-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 2 de abril de 2010

BUENAS NOCHES, REALIDAD




Cuando de madrugada aporrearon en su puerta Diego Duque se despertó sobresaltado. La imagen que irrumpió en su mente, todavía dormida, fue la de un incendio declarado en el edificio. Siempre había temido morir carbonizado. No era más que una fobia, como otra cualquiera, cuya recurrente presencia en sus pesadillas se extendía desde la niñez. Mientras emergía del sueño los golpes arreciaron, desvelándole ahora sí ya por completo. A duras penas arrastró sus zapatillas hasta la puerta, antes de que quien fuera el que anunciaba su presencia de tal forma terminara por echarla abajo definitivamente.


A la leve luz del pasillo, la hoja entreabierta, aparecieron dos hombres muy trajeados, con sendas miradas que le escrutaban de arriba a abajo. No cabría extrañarse por la actitud de ambos desconocidos, a la vista del aspecto que él presentaba. En su aceleración no se había cubierto ni tan siquiera con una bata por lo que se ofrecía en calzoncillos, calcetines y con los pies embutidos en un par de tristes zapatillas. Desde luego su imagen se encontraba lejos de ser calificada como de muy presentable. Al menos si se la comparaba con aquellos trajes oscuros, corbatas listadas y camisas color amanecer en la Bretaña francesa.


Sólo le duró un momento el sentimiento de vergüenza. Justo hasta que comprendió que sólo unos minutos antes aquel par de figurines habían tratado de abatir la puerta de su domicilio. Posiblemente en el bloque se celebrara una fiesta de disfraces y habrían confundido piso, vivienda y francachela.


Su intento de hacerles patente su error fue abortado por una cartera negra, pegada a sus narices con rápido ademán. Encadenó su visión con la de una identificación plastificada incluida en su interior.


- ¡¡Sanidad!! Tenemos que registrar su vivienda. ¡Hágase a un lado, rápido!

El ladrido lo profirió el más alto de los dos. En verdad que era alto, a su lado su compañero se asemejaba a una simple mesita. Moreno, muy moreno, con rostro picado de viruelas y unos ojos como dos piedras de hielo.


- Desearíamos echar un vistazo a su casa, si nos hace el favor.

Esto lo dijo el más bajo, con voz meliflua, muy a tono con su rubio pelo y con unos dulces ojos aniñados. Se asemejaba a un querubín que hubiera sacado a pasear de madrugada a lo que resultaba ser un cruce de san bernardo y dogo.


Si hasta ese preciso momento Diego Duque se hayaba con toda propiedad dormido al punto pasó a encontrarse clínicamente sorprendido, modalidad encefalograma casi plano con leves picos de actividad.


¿Sanidad? ¿Registrar su casa?

- Le han denunciado de forma anónima, señor Duque. Nos han informado de que es usted un fumador-. El cruce de san bernardo y dogo se estaba impacientando por momentos-. Disponemos de una orden judicial que nos faculta para registrar su casa. ¡Hágase a un lado! - El grado de impaciencia se incrementaba-. ¿Le hemos mostrado nuestras credenciales, señor Duque?


- Será un momento, pura rutina, permítanos entrar, por favor.

Al tiempo que pronunciaba tales palabras el rubio bajito le enseñaba un documento que olía a oficial desde el mismísimo encabezado hasta las firmas y sellos estampados al pie. Por entre medias un torrente de letra negra, muchas de las palabras resaltadas en negrita y alguna que otra con la que se le amenazaba con las penas del infierno, en el supuesto de oponer la más mínima resistencia a aquel atropello.


No les costó mucho hacerle a un lado y franco el paso traspasar el umbral. Aún permanecía en el hueco de la puerta principal, perplejo, cuando los primeros cajones empezaron a rodar por el suelo. Como un autómata se giró, y alcanzó a ver en su plena extensión el significado de la palabra desorden. Sin contemplación alguna, con una eficiencia muy profesional, su contenido se hayaba disperso a lo largo y ancho del salón. Entre tanto los dos individuos ejecutaban un baile macabro de mueble en mueble, coreografiado por algún jefe de negociado sin mucho sentido estético.


¿Sanidad? ¿Denuncia anónima? ¿Registro? Vocablos que rebotaban de neurona en neurona por su aturdido cerebro. ¿Qué era toda aquella pantomima? ¿Alguna broma pesada maquinada por un amigo gracioso? Porque desde luego todo aquello no podía estar ocurriendo realmente. Demasiado surrealista, máxime si él mismo estaba asistiendo a aquel ballet vestido de aquella guisa.


Cierto era que últimamente las leyes en contra de los fumadores se habían endurecido hasta un extremo inimaginable. Al principio a pequeños pasos, comenzando por no tolerar el consumo en los servicios de transporte. Envalentonados, los legisladores habían extendido la prohibición con grandes trancos a los locales públicos. Con sorna y chistes se habían recibido entre la ciudadanía las esquelas amenazantes impresas en las cajetillas y los cartelones con los que se habían decorado los cartones. Menos gracia produjo la campaña sustituyendo a las anteriores por instantáneas mostrando a enfermos terminales, los estertores de la muerte grabados en las pupilas. No pocos artistas gráficos, hasta hacía nada relegados a las salas alternativas por poseer unos gustos estéticos un tanto particulares, habían encontrado oportunidad para exponer su sentido del buen gusto componiendo “collages” con órganos tumefactos. El grado de abstracción artística disponía de un nuevo soporte para su promoción. Lo siguiente fue la penalización tanto de la venta como del consumo, aplicándose gravísimas penas a cuantos infractores localizaran las fuerzas del orden público. Por supuesto, la naturaleza humana, ácrata en su esencia, hizo que el consumo privado, a escondidas, se disparara. En semejante desierto floreció un mercado negro, a todas luces ilegal, en el que se comercializaba cualquier tipo de vegetal enrollado en papel de arroz.


Había oído comentar en voz baja acerca de la ejecución de redadas en barrios deprimidos. Muchos hablaban de coches oscuros sin distintivos de los que se apeaban individuos con cara de pocos amigos, de detenciones en plena noche e incluso de encarcelamientos sin juicio previo, o a lo sumo con un tribunal de trámite y farsa. Pero eso nunca le había ocurrido a la gente decente y bien pensante. No a personas como él. Al menos no hasta ahora.


En esas un grito triunfal pronunciado por el más alto le sacó de sus cavilaciones. En alto blandía una caja de la que asomaban con timidez las cazoletas de unas pipas bellamente trabajadas.


- Señor Duque, ¿puede explicarme qué es exactamente esto?


No fue un ladrido, sonó más bien como un ronroneo felino antes del fatal salto sobre el cuello.


- Pues es mi colección..., mi colección de pipas... Dispongo de licencia para ellas. Soy coleccionista, ¿saben?


Ni siquiera hizo falta que se la pidieran. Abandonado por completo su porte de estatua atravesó como buenamente pudo aquel desorden para buscar el documento en su dormitorio. Mientras lo hacía pensaba que se encontraba inmerso en la tan manida película de policías: el bueno con modales y el peor con mala leche.


Tras examinar en todas las posiciones imaginables el permiso extendido por el Ministerio del Interior, incluso al trasluz, prosiguieron con la labor interrumpida por el hallazgo. Una vez desordenado convenientemente el salón el siguiente objetivo lo constituyó la alcoba. Las primeras en rendirse fueron la mesita y la ropa de cama. Sobre sus cadáveres acabaron yaciendo lámpara de noche y cuadros.


Iniciado el ataque contra el armario no fue de extrañar que no tardaran en encontrar el paquete. Se encontraba envuelto con un foulard de seda, entre las toallas apiladas. El querubín fue quien extrajo de su envoltorio el objeto, antes de pasárselo con un leve cabeceo a su compañero. Con ese gesto no pretendía mostrar precisamente compasión, tal y como prontamente comprendió Diego Duque.


Como si a su vez también solicitara algún auxilio el cenicero de cristal de Murano centelleó bajo la convergencia de las luces del techo con la de la lamparita medio arropada en el suelo.


- ¿Cómo explica la presencia de esto, señor Duque?
- Es un simple cenicero...- tragó saliva -, una joya única..., siglo XVIII. Una obra de arte...

Ya no sentía miedo por él. El temblor con que había pronunciado su explicación lo causaba la visión de la bella factura de cristal tallado reposando entre las zarpas del cruce de san bernardo y dogo. Lo siguiente que sintió fue el horror, justo cuando un estrépito anunció que acababa de hacerse añicos contra el suelo.


- Imagino que será consciente en toda su plenitud de que la simple tenencia de un objeto como ese constituye un delito muy serio, señor Duque.
- Le hemos hecho un favor, es por su bien.


Mientras agachado acariciaba los fragmentos irisados, desperdigados por el suelo, no dejó de notar la ironía implícita en el comentario. ¡Por su bien? ¿Es que se habían vuelto rematadamente locos? ¿Cómo podía destruirse algo tan bello y sin embargo llenarse al tiempo la boca con palabras como aquellas?


Se irguió y con los labios temblando a causa de la emoción y la ira mal contenidas les soltó:


- ¡¡Basta ya!! ¡¡Deténganse ahora mismo y salgan de mi casa!!


El más alto, ante su explosión de justa cólera intentó aproximarse a él mostrando no muy buenas intenciones. Le detuvo el brazo de su compañero, quien no apartaba sus ojos aniñados de la persona de Diego. Una vez que comprobó que ya se había calmado lo suficiente, y sin apartar su vista del pobre hombre que mostraba la osadía de enfrentarse a ellos patéticamente vestido, le habló:


- Ha sufrido usted un ataque de nervios, ¿no es así, señor Duque? - La voz susurrada, como la de un hipnotizador en plena faena, las pupilas en todo momento fijas en los suyas. -. Usted no quería decir realmente eso - Un leve poso amenazador contrastando con el gesto aniñado de su cara -. Lo cierto es que nos está agradecido por la deferencia que acabamos de tener con usted. - Una pausa en la que sólo se oía la respiración fatigosa de Diego, acelerada durante su ataque de ira. - La cárcel es un lugar muy feo, ha de saberlo. No aguantaría mucho tiempo allí. - Otra pausa, aún más larga que la anterior. - Ahora usted se quedará muy quieto, ¿verdad? Nos va a dejar concluir nuestra tarea, señor Duque. Y desde luego no va a volver a interferir. Prestará toda su colaboración, quedándose muy callado, claro está. No empeore las cosas, por favor. - El tono casi ofendido le hizo avergonzarse un tanto, por un momento hasta había deseado pedirles perdón. Aquella maldita cara aniñada: una cobra vestida con piel de cordero, igual de hipnótica, y de letal. - La obstrucción es un cargo muy pero que muy serio. En el supuesto de que no hallemos nada nos iremos, y aquí no habrá ocurrido nada en absoluto. A no ser que realmente oculte algo y quiera ahorrarnos la molestia confesando...


Si en aquel momento se hubiera hallado ante un ofidio no hubiera sentido menos miedo. La mirada del otro le taladraba el cerebro, podía sentir cómo trataba de rebuscar en su interior, penetrar en sus pensamientos más ocultos y apropiarse de lo que de ningún modo le pertenecía.


- Así está mucho mejor, señor Duque. Ahora, con su permiso...


No había encontrado nada hurgando en su mente por lo que sin esperar respuesta alguna para su petición ambos prosiguieron el registro continuando por el resto de la casa. Él, por su parte, desmadejado interiormente, se mantenía erguido, plantado en el centro de la estancia, ajeno por completo a la frenética actividad desarrollada por los dos funcionarios.


- ¡Carajo!, está limpio. Hemos perdido el tiempo.


Con estas palabras el grandote dio por concluido el estropicio. Mas sería el bajito el que nuevamente se dirigiría a Diego.


- Bien, ¿lo ha visto? Ya nos vamos. Qué tenga felices sueños, por favor.


Ambos pasaron a su lado, rozándole con sus elegantes trajes, el infante y el perrazo. Desde la puerta el segundo todavía le ladró algo más:


- Pero tenga mucho cuidado, podríamos regresar.


El portazo le sacó de la catatonia. A su alrededor yacían en amasijo ropas y enseres, colchas y cuadros, lámpara y cajones, todo aderezado con los restos del cenicero y de su propia vida e inocencia también rotas al igual que el antes bello objeto. Tarde comprendía que habían acabado yendo a por él.


Con los hombros hundidos arrastró de nuevo las zapatillas, esta vez hacia el cuarto de baño. En su celo no habían dejado nada en ninguno de los estantes. Se aproximó a la bañera abriéndose paso entre frascos de tranquilizantes, tubos de pasta dentífrica y botellas de gel de baño. Con mano temblorosa cogió la ducha y proyectó un chorro de agua gélida sobre su cabeza. No sabía muy bien lo que hacía pero necesitaba hacerlo de todas formas. Sólo fueron un par de minutos. Cuando terminó ni siquiera se paró a secar el agua que corría por sus hombros, empapando los calzoncillos y dejando regueritos en los calcetines.


Tras acunar de nuevo la ducha en su base estiró el brazo hacia un azulejo de la pared que sobresalía unos milímetros sobre los demás. Sólo un ojo muy entrenado se habría percatado del detalle, achacándolo incluso en un primer momento a algún defecto de construcción. Afianzó las uñas y tiró fuertemente para sí. Al retirarlo se mostró un hueco del tamaño de un puño por el que introdujo la mano. En ella extrajo un cigarrillo toscamente liado y un encendedor de gasolina. Aquel olor a combustible, pensó con ironía, conjugaba perfectamente con su estado de ánimo.


Mientras aspiraba el humo acre del tabaco, gentilmente trémulo, una imagen llenó su campo de visión: figuras humanas metamorfoseadas en cerdos bajo un iridiscente atardecer en Venecia.


Bosco fecit.

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