El hombre que me sirve el primer café de la mañana me odia. ¿Cómo he llegado a la conclusión de que quien se mueve tras la barra alberga semejante sentimiento contra mi persona? Nada más fácil. Tenazmente cada mañana pugna por abrasarme las amígdalas mediante el menjunje que con bastante liberalidad denomina café. Con porfía se obstina en servírmelo hirviente como el mismo infierno. Tan negro que ni dos sobrecitos de azúcar bastan para mitigar apenas su amargor. ¿Por qué aún a pesar de ello sigo acudiendo día tras día a su establecimiento?
Bueno, mi psiquiatra argumenta que se trata de una reminiscencia de mi ya abandonada etapa como católico recalcitrante. Según él me encuentro necesitado de la administración con cierta frecuencia de una liturgia dolorosa y culpable. A menudo me he preguntado si no acabaré enfundado en una camisa varias tallas más pequeña, rodeado por paredes acolchadas y atendido con solicitud por sonrientes cuidadores que me responden a todo que sí. A ese respecto se ha mostrado tajante. El número de ateos se ha incrementado en las últimas décadas hasta tal punto que las instituciones mentales se han visto abocadas a tomar una resolución, la de autoimponerse la directriz de no aceptar el ingreso de nadie que sufra ese tipo de delirios. No sé qué me ha tranquilizado más, si saber lo atestados que se hayan tales centros o la consciencia de que existan otros como yo.
Pues les contaba que todas la mañanas acudo al mismo establecimiento. En cada visita mi lengua es abrasada hasta tal punto que ya ha empezado a ennegrecérseme. Mi médico de cabecera trata de quitarme ésta y otras ideas de la cabeza. Yo no le hago mucho caso porque en su fuero interno sin duda alberga la idea de que se enfrenta a un hipocondriaco crónico. A mí no me importa que mantenga tal pensamiento. Más bien disfruto por anticipado con el día en que, muerto definitivamente, le haga percatarse de su grave error. Me lo imagino ante mi ataúd, propinándose fuertes golpes en el pecho a modo de gesto de contrición. Cada vez que visiono esta escena apenas logró reprimir la risa.
A todo esto, cuando participo estas bellas imágenes mentales a mi psiquiatra, éste, hombre de continente impasible, se limita a mirarme con ojos neutros. Sólo interrumpe su vacío gesto para garrapatear algunas notas en su libreta. Sin duda el juramento hipocrático le impide levantar afirmaciones injuriosas contra un colega.
Quien me pone el café, cuando le hablo de mi psiquiatra, me dice que son todos iguales, que están como auténticas cabras. Y para reforzar su argumento se da golpecitos leves en la sien. Con ese ademán pretende mostrarme que con su opinión sienta cátedra.
Yo empiezo a sospechar que su odio proviene precisamente de que no atiendo a su consejo. En la próxima consulta le contaré mis deducciones a mi psiquiatra, si es que para entonces no he carbonizado mi lengua ante la pasividad indiferente de mi médico.
Bosco fecit.
No hay comentarios:
Publicar un comentario