-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 16 de abril de 2010

CRÓNICAS DE LOS WAI-WUSI

A Camino,
con la absoluta certeza de que ella las contaría mucho mejor que yo.


“Las danzas nocturnas eran un hermoso espectáculo. Aquí no tenías dudas sobre el escenario, estaba formado por las hogueras y se extendía hasta donde llegaba la luz, porque el fuego era el principio central de la ngoma. En realidad no es necesario para la danza, porque la luz de la luna en las tierras altas africanas es maravillosamente clara y blanca; creaba un gran efecto. El fuego convertía el lugar del baile en un escenario de primera categoría: reunía todos los colores y movimientos dentro de la unidad”.

"Lejos de África", Isak Dinesen.



Algunas tribus animistas de África no gustan de que les saquen instantáneas fotográficas. En su fuero interno temen que si les fotografían perderán sus almas, las cuales serían arrebatadas por la cámara. Muchos occidentales muy avanzados se han reído, desde los orígenes de la técnica fotográfica allá por el siglo XIX, de una superstición a su juicio no exenta de manifiesta puerilidad. Entre ellos, no siendo una excepción al jolgorio extendido entre sus colegas, se encontraba el eminente explorador y científico, eximio miembro de la Real Sociedad Geográfica británica, Francis Ruffus Mathews.
Hoy puede examinarse su cabeza, reducida por métodos herméticos de los Wai-Wusi, en una vitrina del Museo de Historia Natural de Berlín. En sus ojos aún yace un algo de perplejidad, medio guiñado uno de ellos, contrastando con la sonrisa carcajeante que luce en su boca.




Una vieja leyenda de los Wai-Wusi narra que en cada generación nace un jiman – m`busi, “un señor de las palabras”. Posee el raro poder de traducir a eso, a simples palabras, toda la tradición oral de la tribu. Para ello es aleccionado desde la infancia por su antecesor, a cuya muerte sustituirá.
Cada noche su labor consiste en narrar los hechos pasados al resto de los miembros sentados alrededor de la fogata.
Se cumple la descripción del Padre André Saint Pierre, un misionero adoptado por la tribu a finales del siglo XIX: “Su voz es la del rugido del león para transformarse sin transición aparente en el susurro de la hierba o en el silbido de la lanza al ser arrojada sobre el elefante...”.



Cuentan los Wai-Wusi que el día en que el sol salga y perciba que la tristeza se ha adueñado de la tierra volverá de inmediato a acostarse en su lecho para ya no levantarse por nunca jamás. Por eso ellos siempre saludan a la naciente mañana con una amplia sonrisa.
Aquellos que son capaces de mantenerla de continuo durante todo el día son honrados por los demás miembros de la tribu, recibiendo el nombre de simbirkani, “los pilares de la eternidad”.





"Un hijo de Badai, el demonio oscuro, hermano de los pájaros, cayó del cielo hasta casi rozar nuestras chozas. Con el estruendo del trueno pasó sobre los hermanos congregados en la plaza. Cogí la maza de bendiciones y la agité a su paso, arrojándole tierra. Me pareció que llevaba a un hombre en su vientre, aunque sólo vi una mano agitándose, en demanda de ayuda. Sin embargo nada podía hacer por el desdichado. Mi deber era proteger a mi pueblo. Con furia renovada proseguí mis gritos blandiendo con fuerza mi maza. Al tiempo le lanzaba los exorcismos descritos por mis mayores.
Tras volar sobre nuestras cabezas trazando los círculos del buitre volvió a alejarse hacia el sol naciente, apagándose su ruido poco a poco. No retornó a atemorizarnos. El peligro había sido conjurado y podíamos quedarnos tranquilos".

[Transcripción de las explicaciones de un nonagenario chamán acerca del día en que un aeroplano sobrevoló por primera vez el poblado]




[...] Habíamos montado el campamento en las cercanías de unos árboles de rugosa corteza. No más que cuatro tiendas donde dormir protegidos bajo las mosquiteras de la nube de insectos del verano. En torno a la hoguera central nos sentábamos mi amigo Daniel y yo. Él fumaba su pipa lentamente, pensativo, conformando con sus labios nubecitas azulencas al expulsar el humo. A mi vera descansaba mi “rifle del 300”. A pesar de que varios centinelas montaban guardia en previsión del ataque de alguna leona hambrienta en busca de comida para su prole toda precaución era poca, tal y como me había enseñado la experiencia.
Permanecíamos silenciosos, sumidos en nuestros pensamientos personales. Quizás Daniel estuviera pensando en su lejana casa de Buckinghamshire. Allí le aguardaban mujer y dos retoños. A ellos no les había afectado la enfermedad del continente africano. Esa fiebre que te rodea cuando pisas por primera vez sus amplias sabanas. Él por su parte aún se encontraba convaleciente, como yo mismo. Seis meses al año se ocupaba de cazar animales para los principales zoos europeos y americanos. El legendario Adolf, el elefante que residía desde hacía ya casi una década en el de Berlín, había sido una de sus primeras capturas, casi recién llegado al continente.
Yo, yo también meditaba. Me ayudaban los sones de Mozart que emergían del fonógrafo. El adagio de su concierto para clarinete me recordaba a Karen, allí, en su cafetal al pie de las colinas de Ngong. Los dos, Daniel y yo, habíamos dejado muchas cosas atrás.
Entonces oí el grito de uno de los centinelas. Saltamos al unísono aferrando los rifles, amartillándolos con un gesto reflejo. Antes de que fuera plenamente consciente del peligro real uno de mis hombres se aproximó al fuego, entre las tiendas. Las monturas piafaban coreando los chillidos procedentes de un bulto negro brillante al que arrastraba con la mano no ocupada por el arma. A la luz de las llamas reconocí la forma de un muchacho pataleante con los grandes ojos abiertos de par en par, el blanco destacando sobre su desnudez.
-Le encontré rondando el campamento, kadu -la palabra con la que los guías “m´baga” nos denominaban a los cazadores blancos, similar a nuestro señor-. Seguramente pretendía robar comida. No es más que un ladronzuelo.
Yo no dejaba de observarle fijamente, sin prestar atención a mi guía. Aquel muchacho no parecía un mero ladrón. Yacía algo en su temerosa mirada, en la dirección en la que la arrojaba, más allá de los intentos cada vez menos bruscos por soltarse. Sin duda se percataba de lo infructuosos que eran sus esfuerzos por desasirse. Entonces comprendí lo que ocupaba su atención. Sí, la fijaba por momentos en el fonógrafo.
-¡Un wai-wusi!
Estas palabras las pronunció Daniel. Se había sacado la pipa de la boca y no dejaba de observarle con bastante detenimiento. Un wai-wusi, raro era encontrarse con alguno. Merced a la suerte podías cruzarte con la carrera rítmica de varios masais por la sabana en pos de la caza, pero un wai-wusi, y además de tan corta edad...
Hacía unas décadas habían gozado de una fama terrible. Todo ello porque disfrutaban con la costumbre de quedarse como recuerdo las cabezas reducidas de sus enemigos. Un compatriota mío, Ruffus Mathews, lo había experimentado en sus propias carnes como parte de una experiencia sin duda inolvidable. Ahora residía, el cuerpo nunca fue hallado, sólo su cabeza, en Berlín. Un explorador belga la había comprado a cambio de un puñado de aretes y varios collares con cuentas de cristal. Tan molesta costumbre para enemigos y viajeros despistados fue erradicada merced a la intervención providencial de los misioneros franceses. No lograron cristianizarlos pero sí eliminaron éstas y otras manías poco elegantes para ser referidas en las salas de fumar de las casas de campo.
-Sí, sin duda.
Estas palabras de Daniel me sacaron de mis evocaciones y me devolvieron a la presencia del niño. Ya más tranquilo había dejado de agitarse. Su atención toda estaba ocupada por la máquina musical.
-¡Suéltalo, Batai!
Al punto, sintiéndose libre, se aproximó temeroso al fonógrafo. Lo rondaba medio agachado, inclinando su cabecita curiosa. En ese preciso momento cesó la música y como consecuencia se quedó quieto, inmóvil. Justo cuando se abrió paso el tercer movimiento. Dio un pequeño salto alejándose mas tras reponerse de la primera sorpresa volvió a aproximarse lentamente para sentarse acto seguido a su vera.
Con un gesto de la mano despaché a Batai. Daniel y yo, por nuestra parte, volvimos a sentarnos junto al fuego, los rifles reposando de nuevo a nuestra vera. Mi compañero volvió a darle un par de chupadas a la pipa y soltó unas bocanadas. Ambos, silenciosos, nos sumimos en nuestros pensamientos, sin prestar mayor atención al chico quien, ajeno a nuestra presencia, disfrutaba de su hallazgo.
Cuando terminó el disco levantamos las cabezas. No quedaba rastro alguno de la visita. Había desaparecido silencioso, sin producir el más mínimo ruido. Yo sonreí, pensando en la historia que contaría a su regreso al poblado, miré a Daniel y volví a pensar en Karen.
Esa fue la primera y única vez que vi a un wai-wusi.[...]

[Extraído del diario de Denys Finch-Hutton]



Entre los Wai-Wusi circula una leyenda de forma oral. En ella se describe la existencia de una mujer sobre cuyos hombros descansa el bienestar de la totalidad de la tribu. Mientras se mantenga feliz la caza se encontrará garantizada para la tribu, la sequía no azotará a los pastos, resultando sólo un mal recuerdo, y vivirán en plena armonía. Ahora bien, eso cambiará en el momento en el que la tristeza la domine.
Lo verdaderamente terrible, lo trágico, es que tal mujer no es en ningún momento consciente de su condición. Nada, ningún signo la distingue de las demás. Por si fuera poco ni tan siquiera el brujo conoce cuál es su identidad exacta. Por eso, y con la intención egoísta, es cierto, de mantener el bienestar común, los miembros de la tribu prestan cuidado en guardar un exquisito respeto a sus mujeres. Todo sea por no desatar con su actitud la ira del destino.
Algún investigador de los países civilizados ha propalado la especie de que el origen de esa leyenda se haya precisamente en una mujer. A esa explicación occidental las féminas Wai-Wusi sólo responden con el silencio, no sin dejar escapar una mueca irónica.






Las mujeres Wai-Wusi han caminado desde siempre más de dos kilómetros hasta el pozo más cercano, acarreando sobre sus cabezas, las caderas bamboleantes, todo tipo de cachivaches mediante los que portar agua. Atrás en el poblado quedaban obligaciones e hijos, ambos al cuidado de las ancianas. En cuanto a los maridos bastante ocupados se hayaban con la caza del elefante y otras pasiones cinegéticas propias del género masculino.
Momentos como esos permitían a las mujeres disponer de un hueco para conversar acerca de sus pasiones, anhelos y congojas. El malogrado explorador Francis Ruffus Mathews se quedó asombrado al observar aquella algarabía multicolor portando recipientes que danzaban siguiendo al ritmo de los cuerpos. Aquéllas que en el pueblo permanecían calladas y sumidas rompían su monótono gesto con risas y comentarios subidos de tono. Por componerse su lenguaje de chasquidos con diferente intensidad y sonoridad, cuajados aquí y allá por palabras de aún más difícil pronunciación, se asemejaban al crepitar de un buen fuego. Chisporroteante sería quizás la palabra más adecuada.
Durante un par de horas había tiempo para contarse sus cosillas, criticar a los hombres y emitir comentarios salaces acerca de los jóvenes de la tribu. Su auténtico vivir diario.
Sherman Kenneth Abrahms es un ingeniero licenciado por una universidad del medio este norteamericano: un barril de crudo con nombre y apellido de tanque. Entre galones y galones de whisky diseña y erige proyectos de obra civil a lo largo de todo el orbe conocido. En uno de sus múltiples viajes oceánicos desembarcó en aquella zona de África. La combinación de su espíritu práctico con su personal sentido de la caridad cristiana provocó que se le encogiera el corazón ante la sola vista de la labor sufrida por aquellas mujeres. Las pobres se veían obligadas, al carecer de las mínimas comodidades occidentales, a desplazarse diariamente con la pesada carga de agua sobre sus cabezas.
Puesto en contacto con una ONG cuya colaboración ya venía de antiguo le presentó un proyecto revolucionario para canalizar el agua hasta el poblado. Con el sello estadounidense, por supuesto: efectivo, tecnológico y caro. La financiación corrió a cargo de varias multinacionales, americanas también, cómo no. Y es que en sus consejos de administración se sentaban individuos a los que caracterizaba igual temple que a Sherman: prácticos y con un sentido muy suyo de la caridad cristiana.
Tras convencer al jefe de la tribu con las virtudes del progreso dio inicio la construcción de la canalización, obras que se extendieron a lo largo de dos meses y medio. Si hubieran durado más quizás se hubieran hecho innecesarias. Hasta aquel apartado lugar llegó la pugna Pepsi-Coca Cola, no quedando libre el agua de violentos combates contra la chispa vital. Mas todo concluyó en cuanto el último obrero abandonó los alrededores del poblado.
Poco a poco desaparecieron los chasquidos crepitantes orlados de risas. Las mujeres permanecían de continuo con su monótono semblante, día sí y día también. Por mor de los avances y soluciones aportadas por el primer mundo se había sacrificado lo más preciado para ellas. Ya nadie contemplaba la caravana diaria dirigiéndose al pozo.
Una noche varias mujeres, jóvenes y no tanto, que de todo había en aquel grupo, se reunieron al amparo de la oscuridad en las cercanías del poblado, hurtadas de la vista de los hombres que las creían prestándoles compañía en sus lechos. Mientras una vigilaba las posibles acechanzas tanto de leones como de leopardos el resto debatía sobre la pérdida de sus ancestrales costumbres. La fogata compuesta de chasquidos se pronto se trocó en una furiosa montaña de llamas.
No tardaron los hombres en conocer los frutos de aquel cónclave secreto. Cuales nuevas atenienses, mujeres que nunca habían leído “Lisístrata” les presionaron con lo único que se encontraba a su alcance. Ninguna se acostaría con su marido en tanto aquella canalización permaneciera en pie.
Al principio los hombres no cedieron, encastillados en su posición, sin ceder ni un solo ápice. Mas ante la frialdad femenina, ávidos del tibio contacto de sus esposas, de sus caricias, acabaron por ceder. Bastó un día para que la obra cuya construcción había durado varios meses fuera derruida por completo.
La noticia sólo mereció un suelto en un periódico local de la capital. Sherman, muy ocupado en injertar la civilización en el interior del Amazonas, no se enteró de nada. En el camino al pozo se volvió a contemplar la multicolor columna con recipientes danzantes.




Para los Wai-Wusi sus muertos habitan en la Luna. O al menos en lo que nosotros conocemos como nuestro satélite y eterna compañera. Desde allí observan en paz las andanzas de sus seres queridos. Sólo el chamán, tras complejos ritos y libaciones es capaz de mantener comunicación con ellos.
Caso diferente es el de los niños, los que por su edad no han llegado a superar las pruebas de la pubertad por su pronta marcha. Se quedan a medio camino, como puntos de luz que parpadean durante las noches. No hay que pensar en que su destino sea atroz, aunque así lo pareciera a ojos occidentales. Ni tan siquiera la esencia de su condición. Muy al contrario, se pasan las jornadas riendo y jugando, durmiendo durante las horas diurnas.
Su mundo le está vetado al chamán, le resulta imposible acceder a él. Sólo algún niño especialmente dotado logra comunicarse con éstos. En una noche clara y tras los sortilegios precisos, completamente innatos, logrará charlar con ellos. La prueba de ese contacto lo constituye un reguerillo brillante que surca el cielo.
Ese poder, ejercido por un niño inocente, trae consigo una consecuencia funesta en ocasiones, siempre desde nuestra mentalidad. Es probable que sin darse cuenta el comunicador despierte la conciencia dormida de alguno de los infelices idos. Entonces, al observar lo lejos que se haya, que su manita no puede rozar la cara de quien le habla, se percata de la imposibilidad de aproximarse. Entonces comienza a llorar con un llanto formado por lágrimas pequeñitas y brillantes.Los demás miembros de la tribu son conscientes del fenómeno cuando despierta el día. Al amanecer un manto de gotitas lo cubre todo por doquier. No por ello reprenden a sus hijos. Se trata de niños y como tales la inocencia es su principal cualidad. Además esa misma noche las risas vuelven a titilar en el amplio cielo, sobre el poblado de los Wai-Wusi.
Bosco fecit.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Que bonito, Bosco. Da gusto empezar la semana así. Un besito y a seguir trabajando para hacer felices los dias...

Jaime Bosco dijo...

Ara.

Haremos lo posible por endulzar los días...

Un abrazote literario.