-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

sábado, 28 de junio de 2008

EL CANJE


“Leamas se acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la carretera, a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada con una barata luz amarilla, como un telón de fondo que representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina, dibujado en dos dimensiones; despeñaderos de guerra”.

John Le Carré, El Espía que surgió del frío

Voces. Voces y pasos. Voces y pasos nerviosos, de atrás a delante y de delante a atrás. Una vez tras otra, una vez tras otra, de atrás a delante y de delante a atrás.
A duras penas la nieve lograba amortiguar los ruidos que punteaban los andares nerviosos del grupo de individuos allí convocados. Al menos sólo cabía preocuparse del último manto, blando y por ahora esponjoso, que se había venido depositando poco a poco con no escasa persistencia durante la pasada ventisca. El cielo permanecía preñado de grises tornadizos, componiendo un movimiento incesante, mas no se apreciaba que las nubes poseyeran los ánimos precisos como para soltar más copos sobre las cabezas de cuantos aguardaban. Porque ellos estaban aguardando, mecidos por el tic-tac del reloj.
Esperaban.
Unos, más calmos o, lo que era más probable, un poco más sensibles al frío reinante, lo hacían manteniéndose a resguardo, encerrados a bordo de los cuatro oscuros automóviles que allí se encontraban estacionados, carentes todos ellos de distintivos relevantes, salvo que los cuatro estaban matriculados en Bad Godesberg. Debían hallarse bastante cómodos en su refugio a juzgar por lo empañadas que se encontraban las lunas, a causa de la rugiente actividad sin fin que mantenían en su interior las calefacciones funcionando a pleno rendimiento. Bajo esas condiciones quién en su sano juicio querría enfrentarse al gélido ambiente.
A poco que se aguzara el oído podría oírse cómo, procedentes de uno de ellos, llegaban apagados los sones furiosos de la trompeta de Lee Morgan, desgranando el clásico “Night in Tunisia” compuesto por Dizzy. No dejaba de ser chistoso el contraste existente entre el tema de esta melodía y el manto níveo que lo cubría todo.
Otros, los indicios característicos de la impaciencia asomados a sus tiritantes faces, permanecían por su parte a la vera de los vehículos, aguantando a pie firme, sin poder evitar que de cuando en cuando su mirada se paseara por algún espacio situado más allá de la barrera cercana, más en concreto en el otro extremo del puente.
Aguardaban…
…Aguardábamos.

Bien, creo llegado el momento de presentarme. Mi nombre, el verdadero, y habrán de disculpar la aparente falta de tacto, no importa demasiado. Pueden llamarme Jim, si así les parece, o, parafraseando a Melville, quizás sería más propio bautizarme como Ismael. Aunque ya puestos a ello tal vez el de Achab resultara más oportuno.
Yo soy quien se encuentra al mando del dispositivo aquí desplegado. Me pueden encontrar formando parte del segundo grupo, el de aquellos que permanecen (permanecemos) a la intemperie. Pero no es el tiempo presente el más adecuado para mi narración. Los hechos que les voy a referir ocurrieron hace unos años, durante una época en la que era mucho más joven, y quizás hasta más sabio. Un tiempo huido que a modo de personal tortura permanece indeleblemente fijado en mi recuerdo. Porque han de saber que a pesar de la amplia sucesión de años transcurridos no he olvidado ningún detalle de cuantos compusieron aquel acontecimiento.
Si me concentrara incluso sería capaz de recordar muchos detalles: los olores, los sonidos, y, muy especialmente, aquel frío, aquel maldito frío que se abría paso a través del abrigo, penetraba bajo la piel, hurgaba en tu interior mediante sus uñas gélidas, y acababa por emerger de nuevo entre temblores. Aquel maldito frío que aún ahora me hace despertarme por las noches, de madrugada, más muerto que vivo, más dormido que despierto. El frío y el chapoteo, aquel peculiar y rítmico chapoteo, característico de la nieve al ser pisada.

Cuando sentí el penetrante olor que desprendía mi guante apenas chamuscado arrojé rápidamente el consumido cigarrillo al suelo. Según mi costumbre lo pisé con mi zapato, sin reparar siquiera en la irrelevancia de aquel gesto. Después de todo desde el justo instante en que había entrado en contacto con la nieve que cubría el suelo la colilla se había apagado, no sin emitir un silbante siseo.
Con una estolidez carente de una recompensa inmediata había tomado la decisión de soportar sin más el glacial viento berlinés. Un viento que me traía a la mente muchos recuerdos acerca de los inclementes inviernos que hube de padecer durante mi infancia y primera adolescencia, allá en mi Bangor natal. Mi determinación de no permanecer sentado en cualquiera de los coches se apoyaba en la creencia de que todo esto, el sacrificio al que me sometía, a riesgo de contraer una pavorosa neumonía a pesar de encontrarme protegido por unas gruesas ropas de abrigo, y la espera de acontecimientos, desconociendo si el desenlace sería el esperado, seguramente merecían la pena. Además les confesaré que me encontraba demasiado intranquilo como para permanecer sentado, mucho menos encerrado dentro de un coche.
El estar al aire libre me permitía al menos disimular un poco la intranquilidad que sentía. Ya se sabe que cuando uno ostenta el mando la primera premisa ineludible consistía en anteponer a los propios sentires la necesidad de transmitir calma a tus subordinados. Aquí fuera me encontraba bastante visible, y si alguno de los miembros de mi dotación trataba de intuir mi estado de ánimo no podría descubrir muchas pistas a partir de mi congelado rostro. A este respecto el frío reinante me prestaba una gran ayuda a la hora de mantener mi máscara de gélida impasibilidad. Pura apariencia, es cierto, si bien un requisito ineludible.
No podría decirse que el panorama que mis ojos contemplaban resultara muy atractivo. Desde luego era insuficiente como para compensar por sí solo mis esfuerzos. No era más que un gélido paraje, una explanada a la vera de un caudaloso río helado. ¡Ah!, se me olvidaba, también había un puente: un río y sobre él un puente.
El puente, metálico como cualquier otro. Una obra de ingeniería en cuya construcción se primó la finalidad sobre las formas, una obra poseedora de un dudoso gusto estético, según mi imparcial opinión. Ni siquiera la colorista barrera, pintada verticalmente en toda su longitud con unas franjas blancas y rojas, conseguía prestarle un cierto grado de belleza. En su mismo centro, como para rematar la pasada impresión, trazada perpendicularmente de lado a lado, una ancha línea blanca designaba aquel punto exacto a partir del cual mis opiniones acerca de esta construcción podrían constituir un delito de injurias proferidas contra un bien estatal. Más allá…, una vez traspuesta dicha franja, se erigía una nueva barrera, gemela de la situada en nuestro extremo, como si no fuera más que su caprichoso reflejo, una barrera tras la que se encontraban ellos. Precisamente donde se percibía que concluía cualquier arrebato poético.
Le propiné una patada al soporte metálico, sin apiadarme ni por un instante de su indefensión. Mas que por calentarme los pies confesaré que lo hice empujado por un cierto ánimo infantil, inclinado hacia las travesuras, íntimamente tentado por la sucesión colorista de franjas que la adornaban. Como si quisiera, extraño pensamiento, desordenarlas por medio de mi ademán, hacerlas caer al suelo y, una vez conseguido mi propósito, deleitarme con la contemplación del dibujo que trazarían sobre la nieve.
Al metálico ruido originado por mi gesto algunos de entre ellos giraron sus cabezas hacia nuestro grupo, las carabinas al hombro, alertas. Ya expliqué que tan sólo se trataba de una travesura, una forma de aliviar la tensión sentida. Además ellos no eran otra cosa más que vopos [1], ¿no?
Como no deseaba desencadenar mediante mis diabluras, muy propias de un niño grande, ninguna clase de incidente internacional, habiendo además tanto en juego, me limité a consultar de nuevo mi reloj, a imagen y semejanza de las anteriores ocasiones, durante todos y cada uno de los quince minutos inmediatos, justo para percatarme de que sólo había transcurrido uno desde la última vez, y quince desde que di inicio al escalonado ritual, escalonado horizontalmente.
Maldito frío.
No podría afirmar que ellos carecieran de cierta perversidad. No ya la mostrada por los carteles propagandísticos, esa se les presuponía por convención, sino una modalidad aún más sutil y contundente. La fecha del canje había sido fijada en pleno mes de diciembre, la época del año en la que el mercurio tendía a despeñarse por el interior de los termómetros. Naturalmente a buen seguro que no habrían dejado de considerar esta circunstancia.
Asimismo se embarcaron en una discusión sin demasiado sentido acerca de cuál sería el escenario concreto para materializar el acto, el más adecuado según sus refinadas convicciones. Y cuando ya todo apuntaba a que se iba a efectuar en la Friedrichstrasse, muy cerca de la Kochstrasse, donde había una preciosa garita en cuyo interior se podía aguardar el tiempo que hiciera falta, los binoculares en una mano y una humeante taza de café en la otra, bien calentito merced a la calefacción instalada, en estas que había soplado el viento tornadizo y habían mudado su pasada decisión. La veleta comenzó a girar a semejanza de la bolita cuando danza en la ruleta lanzada a gran velocidad -¡hagan juego, fräuen und herren!- y se había designado una nueva dirección, la del puente.
Un paraje quizás más cinematográfico pero sin duda también mucho más inclemente.
Así que aquí nos encontrábamos, entre Potsdam (su país) y Berlín Oeste (nuestra zona), para más exactitud a la vera del Glienicker Brücke. Así que como bien comprenderán salvo contemplar las heladas aguas del Havel lo único que nos quedaba para matar el tiempo de espera antes que él mismo cometiera un acto similar con nosotros, aunque con una mayor lentitud digna de su paciencia inmemorial, era el disfrute de la visión de la densa e hinchada nube de vapor surgida de nuestras bocas en cada exhalación puntual. Aunque desde luego era mucho mejor no pensar en el frío reinante, presente en los mal disimulados escalofríos de todos los presentes.

Un chasquido de estática. Unas voces metálicas comunicaban nerviosamente por las bocinas de los transceptores que empezaban a vislumbrarse signos de actividad en la otra orilla. El gran momento por fin había llegado. Ladré una orden y el espectáculo arrancó.
Coreados cierres de portezuelas acompañaron a las respectivas aperturas. Se acentuó el chapoteo en la medida que más pies, mejor o peor calzados, pugnaban por no resbalar, precipitando de bruces a sus propietarios sobre la superficie del albo manto invernal.
Al otro lado se apreciaba la misma incesante actividad, las miradas ya más vigilantes, decenas de lentes pertenecientes a binoculares de diversos modelos orientados hacia nosotros, emergiendo de un tupido bosque de amenazantes Simonov, por ahora todavía sin apuntarnos, mas dejando clara su presencia; pensar sólo en la repetición caleidoscópica de las mutuas imágenes bastaba para marear.
He aquí el momento que aguardábamos.
A la luz de los focos nos era dable intuir en la distancia la figura fantasmal de una mujer. Con la ayuda de los prismáticos hasta podía comprobarse que el aura etérea que la envolvía, llena de materialidad, no desentonaba con la marcada palidez presente en su rostro, cuya forma concreta ni siquiera lograba ser resaltada por la presencia del fogoso cabello que lo enmarcaba. Permanecía seria, rígida y ojerosa, pero viva y a juzgar por la primera impresión, tal vez no demasiado fiable, sana y salva.
Lo habíamos logrado, tras meses y meses de duras negociaciones, en muchos casos al borde del golpeteo furibundo de la mesa en un elástico gesto con un zapato propio: Laura se encontraba al borde de la libertad.
Como jefe de nuestra delegación, culminada la positiva identificación, recaía en mí la obligación de dar la orden para mostrar a cambio a quien pasaba por ser nuestro ilustre invitado. Un eufemismo que encubría el habitual trato brindado a un prisionero de guerra (“nombre y número, soldado”; otros tiempos, otros métodos), aunque la naturaleza de esta, su secreto como común denominador, hubieran traído consigo como inevitable carga el empleo de ese y otros muchos términos. Meras pantallas con las que se enmascaraba la terrible realidad, aquella que, de no emplearse tales medidas higiénicas, nos observaría con faces vociferantes, repletas de ojos, siempre subyacentes unas razones ético-morales que desde hacía mucho habían perdido cualquier cualidad a excepción de su pomposo nombre. Vanos motivos que a nosotros, que sólo constituíamos unos meros peones emplazados sobre un escaque nevado, nos traían sin cuidado.
Alcé el brazo para bajarlo al instante.
A mi seña quien descendió de uno de nuestros automóviles, hasta entonces aislado confortablemente del contacto con el frío ambiente, resguardado en la comodidad de la limusina, se acercó hasta ponerse a mi vera, escoltado con firmeza a prudencial distancia por dos de los hombres que formaban parte de mi dotación. Sólo alcanzaba a distinguir de su rostro, tan familiar para mí al cabo de largas horas de incesantes interrogatorios, ahora protegido merced tanto al sombrero que portaba hondamente calado como a las erectas solapas del grueso abrigo que lo flanqueaban, unos brillantes ojos, hundidos pero vivaces. Unas notas que probaban la astucia animal que los animaba en su interior. Unos ojos enclavados sobre una nariz respingona, a la cual el probable abuso del alcohol decoraba con unos rojizos riachuelitos venosos, prestándole falsamente el aspecto de un bonachón padre de familia finisecular, una apariencia propia de un individuo tan común como muchos otros. Esa clase de tipos que uno bien podría encontrarse acodados en la barra de cualquier taberna, tomando una copa tras una cansina jornada laboral, sentados tras una mesa gris, tan gris como el resto de su existencia toda. Pero por debajo de ese aspecto corriente se percibían más cosas. Lo que yo veía en ellos era la burla implícita que rielaba en sus iris, sin intención de disimular el desdén implícito, el claro mensaje que se encontraba grabado a fuego en su torva mirada -me voy, vosotros habéis perdido-, precisamente la que provocó que tuviera que esforzarme todavía más para así detener el nacimiento en mi rostro de una media sonrisa burlona cuando le ordené que se descubriera. Un rutinario paso bien merecido, y al mismo tiempo un trámite imprescindible para que los del otro lado dieran el visto bueno a su identidad. Casi hasta se diría que había engordado un poco. A lo mejor ni le reconocían.
Se descubrió lentamente, tembló un poco, alegrándome con ello la existencia, justo hasta que su vasto orgullo de aristócrata, nacido allá donde se carece de clases sociales, pasó a dominar la situación de nuevo. Pero durante unos segundos tembló perceptiblemente. No me pasó desapercibido su movimiento espontáneo, por mucho que tratara de disimularlo. Para mí eso ya era más que suficiente.
El braceo de uno de ellos, a su vez elegantemente enfundado en un grueso abrigo y tocado con un shapka, supuso el visto bueno para que prosiguiera el desarrollo de la representación.
Imparable.
Ya todo marchaba según lo previsto. Si no fuera por este maldito frío…

Allá iban, cada uno avanzando hacia uno de los extremos del puente, en sentido opuesto. Me pregunté qué sentirían ahora mismo, mientras iban cubriendo los metros de pavimento de nadie, rectos hacia los mutuos grupos que les aguardábamos en ambos extremos, rodeados por los metálicos arcos pintados de ese terrible verde desvaído.
Nuestra atención se fijaba en sus andares: erguido y petulantemente orgulloso el de su Iván, como bien le correspondía a su contrastada personalidad. Grácil y juvenil, a pesar del lógico nerviosismo, el de nuestra Laura.
A pesar de la distancia que nos separaba no dejamos de percibir cómo los dedos de los vopos acariciaban la protección de los gatillos, en previsión de lo imprevisto. No por su imposibilidad, en nuestro negocio no existe nada que adquiera esa cualidad, se dejaba de pensar en ello; resultaba imprescindible. Nosotros a su vez también acariciábamos nuestras armas, ocultas cuidadosamente en sus pistoleras, bajo la ropa de abrigo. Tampoco confiábamos ciegamente en los del otro bando.
Los corazones, los suyos y los nuestros, marcaban como metrónomos helados la cadencia de los pasos. De nuevo había comenzado a nevar.
Cruzaron la línea central sin mirarse, a ninguno le importaba que el otro constituyera el pago ofrecido a cambio de su respectiva liberación, un vínculo que debería unirles estrechamente, incluso hermanarles. Mas no importaba, no importaba en absoluto, no cuando la libertad de Laura se encontraba tan próxima, tan cercana.
Iván ya se había reunido junto a su grupo, merced a sus trancos más amplios, más elásticos. A Laura, en cambio, más desfallecida, y aquí pugnaron por emerger de nuestras gargantas una serie de epítetos impronunciables, aun en momentos dotados de una excesiva tensión como los presentes, todavía le restaban un par de pasos para sortear la barrera situada de nuestro lado. Sólo unos pocos metros más, los últimos.
Luego nadie sabría de dónde había provenido exactamente, aunque eso ya no poseería la menor importancia.
Sólo un estampido, a un solo paso, sólo uno, pero uno fatal. De inmediato nos movilizamos en inútiles carreras sin sentido mientras ella abría sus brazos, como si quisiera dibujar una cruz, la suya propia, a cámara lenta, la sombra de la sorpresa adueñándose paulatinamente de su rostro, imparable, bajo el recién nacido estupor su cara tiñéndose poco a poco con un albo manto, blanco, blanco como los copos que caían sobre él.
Ladridos lejanos y voces por la radio, unas gesticulaciones de alto, suyas y nuestras, con intención de evitar que se produjera un tiroteo carente de finalidad, mientras, mientras tanto, entre la conmoción provocada, ella, Laura, en el fondo de los fotogramas proyectados a cámara lenta contra la pantalla nívea, continuaba cayendo, cayendo y cayendo, ajena a la agitación de la cual era la principal causante, como otorgándole un poso de serenidad en contraste con el hormigueo incesante que se había desatado a ambas orillas del río.
Caía, caía, caía. Caía hasta componer, en el preciso momento en que su cuerpo acababa por tocar el albo suelo, su mano extendida quiso sin fortuna, en un último intento por aferrarse a algo, por detener la inevitable caída, para no sumirse en el frío que la aguardaba, rozar apenas durante un instante la barrera a franjas rojas y blancas, como si fuera un salvavidas que hubiera sido lanzado demasiado tarde, demasiado tarde para ella y para nosotros mismos, un esponjoso, horrísono chapoteo.
Y el viento principió a soplar, el viento y aquel maldito frío, aquel maldito frío que me acompaña desde aquel entonces.
El maldito frío y el sordo chapoteo.


[1] N.A. Guardas de fronteras, palabra procedente del término alemán volkspolizist. En la madrugada del 13 de agosto de 1961 se comenzó a erigir el llamado Muro de la Vergüenza. En un principio estaba compuesto por alambres de espino y sillares de hormigón mas a no mucho tardar terminó convirtiéndose en un consistente muro que se extendía a lo largo de unos ciento cincuenta y cinco kilómetros.
Bosco fecit.

2 comentarios:

El Holandés Herrante dijo...

Buenas. Por medio de este comment, quería pedirle que, cuando pueda, me envíe una reseña de su blog como así también una personal, para publicar en mi reciente página de links dentro del blog. De quererlo, puede adjuntar una imagen, banner, fotografía, etc. para ser anexado al texto.
Espero su contestación a lospuertosdelholandes@hotmail.com desde ya disculpe las molestias ocasionadas.
Saludos Herrantes…

Anónimo dijo...

Ya se lo he enviado, tal y como me solicitó. Si hubiera algún problema no dude en dejarme un coment.
Un saludo.