sus existencias de vinos y licores; con gran esfuerzo, pues la afición mostrada por mis padres hacia ellos era notoria aunque no trascendiera de puertas para afuera.
Y apareció el muerto redivivo, cuando ya sólo restaban varias botellas vacías y algún que otro despistado de lo que había sido un intenso y contundente combate contra las reglas de la más mínima educación. Aún me parece oír dos sonidos característicos de aquel día: sus resonantes risotadas que estremecían las paredes al narrarle lo ocurrido, mezcladas con el restallante ruido producido al comer a grandes bocados al salmón (prueba irrefutable de que se encontraba vivo, los espectros no pueden devorar tan rápidamente dos raciones); y el otro tus chillidos por las nalgadas propinadas por nuestro padre, hombre que para nuestra desgracia se dedicaba a las labores manuales, siendo el resultado unas palmas anchas y callosas que ya te calentaban con el simple aire desplazado al moverse. La verdad es que papá dudaba entre darte la azotaina o no hacerlo, optando al final por lo segundo, mas que nada porque de esa forma recordarías mejor que habías hecho lo correcto. No me preguntes cuál es el fundamento de tal conclusión.
[2]En mi prolongada y continua relación con el personal dedicado a la noble práctica de la Medicina nunca he llegado a comprender exactamente el porqué nunca parecen ponerse de acuerdo. Un médico que cuando era pequeño me arrebató un coche de juguete en su consulta me calificó como neurótico porque simplemente me había echado a llorar.
Años después un psiquiatra me diagnosticó conducta asocial, complementada con psicosis esquizoide, e incluso hubiera llegado a internarme de no caer en la cuenta de que yo no era el paciente de las cinco, sino el de las tres. ¿Cómo sería el de las seis? Quise quedarme para averiguarlo pero nuestra madre, con esa tendencia obstinada que todos los padres muestran, esa de ir en contra de los profundos deseos infantiles, se negó en redondo; por más que protesté y perjuré no logré modificar su pétrea determinación.
[3]No sé cuál será el recuerdo que guardas de esta tía de nuestra madre, residente permanente en nuestra casa desde que tengo uso de razón (que no quiere decir que me la den, aún no soy tan mayor). Vino a tomar un café cierta tarde y no se fue hasta el año pasado, eso sí, con los pies por delante, una definitiva e imprevista marcha.
Para mí era una extraña mujer cuyas únicas ocupaciones en la vida se limitaban a escuchar sus programas de radio favoritos y a murmurar por lo bajo, por lo normal siempre que el tío Ramón emprendía una de sus imprevistas marchas. Ni contaba cuentos, ni ayudaba a la maltrecha economía infantil, siempre tan limitada; en suma, podía decirse que no hacía nada.
Durante nuestra niñez te asustaba contándote que se trataba de una bruja, y que en su habitación, lóbrego sancta santórum, guardaba una gran perola empleada para cocer a los niños. Digamos que el peculiar perfume en el que en cantidades oceánicas se impregnaba ayudaba a la hora de imaginarse la escena: la mujer con el morado pelo (según el tío Ramón el resultado del saldo de alguna droguería), encorvadamente asmática sobre una humeante olla a la que arrojaba de vez en cuando miembros infantiles, entre sortilegios y oscuros encantamientos; la oscuridad…
Tan real era para ti que nos costó bastante convencer a D. Aniceto, el director del colegio religioso (frustrado inquisidor y azote de falsos conversos, brujas y terrenales demonios), de que lo que tú le habías contado no era más que una broma de hermanos. Y allí se fue, calle abajo, con aspecto melancólico, hisopo en mano, toda su pasada furia purificadora ya desaparecida.
Para convencerle necesitamos bastante tiempo, no obstante mucho menos del que precisó papá para inculcarme el convencimiento de no repetir la misma travesura otra vez: no pude sentarme en un semana.
Decididamente nuestra casa era muy peculiar, ¿o no?

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