-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

miércoles, 24 de marzo de 2010

RECÓNDITA TRISTEZA



“Recitar! Mentre preso dal delirio
non so piu quel che dico e
quel che faccio!
Eppur, e d'uopo sforzati! Bah
sei tu forse un uom? Ah!
ah! ah!
Tu se' Pagliaccio!
Vesti la giubba e
la faccia infarina.
La gente paga e rider vuole qua.
E se Arlecchin t'invo la Columbina,
ridi, Pagliaccio e ognun
applaudira!
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto;
in una smorfia il singhiozzo e 'l dolor.
Ah!
Ridi Pagliaccio,
sul tuo amore infranto!
Ridi del duol che t'avvelena il cor!”
[1].


Vesti la Giubba”, final del primer acto de la ópera “I Pagliacci” de Ruggiuero Leoncavallo.



¿Existe eso que se llama felicidad? Y aún más. ¿Acaso puede un gato preguntarse a sí mismo acerca de un anhelo tan etéreo a la par que humano? Sólo dos preguntas y ya parecen ser demasiadas, incluso para mí.

A juzgar por la cara larga que Pepe lucía con no escasa terquedad cabe hablar de momentos en los que hasta para un ser humano tales preguntas se hayan dotadas de un dolor semejante que de por sí adquiere una intensidad terrible. No sonreía, tampoco hablaba, ni siquiera musitaba; sólo se limitaba a tomarse una taza de café con leche, largo de café: un acto inusitado donde los haya para alguien que cómo él tanto gustaba de ese tipo de bebidas que se denominan espirituosas.

¿Cuál sería el caudal de pensamientos que ahora mismo se estarían proyectando dentro de su cabeza? ¿A qué clase de imágenes prestarían atención sus vacíos ojos? Quizás oficiara a modo de anfitrión para alguno de los recuerdos que hasta entonces se habían mantenidos tabicados en lo más recóndito de su memoria. Mas algo les había franqueado el paso y como consecuencia habían logrado huir de la prisión que los guardaba hasta esa misma noche. Fuera lo que fuese nadie se atrevía a preguntárselo de forma directa.
Muy cerca de él se sentaba en un taburete un Federico Briones que no dejaba de observarle, allí mismo casi a su lado, donde el otrora jovial, y por lo común achispado, permanecía hundido en el abatimiento. Querría decirle algo, cualquier cosa, qué importaba lo que fuera si con ello lograba materializar la intención de arrancarle una sonrisa. Cuán tranquilizador, por paradójico que parezca el pronunciarlo, sería contemplarle ejecutando uno de sus alocados pasos de baile. No a causa de que la limpieza de sus movimientos le hicieran acreedor de admiración, sino porque constituirían la prueba de que retornaba a ser el de siempre y no el presente reflejo: la figura de un pobre hombre que bebía su taza de café con leche, largo de café, bajo un pertinaz aguacero que sólo él sentía caer sobre los hombros.

A Federico nada se le ocurría. Años de profesión y de práctica y paradójicamente no sabía cómo podría encarar esta situación. Y no es que encontrara en el ánimo de ninguno de los presentes impedimento alguno para materializar el intento. Hasta el propio Norberto, mudo asistente al drama sobrellevado por su amigo común, le había levantado tácitamente el veto para ejercitar en bien del antes vital borrachín sus conocimientos terapéuticos. Mas no era esa la explicación para su incapacidad. Simplemente no encontraba la más mínima idea acerca de la forma para dirigirse a él. Ni tan siquiera estaba seguro de que aún ocurriéndosele algo ingenioso no terminaría con ello obrando al igual que quien le clava la puntilla a un moribundo. A la mente humana la caracteriza el estar dotada de una complejidad tal que bajo determinadas circunstancias hasta las ofertas más honestas pueden ser consideradas un ataque por parte de quienes se hayan embebidos por un estado como el que Pepe presentaba.
Esa era la razón por la que Federico se contentaba con permanecer a su lado, prestándole así su compañía, al tiempo que se bebía a sorbos cada vez más frecuentes su vaso habitual de Cutty Sark, mientras que por su parte Norberto se entretenía con ademán cansino en limpiar hasta casi arrancar brillos del trapo que empleaba una colección de vasos dispuestos sobre el lavavajillas.
Aparte de ellos tres sólo Águeda, me refiero en exclusiva al círculo de los habituales, se hayaba en el interior del Gino´s. Por parte de la exhaustiva lectora de “El País” no cabía aguardar mucha ayuda: permanecía sumida en el que fuera su mundo y por tanto sumamente alejada del que él habitaba.

El comportamiento de los tres más cercanos explicaba el que nadie más pareciera reparar en la atonía de la que se impregnaba el bueno de Pepe. Bastante tenían ya aquellos desconocidos con los que fueran sus propios problemas como para interesarse por los que en concreto estuvieran acosando a aquel solitario bebedor de café.
Se hacía necesario el que alguien hiciera algo, pero ¿quién?
Cuando emergí de la cocina noté que nadie se había percatado de las sigilosa cautela con la que antes me había internado en su interior. Siempre me he ufanado de mis felinos movimientos, característicos de los de mi especie. Continué aprovechando que mis andares pasaran inadvertidos a los asistentes al drama y me planté de un salto sobre la barra para así situarme frente a Pepe, los bigotes a punto de rozar la taza de café.
El que primero advirtió mi silenciosa maniobra fue el barman. No pronunció ni un sonido, sólo suspendió el paso del trapo sobre las paredes del vaso de tubo que mantenía entre las manos. Luego sería la atención de Federico la que también se sintió atraída por lo que estaba ocurriendo a su vera, impelida por la mirada ahora teñida de inmovilidad con la que Norberto había sustituido lo que había venido constituyendo un limpiar cada vez más frenético.
Cuando Pepe elevó su rostro de la contemplación del abismo que se abría ante sí en lo negruzco de la taza de café fue sólo para encararse con mi enharinado hocico, en el que el negro del pelaje había sido sustituido por un blanco espolvoreado. Durante unos segundos pude sentir cómo clavaba sus pupilas en las ranuras de mis ojos verdes, sin que por ello la posición del resto de su figura abandonara su aspecto yerto.
Sólo la mantuvo unos segundos: por una vez en los anales de la ciencia etológica se constataba que un ser humano bajara los ojos ante la mirada de un animal. Después, después rompió a reír a grandes carcajadas, cada vez más y más estentóreas, hasta el punto que uno se imaginaría que se ayudara con el cuerpo en pleno a modo de caja de resonancia. A juzgar por la forma espasmódica mediante la que se movía la totalidad de su porte nadie que afirmara semejante opinión andaría muy desencaminado.
Ante el mencionado ataque de nerviosa hilaridad yo me mantuve firme, asentado sobre mi improvisado escenario. Ni uno solo de mis pelos se movió, ni el más mínimo músculo reaccionó; hasta mi cola y mi lomo lejos de erizarse permanecieron en tenso reposo. Ahora yo ya no era Napoleón, un gato bohemio que tenía aquel bar por residencia, no, me había transfigurado en un actor cómico que representaba su papel sobre las tablas. Ante la necesidad de encararme con mi público había necesitado adoptar otra animalidad por bien del arte y del fin que sin lugar a dudas estaba logrando: seriedad y nada más que mucha seriedad y un algo de prestancia.
El bueno de Pepe terminó por precipitarse contra el suelo donde no dejó de convulsionarse, presa del mayor ataque de risa que nadie hubiera contemplado en la historia del Gino´s, por inusitado que esto les pueda parecer. Ahora sí que Norberto, Federico e incluso la por lo común tan impávida Águeda corrieron asustados hacia el hombre que temían que acabara por morírseles allí mismo, literalmente a causa de un genuino ataque de risa. Hasta el resto de la clientela se sintió sacudida dentro de su ensimismamiento y como resultado la práctica totalidad de las conversaciones cesaron de improviso. Su atención permanecía fijada en aquella especie de saco reidor que se agitaba por entero al tiempo que rodaba de aquí para allá en torno a los taburetes sin que por tales movimientos se aplacaran sus carcajadas.
Mas tampoco por esta vez precisó la intervención de sus amigos. Ya antes de que mostraran intención de ofrecerle su auxilio el borrachín estaba alzando una mano para, al tiempo que trataba de secarse sin mayor éxito las lágrimas que le chorreaban por la cara, hacerles un gesto tranquilizador. Se encontraba perfectamente, qué digo perfectamente, ahora nadaba a braza, con entera libertad, a través de los mares de lo exultante.

Aún le durarían las carcajadas un buen cuarto de hora, durante los cuales, dando muestras de ese carácter desprendido que siempre se le había reconocido, tuvo a bien obsequiarles con su peculiar versión de una danza llameante a la que cabría describir, si gozaran de la imaginación suficiente, como una notable imitación de la propia de un trance vudú.
Una vez que poco a poco empezaron a pasársele los efectos secundarios a consecuencia de las carcajadas ya fue capaz de soliviarse y acto seguido de coronar sus esfuerzos poniéndose en pie. Se limpió en la medida de lo posible los restos de las servilletas y los palillos que antes habían decorado el suelo y que a causa de sus visajes se le habían adherido a la ropa y exigió más que imploró que le sirvieran de inmediato un copazo de brandy repleto hasta casi rebosar.
Si Norberto no se puso en posición de firmes ante lo imperativo de la orden esto lo explica el que le hubiera sido difícil el simultanearla con el movimiento en avance que imprimió a sus piernas para acatarla lo más rápidamente que le fue posible. Para que se formen una idea de con cuanta celeridad la cumplió bastará con que les indique que en medio de su prisa casi atropella literalmente a Federico, quien a pesar de haber nacido argentino y al poco haberse convertido en un temprano admirador de la pluma de Freud, nada de cuanto hubiera leído en sus libros le había preparado para reacción semejante por parte de un paciente.
Sólo Águeda, como siempre, se mantuvo a la altura del tratamiento recetado por mí y tras palmear masculinamente la espalda del recuperado Pepe se retiró de nuevo hacia su abandonada mesa. Mientras se servía una copita de Frangelico, antes de sumirse en la lectura de su periódico, no perdió tiempo para lanzar un guiño de uno de sus semicerrados ojos hacia mi perspicacia psicológica.

Aquella noche Pepe “el curda” hizo honor a su apodo a la par que a su bien merecida fama en una forma tan exquisita y minuciosa que como consecuencia directa de su exhibición habrían de transcurrir un par de días antes de que se le volviera a ver aparecer por el Gino´s. Lo de cómo consiguió arribar a su cama en el estado con el que culminó su proeza ya es algo que sólo incumben a la cada vez más maltrecha espalda de Norberto y al fardo balbuceante que acabó conformando a fuerza de vaciar con ímpetu sin igual botella tras botella.
En cuanto a mí, los manchurrones de harina, una vez que habían cumplido su cosmética misión, a no tardar desaparecieron de mi hocico a lametones, sin dejar tras de sí ni rastro de su pasada presencia. Aunque me hubiera gustado haber gozado del aplauso del respetable me sentí más que satisfecho gracias al simple hecho de haber logrado con mi actuación cumbre rasgar un poquito del velo que, con una pátina de aparente falta de asertividad, cubría al corazón generoso de Águeda: qué mejor premio que éste anhelaría un actor aficionado. Si bien no negaré que me hubiera gustado interrogar a mi público en relación a mis cualidades artísticas.
Aunque sólo sea un gato, y aún me formule preguntas para las cuales no poseo respuesta, guardo para mí la seguridad de que no habréis de dudar que os conozco a vosotros los seres humanos muy pero que muy bien.
Bosco fecit.

[1]"¡Declamar! ¡Mientras presa del delirio / no sé ya qué digo ni qué hago! / Y, sin embargo,... es necesario... / ¡qué te esfuerces! / ¡Bah! ¿Eres o no un hombre? / ¡Eres un payaso! / Vistes la casaca y te enharinas la cara. / La gente paga y quiere reírse aquí. / Y, si Arlequín te levanta a Colombina / ¡ríe, Payaso, y todos aplaudirán! / Cambias en chanzas el dolor y llanto; / en burlas los sollozos... / ¡Ríe, Payaso, de tu amor destrozado! / ¡Ríe del dolor / que envenena tu corazón!".

No hay comentarios: