-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 20 de junio de 2008

SIN TÍTULO


Sinceramente dedicado a doña doña: fugaz pero intensa presencia.

El relato que a continuación presento es susceptible de enfocarse desde múltiples puntos de vista. Sería una muestra de pretenciosidad por mi parte acotarlos mediante la designación de un título concreto, algo que desde luego no puede estar más lejos de mi intención. Ahí reside la explicación del título empleado.

Humo.
Olor a pólvora.
Barro.
Gemidos que se extinguen.
Sangre.
Bailoteo de ensangrentados estandartes. Fina lluvia que envuelve húmedamente los cadáveres. Despanzurrados caballos yaciendo en amargo amasijo, entremezclados con pertrechos e infantes. Marionetas herrumbrosas de cortados hilos.
Horror.
Muerte.
Flota en el aire el espíritu del vozarrón del coronel. Aún puede oírselo, imponiéndose claramente sobre los relinchos de agitadas monturas, sus dueños a duras penas conteniéndolas. Sí, aquellas órdenes finales: ¡al paso!, ¡al trote!, ¡al galope!,… ¡a la carga! (y finalmente ¡al desastre!).
Ciento veinticuatro jinetes abocados a una carrera en cuya meta final nadie osaba pensar. El retumbar de cascos y el grito común que superaban a los metálicos sones de la corneta los acompañaban; restos de varios diezmados escuadrones en pos de su personal Elíseo. Mas hasta no pisar tan fragantes campos los envolvía como un manto una densa nube de polvo, tierra que ni la lluvia ni la sangre habían humedecido aún. Sedienta y deseosa como los generales de luengos y finos dedos que manejaban los peones a prudencial distancia.
Avance caballo sobre torre.
Antes ciento veinticuatro soldados de caballería, otros tantos cadáveres ahora. Bajo un plomizo cielo varios moribundos acometían el ímprobo esfuerzo de demostrar a sus propios oídos, embotados por el fragor y la pólvora del combate, que su supervivencia no era un sueño (y hasta era posible que fuera cierto). Con ahogados y desgarradores quejidos no solicitaban ayuda, la imploraban: creyentes y descreídos, orgullosos y cobardes, todos juntos invocaban a su propio dios, bien dotado éste de carácter divino o de mera dignidad terrenal. Mas sólo recibían la contestación del viento, moviendo con suave y ondulante tableteo los rasgados estandartes. Y allí, entre toda aquella temerosa grey, permanecía postrado el capitán Alberto Segura, aprisionada fuertemente su pierna por el inmóvil y aún tibio cuerpo de su cabalgadura. Tendido en el barro, barro entremezclado con su propia sangre, la cual no dejaba de manar, como si de una grotesca fuente se tratara, del inhumano boquete abierto en su abdomen: la bayoneta de un infante enemigo había rebuscado vorazmente entre sus tripas antes de que pudiera matarla. Infructuosamente, una y otra vez, taponaba la turbia herida con terrosas manos, pero la persistencia de la líquida esencia vital se deslizaba paso a paso, lentamente, serpenteando entre los rígidos dedos.
Veintidós años: su primera batalla, su último combate. A duras penas mantenía la verticalidad de la copa que llena de rabia borboteaba en su interior. Lo ayudaba el dolor lacerante que contraía las garras que antes eran manos y borraba todo rasgo de humanidad del crispado rostro cuya extremada juventud los estragos del barro no habían marchitado. Veintidós años. Pospuestos indefinidamente todos los planes vitales de forma tan brusca sólo restaba entregarse al sufrimiento.
Desde la cautiva pierna hasta las puntas de los rubios cabellos lo recorrió un escalofrío tan intenso y súbito que su colbac, roto el barboquejo, rodó grotescamente simulando una descarnada calavera, chapoteando y provocando el volador remontar de un asustado cuervo negro. Sin otra música ni adicionales e innecesarias ceremonias, casi de puntillas, impropio gesto de deferencia por su parte, daba comienzo el reinado de la inhabitualmente tardía y deseada fiebre.
A pesar de que ningún cirujano, por templado pulso y buena mano de los que estuviera dotado, podría hacer nada por él (como así le advertía superfluamente el sordo latido bajo sus húmedas manos), ansiaba su presencia con todas sus harto menguadas fuerzas. Quizás porque así la soledad no sería tan completa. Una sensación de desierto inhabitado le embargaba y la visión de aquella grisácea bóveda esponjosa que se diluía lentamente sobre su cuerpo no servía para mitigarla. A duras penas se solivió pero el latigazo subsiguiente le postró de nuevo. Ningún alivio le había producido el fugaz atisbo del cadáver de su asesino, curiosa palabra cuyo significado había creído claro hasta aquel día. El infante enemigo, la cabeza hendida por un sablazo, reposaba, si es que tal verbo podía conjugarse con la expresión de horror que sus ojos comunicaban, muy cerca de él, enfundado en un uniforme que a todas luces le venía grande. Casi aparentaba ser un chiquillo. Otro joven, otra víctima… No. Aquello era la guerra. Se mataba o se moría, matabas o morías. Así de simple. La idea del honor desaparecía en cuanto a uno le ensartaban con una bayoneta para arrojarle de su caballo. Era un efecto instantáneo. Pataleabas y movías el sable en todas direcciones hasta que la hoja era frenada por algo duro y consistente, y entonces rezabas por lo más sagrado por que se tratara del cuerpo del adversario, no una piedra o la propia montura. Si no era así vivías. Así de simple.
Tan simple como su propia obligación: el cumplimiento de su deber, concretado en esta ocasión en la toma de una posición para cuya defensa se interponía una batería de vociferantes cañones. Ni su propio coronel, bregado militar, logró contener un ligero y sincero temblor, comprensible reacción humana, al leer la terminante notificación de la suprema orden. Y el capitán Segura, que en su personal altar anteponía la dura figura de su impasible y adusto jefe a la del dios de sus mayores, de cuya existencia, a decir verdad, nunca la más mínima prueba había recibido, no pudo menos que sobresaltarse. Mas la pericia que la experiencia otorga a los dispuestos a recibirla permitieron al alto oficial su pronta, más bien inmediata, reposición conteniendo la visible resquebrajadura que principiaba a abrirse en la fe de su neófito acólito.
El destino, entidad caprichosa de torcidos senderos, quiso que al correo una bala (perdida o certera, a éste, ser conformista en vida, tampoco le importaría mucho una vez muerto cuál era su modalidad) le descerebrara transcurridos escasos minutos desde la entrega del hermético mensaje. Pero algo que habría podido tomarse como un aciago presagio no fue siquiera considerado levemente por unos hombres ya demasiado ebrios por el olor a muerte. No se razonaba, se obedecía. En cuanto al papel fatal, mudo testigo del drama que inexorablemente se avecinaba, el viento que se empezaba a levantar no hacía más que corroborarlo, no tardó en desaparecer empujado por el naciente vendaval, aún leve brisa.
Lo que a la víspera eran nervios y comentarios enardecidos, siendo la finalidad de los últimos la de ocultar a los primeros, y velar de armas, ahora se había trocado en la interminable espera con el deseo subyacente de que diera comienzo la inevitable lucha. Una vez repartidas las órdenes el efecto era instantáneo: salvo lo en ellas señalado lo demás adquiría la condición, y la consideración, de lo puramente accesorio. El enemigo delante, los amigos alrededor y tras uno mismo. Muy simple.
En el caso de los mandos la simplicidad aún alcanzaba superiores cotas. A excepción, ha de matizarse debidamente, del infortunado coronel que había encabezado la fatídica carga: un cañonazo enemigo (o bien pudo ser propio, él también era un tanto conformista en el fondo) lo había volatilizado literalmente en compañía de su relinchante e inseparable montura. Un grito inhumano dado su extremado desgarro, una ruidosa humareda acre y finalmente una breve lluvia en la que las pellas de barro no eran ni la sustancia predominante ni la que le prestaba cierta consistencia. El militar había visto cumplido su deseo (multitud de veces expresado a sus tropas en incontables e inflamadas arengas): el de formar parte de sus hombres. Así de fácil. Pero no, los que imprimían el continuo movimiento a la poderosa bola, el motor primigenio que agitaba, ora espasmódicamente, ora con mayor celeridad, aquel vistoso entramado permanecían ajenos a sus fatales efectos y consecuencias.
Avance peón sobre alfil.
Alamares impolutos y entorchados definidores de encumbrados rangos. En sus anchos pechos, merced al aire que los inflaba, entre brandeburgos de abigarrado diseño brillaban las condecoraciones ganadas en cien victoriosas batallas perdidas. Mientras sus soldados, egoísta posesivo, se batían en la llanura armas en alto, únicamente blandían enhiestos sus catalejos. ¡Cuánto les había admirado el joven capitán! ¡Cuán poblado había permanecido su personal panteón! Un sentimiento ya caduco y más propio de los felices días de la Academia y no de aquel muladar de ambiciones sobre el que sólo regía la Parca.
A su salida del sacro recinto militar no era más que un oficial de caballería recién graduado, un soñador de sueños prestados. No había cabida en su pensamiento, tal era su extremada bisoñez, para otra cosa distinta de las enmarcadas batallas pictóricas que pendían de las paredes de largos corredores. O los propios uniformes de gala evolucionando galantemente al son de la música, bajo la mirada de cristal de esplendorosamente diamantinas arañas, al fin y al cabo una inaprensible metáfora de una incruenta batalla.
Mas hete aquí que la definitiva y omnipresente realidad había colisionado de la manera más cruda y violenta con toda esa poblada irrealidad, frenando a la fantasía en su brioso y desbocado cabalgar. Porque ahora sí le rodeaba la vacía realidad: una yerma llanura fertilizada con la juventud de los cuerpos de amigos y enemigos, en burlesca mezcla, cuya inmovilidad sólo trastocaba la trémula fiebre.
Y es que la fiebre, testaruda como ella sola, trataba de modificar el lógico devenir de los acontecimientos: los compañeros de armas, inanes restos hasta un instante antes, parecían recobrar su perdida movilidad; con gestos lentos y ademán pausado, como desprendiéndose de las tenues pero pegajosas telarañas entretejidas por la muerte, se erguían majestuosamente uno sí y otro también. Dragones de abollada coraza y desgarrados dormanes conteniendo a rijosos húsares se le aproximaban en silencioso círculo, dispuestos a velarlo.
En ese preciso momento la vio.
Al principio una silueta recortándose tras aquel velatorio de fantasmales camaradas. ¿Un producto de su fértil imaginación, tal vez azuzada por su febril estado, o quizás la esperada respuesta a sus insistentes y mudas peticiones de auxilio? Se aproximaba más y más, y a medida que lo hacía se intensificaba el dolor largamente olvidado que le atenazaba. El latigazo, doloroso aviso de su pierna aprisionada, pareció devolverle temporalmente la lucidez, arrebatarlo del férreo dominio de la seminconsciencia. Extintos los marciales veladores, simples nubes de humo dispersadas por el viento, la figura aún ocupaba el mismo lugar. Permanecía allí, inmóvil, a una distancia un poco mayor al caduco alcance de su perdido sable. Una vez enfocada su vista la sorpresa le envolvió: una mujer. Aunque la forma más precisa para definirla sería denominarla presencia femenina: parecía dotada de una esencia ajena a lo corpóreo, manifestada en su perfecta integración con el entorno que la rodeaba; una alta joven cuya esbeltez ocultaba parcialmente sin gazmoñería un albo vestido sin entallar, reposando reciamente sobre él un capote marrón oscuro. Pero nada de todo esto le atraía, el imán bajo cuyo poderoso influjo se sumía poco a poco era el misterioso rostro: pálido como sus largas manos, contorno triangular enmarcado por una cabellera tejida con alas de cuervo, tal era la oscuridad de su condición; la boca de tan prieta semejante a una roja y fina herida. Y los ojos…, sobre una fina y levemente respingona nariz dos fogones verdes fijos en los suyos.
Antes de que se interrogase en busca de una explicación satisfactoria de aquella presencia, le envolvió súbitamente un gélido sudor. Nacido en la boca del estómago y radialmente desplegado por todo su maltratado cuerpo, se asemejaba a una frigidísima bocanada que penetrando a través del boquete abdominal hubiera enfriado paulatinamente sus entrañas a medida que avanzaba. Pero no podía acusarse a la fiebre; en aquella sensación podía descubrir cierto poso atávico, el regusto de algo que no sólo era suyo, no lo sentía como propio, algo compartido con el resto de seres humanos, algo… indescriptible.
La Mujer, la Señora.
Inmediatamente se inició el desfile vital ante sus entrecerrados ojos, no lento y ordenado sino incontenible, a borbotones. Meras sombras chinescas al principio, un continuo de imágenes superponiéndose a sensaciones, sensaciones que se superponían a emociones…
Unos padres fallecidos tiempo ha. Militar seco y autoritario él. Parco en palabras y aún más en afectos. Una carrera de brillante historial truncada por la poca compasiva metralla. Ella la perfecta anfitriona de recepciones y bailes largamente comentados y en menos tiempo olvidados. Años y años de estudio sobrevolaban el entrecano y poblado mostacho del volatilizado progenitor. Silencioso flotar del tabaco de pipa de su preceptor. Declinaciones latinas y sentencias en griego conscientemente olvidadas. Rosa, rosa, rosae,… ¡nang! Un adusto edificio y nuevo tañido (¡nang!): la Academia Militar.
Fue un cañonazo no menos real que la sonora campana el que le despertó con una fuerte convulsión. Ahora su pensamiento libaba en una idea tras otra, saltando entre ellas cada vez con mayor celeridad. Muchas ideas y una única sensación de fondo: la nada. La más absoluta desolación le dominó. Veintidós años y ningún logro: favores sociales logrados merced a la mediación más o menos discreta de su persistente madre, estudios desaprovechados de los que sólo le restaba una fuerte afición al buen tabaco de pipa, y, en fin, una entrada en la gloriosa Academia no poco gratamente lubricada y rubricada gracias a fama y contactos paternos.
Honor, bravura, honestidad; avance peón sobre torre.
Nada.
Dad a un hombre algo por lo que luchar, cualquier cosa, y se batirá en su defensa hasta el fin; arrebatádselo y nada estará dotado de sentido para él. Así se sentía aquel viejo joven capitán. Su vida: un vacío insondable; aquello por lo que había jurado luchar, incluso hasta la material pérdida de su ser: algo sin valor. Sólo quien haya construido castillos en el aire en torno a un objeto de áureo aspecto, para acabar descubriendo posteriormente la brusca vulgaridad de la garantía (mero metal brillante), bien porque haya sido objeto de un engaño o siendo simplemente él mismo su único estafador, podría comprender la situación en toda su crudeza. Allí yacía, perdiendo su sangre gota a gota en virtud de un tristemente poco meditado juramento.
El grito brotó de lo más profundo de su interior, rebotó en el paladar y emergió por su boca en su máxima brutalidad; navegó raudo en el silencio, perdió el rumbo en varias ocasiones y finalizó su periplo encallando a la vera del oficial. La retornada concurrencia de espectros, todos los ojos fijos en él, no se inmutaron.
Nada en el momento de la nada, todo pasado ya inalcanzable. Sin camino que recorrer y definitivamente perdido se dejó mecer por el verdoso fulgor emanado de la presencia. Mas no debía ser así, algo debía quedar, y le restaba poco tiempo para emprender su búsqueda.
Miró a la Mujer y se topó con la misma frialdad inicial: impasible, hierática. Entonces la semilla germinó en su cerebro a la tibia luz: tenía que ser él mismo, no su padre, su madre, el coronel, el tutor o el ejército; sino él. Al menos ahora lo viviría (anacrónica palabra en tal momento) como Alberto Segura.
Y la Mujer, mudo espectador del drama allí representado, se limitaba a esperar, aguardando, como siempre.
En esta ocasión los sonidos no embarrancaron sino que confluyeron rectamente hacia sus oídos: pasos y cuchicheos cruzados entre personas que se aproximaban. Por detrás de la Señora vio como se acercaba una cuadrilla de infantes enemigos, un hatajo de soldados que por expeditivos métodos aliviaban con ligereza el sufrimiento de los moribundos, más por razones crematísticas que impelidos por una pura compasión. Junto a ellos creyó ver, aunque sólo por un momento, a un denso militar de engalanado uniforme y penachado gorro, portando una refulgente medalla sobre un mayestático cojín de raso. Pero sólo por un instante, enseguida se desdibujó, haciéndolo en último lugar el entrecano y poblado mostacho.
No lo necesitaba.
Y el anciano joven oficial cerró lentamente los ojos.

Uno más, aunque no portaba tantas riquezas como sus involuntarios predecesores. Al pobre diablo le habían escarbado hasta casi el borde de la literal división: cochina guerra. El rematarle había sido una gesto de (hipócrita) caridad.
Se alejaron del yacente cruzándose, sin verla, con una encorvada anciana de límpidos ojos verdes, los cuales no se alejaban, fijos en él, del cuerpo de aquel niño oficial. Al fin uno de ellos rompió el tenue silencio y con voz cavilosa que se llevó el viento dijo: “Lo más curioso es que no ofreció resistencia alguna; casi juraría que le vi sonreír”.
Y la niebla continuó extendiendo su manto.
Blanca.
Pura.
Jaque mate.

Bosco fecit.

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