-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

sábado, 16 de agosto de 2008

JAZZ SESSION

Mi agradecimiento a Diana Krall, a Van Morrison y a Chucho Valdés quienes me hicieron compañía musicalmente en una madrugada de inspiración; y por supuesto sin olvidar a los dos amigos que primero cumplieron la labor desinteresada de descubrírmelos.


“Cuando tuve dudas
me encaré con todo
y no me hundí,
lo hice a mi manera”.


My way”, Frank Sinatra.






En algunas ocasiones me gusta pasear por la ciudad libre de las ataduras que trae consigo el marcarse un rumbo fijo. El procedimiento seguido no varía en demasía de una a otra ocasión. Me limito a sumergirme en la boca de metro más próxima a mi casa y simplemente me dejo arrastrar a través de la red subterránea, lo de elegir los sucesivos transbordos ya lo dejo en las manos del puro azar. Según cuál sea el grado de mi prisa asciendo antes o después a la superficie, las más de las veces en un punto desconocido de la geografía urbana. A partir de él me limito a deambular mientras aguardo la aparición de las experiencias que a no tardar me saldrán al paso.
En primer término debo aclarar que mi estancia en la capital se reduce a un escaso par de meses, a lo cual va unido el que antes de ahora mi presencia por estos andurriales se hubiera limitado a fugaces visitas. O sea, que lo de descubrir lo que ocupa las manchas blancas en mi callejero personal se convierte en una labor ardua por no hablar incluso de compleja. “Un oso y un madroño, ¿supongo?” sería, para que se formen una idea lo más aproximada posible, la frase que le dirigiría a un transeúnte cualquiera a orillas de la Puerta del Sol.
Durante uno de esos caminares sin destino y menor beneficio me descubrí vagando por la zona de la calle Huertas. La gente atestaba tanto las callecitas aledañas como la propia Plaza del Ángel. Entre la algarabía se destacaban tanto por su número como por causa del bullicio que provocaban muchos transeúntes tocados con sombreros cuya forma trataba de asemejarse, a mi parecer un tanto caricaturescamente, a jarras colmadas de cerveza negra, composición en la que no se echaba en falta oportuna corona de espuma.
Los animados portadores parecían ser extranjeros en su gran mayoría, proporcionando un atisbo de cierta lógica a costumbre semejante, cuanto menos chocante. Una reminiscencia sin lugar a dudas del folklore patrio: un traje tradicional de su país de origen, vamos. A buen seguro que ignoraban la idiosincrasia de los de acá. No eran sabedores de que en estas tierras nuestras, calumniadas tiempo ha como habitadas por gentes de ropón y misa diaria y a los que caracterizaría una relativa querencia a prender hogueras ante la más mínima desviación de la opinión bienpensante en vigor en cada época, por mucho menos que eso se había desatado un motín tan sólo unos pocos siglos antes. Aunque a decir verdad la vistosidad intrínseca a chambergos y capas siempre resultó mucho más elegante. Por los tréboles verdes que adornaban su factura deduje que se hayaban celebrando en debida forma, esto es, trasegando abundante alcohol, el Día de San Patricio: una excusa tan válida como otra cualquiera que pueda inventarse para justificar el indiscriminado atracón a base de cerveza importada.
Nunca había observado en mi carácter la tentación de recorrer alguna de las páginas escritas por el pope Joyce; en absoluto me seducía la idea de descubrir sus hallazgos literarios: lo del quark se lo dejo para los físicos que posean inquietudes literarias, y deduzco que a juzgar por el virtuosismo con que los farreros trazaban eses a causa de su estado cada vez más beodo ellos bien compartirían mi opinión si me aviniera a participársela. O al menos sí que no sentirían inclinación alguna hacia la ejecución de esa labor. Mas, qué quieren, no pude evitar que me viniera a la memoria su famosa obra localizada en Dublín. Sin embargo que yo supiera ninguna mujer aguardaba mi vuelta en el apartamento alquilado cerca del Puente de Vallecas.
Por uno de esos azares que me guían durante mis paseos acabé por penetrar en un bar de sonoro nombre: “El Rincón de Ramón”. No me interroguen acerca del porqué que me indujo a hacerlo. Quizás se debió a la oscuridad que dominaba su cristalera, una negrura que impedía formarse desde fuera una imagen acerca de cuál sería su interior, o tal vez se debiera al nombre, tan castizo él. Lo de “El Rincón de Ramón” me retrotraía a los tiempos pasados que contemplaron a Hemingway bajándose vinos apretándose al tiempo su panza de pescador o, a lo mejor, y casi estoy por creer que ahí reside la razón fundamental, me viera motivado a causa del cartel que alguien había pegado con torpeza a la vera de la puerta mediante cuatro celos malamente puestos. En él se anunciaba con trazos sinuosos de rotulador la celebración de una sesión jazzística. Su ejecución correría a cargo de la habilidad de un grupo cuyo nombre me sonaba prometedor: João Silva & Irmaos Blues Band.
El mestizaje de las palabras allí escritas me había seducido. Cabría esperarse una fusión de tonos latinos con la técnica propia del estilo más clásico. Tras la consulta a mi reloj me decidí a entrar; aún faltaba un escaso cuarto de hora para que diera inicio y bien podría matar la espera trasegando una cañita fresca. Me temo que lo de viajar en metro, he de confesarlo, siempre me ha acabado por provocar una sed espantosa.
Ahora pasaré a describir el interior del local, no se impacienten, mas debo avisar que quizás no se parezca en nada a cualquier cosa que se esperen, o a lo mejor sí y me equivoco en mi presunción. No obstante quiero que conste que les he advertido.
Nada más atravesar el umbral se desplegaba un rectángulo de grandes dimensiones: algo más de diez metros de lado, el que daba a la calle, por unos cuarenta metros largos de fondo. Una imagen muy alejada de la habitual del tugurio oscuro de escaso tamaño y por ende repleto desde el suelo hasta el techo por una nube de humo de tabaco. Bueno, lo cierto es que en lo que a este último elemento se refiere sí que se ajustaba al tópico. Cual si allí se estuviera celebrando una reunión clandestina de fumadores anónimos predominaba en el ambiente un componente azulado y acre tan denso que no sólo se podía respirar sino que su densidad era tan elevada que hasta se diría que se mascaba. Por un momento incluso yo mismo, un reputado fumador de cajetilla y media larga de rubio, o negro cuando no me alcanzaba el dinero para más, con picos de más de dos cajetillas en determinadas noches, sentí como si no me bajara oxígeno hasta los pulmones. Sólo fue una sensación momentánea mas sí angustiosa que se me pasó con relativa rapidez en cuanto adopté la decisión de adoptar las costumbres de la concurrencia encendiendo a mi vez un cigarrillo.
En cuanto mis ojos se habituaron y cuando las primeras caladas mitigaron los escozores ya pude detenerme con más atención en la observación de cuál era la disposición interior del local. A la parte izquierda una barra paralela a la pared ocupaba unos buenos diez metros, doblando en ángulo recto en el extremo más cercano, a un par de trancos del escaparate. En el opuesto permanecía abierta para permitir la entrada y la salida de los empleados, portando las bandejas repletas con bebidas. A su cargo distinguía a dos camareros ambos con sonrisas postizas, muy profesionales, quienes atendían diligentemente a los clientes, lo bastante sedientos éstos como para dar buena cuenta de cuanto les servían, no dejando de demandar más alimento para una sed que se sustanciaba en la gran cantidad de vasos que conformaban un titilante reguero al pie de sus codos.
Naturalmente su posición era la propia de los celebrantes del culto más antiguo que ha conocido el ser humano: la santa cofradía de los bebedores habituales, aquellos que no se avergonzaban en proclamar que en verdad lo que Eva dio a probar a Adán no era más que un vaso repleto de bourbon, sin hielo, por supuesto. ¿Manzanas? ¿A qué estúpido pretendían engañar con semejante patraña? Eso no era más que un mito más propio de culturas mucho menos avanzadas. Allí estaban ellos para refrendarlo si fuera menester, y a sacar de su error a quien a pesar de todo lo mantuviera en su presencia: paralelos a la barra, listos para pasar revista, con el brazo izquierdo ligeramente apoyado al desgaire en su superficie, las piernas flojas, aquellos que gozaban de mayor suerte encaramados en alguno de los escasos taburetes. El típico y tópico conjunto, sin olvidar por supuesto al alejado circunspecto con la mirada perdida en el gin tonic, a la espera de que las penas, buenas nadadoras éstas para su pesar, se deshicieran malamente entre los hielos. Convenía no aproximárseles mucho no fuera que acabara por caer dentro de su radio de acción. Al igual que los militantes de otras religiones más extendidas no carecían de cierta morbosa inclinación por el proselitismo y aparejado el impulso hacia la captación de nuevos adeptos. No bien te enganchaban te entremezclarían en sus redes, tejidas a base de palabras medio abotargadas y mucho peor pronunciadas. Pero aquella vez no sería así, yo sólo había entrado para escuchar la música.
A espaldas de ambos camareros se erigía una estantería donde las botellas nacionales y de importación se emparejaban próximas a una colección de maltas y whiskies que merced a la década larga que portaban a sus espaldas harían saltar de gozo al más exigente entendido. Sin embargo los últimos, para marcar de alguna forma su muy diferente extracción, ocupaban los estantes superiores. La alcurnia no les permitía condescender a mezclarse con la restante reata de licores.
En la banda derecha un par de filas de mesas, todas ellas ocupadas por animadas charlas. Junto a la pared de ese lado un banco corrido a todo lo largo prestaba asiento adicional para la segunda. En cuanto a la pared, qué podría comentar acerca de aquella pared. Toda ella levantada en ladrillo visto, aunque no pudiera distinguirse con claridad esta circunstancia a causa de la profusión de carteles y fotografías que la adornaban por doquier. Conciertos míticos celebrados en los últimos cuarenta años en ciudades como San Sebastián, Nueva York, Madrid, Vitoria, Berlín, Nueva Orleans, Bilbao,...; fotografías en las que evolucionaban personajes no menos míticos como Miles, Armstrong, B.B. King, Ella Fitzgerald, Parker, Montoliú, Django, SarahVaughan, Turienzo, Chet Baker, Billie Holiday, Coltrane y alguno cuya fisonomía me resultaba familiar pero que no logré reconocer. En su mayor parte, según pude observar, estaban autografiadas.
Mas he olvidado hacer mención al techo, allá arriba, a unos tres metros y medio de altura. Ya de por sí gozaba de personalidad propia. De su superficie amarronada a base de manchurrones, más debida su coloración a los efectos de la nicotina que a las habilidades del pintor, pendían aquí y allá trombones, trompetas, saxos tenores y sopranos, tubas, trompas y hasta una reproducción a tamaño natural, o quizás fuera real, de un piano de cola colgando boca abajo. Las luces dispuestas aquí y allá arrancaban a los bruñidos metales unos brillos que al entrelazarse a través de las volutas de humo con los provenientes de los vasos vaciados por la clientela jugueteaban trazando formas caracoleantes.
Por cierto que aquel piano se hayaba suspendido en la vertical de una mesa a la que se sentaba una pareja de novios bastante jóvenes. Ella permanecía absorta en la conversación que mantenían mas él no podía evitar el arrojar de vez en cuando un ojeo aprensivo al masivo objeto que pendía sobre sus cabezas. Por su seguridad espero de corazón que lo único que detuviera el movimiento natural propio del instrumento hacia los brazos del escaqueado suelo, pareja y mesa de por medio, no fuera una sutil crin de caballo. Ya se sabe que tanto ciertas historias clásicas como el jazz mantienen como nexo común un grave aire de tragedia.
Al lado mismo de los felices novios, junto a un hombre muy trajeado, se sentaba a otra mesa una vistosa rubia con un entallado vestido blanco que a duras penas se bastaba para envolver con cierto decoro su cuerpo repleto de curvas. Antes de dirigirme hacia la barra deslicé sobre ella una mirada apreciativa de la que para dolor de mi orgullo ni siquiera se apercibió.
Cuando solicité mi consumición me percaté, cuán ingenuo es uno aún a pesar de los dos meses de residencia capitalina, que no había entrado precisamente en contacto con lo que cabría denominar como una O.N.G. musical. Ya me había ido acostumbrando a los precios propios de Madrid durante mis esporádicas salidas nocturnas mas todavía no demasiado a la inflación reinante en los bares con música en directo. Nada más soltar el montón de monedas a modo de contraprestación acordé que estiraría hasta límites inhumanos el saborear de la fresquita caña, servida eso sí, todo hay que decirlo, con gran presteza por uno de los dos camareros. No era para menos, a la eficiencia me refiero, pues acababa de cobrarme de una tacada bebida, concierto y decoración, e incluso me atrevería a incluir en la minuta el puente que un hábil odontólogo le había implantado en la dentadura, sustancial, a su precio exacto me refiero, a juzgar por la forma en que se las arreglaba para mostrárnoslo de continuo, viniera o no a cuento, por lo que me pareció que tal exhibición rozaba lo ofensivo por innecesaria.
En esas emergió un hombrecito delgado de la trastienda. Lo hizo por una puertecita disimulada en la parte más alejada de la barra, lo cual confirmaba que se trataba de la entrada a su sanctasantórum. Se formó en mi mente la imagen de una habitación minúscula con un mesa y un sillón de orejas como único mobiliario, cinéfilo que es uno. Aunque lo más lógico sería que tratándose de la vida real sólo fuera un mero almacén. En lo alto de aquella puerta campeaba una placa de latón que no informaba mucho a este respecto pues sólo rezaba PRIVADO, y a su lado, con letras doradas ya deslucidas, una frase: “Lo que no podíamos decir públicamente lo expresábamos a través de la música (Duke Ellington)”.
A aquel individuo le caracterizaba una extremada delgadez; en tal medida lo era que si se quedara quieto durante el tiempo suficiente con toda probabilidad le acabarían confundiendo por puro despiste con un perchero. Completamente calvo se afeitaba la cabeza para transformar semejante defecto con no poca coquetería en un gesto de elegancia. Lo cierto es que el único vello que podía distinguirse adornando su cabeza se limitaba al que se había congregado sobre su abultado labio superior para trazar un bigotillo muy fino. Un toque éste a lo Melvyn Douglas o Errol Flynn muy conseguido, muy de camarero secundario inmerso en una película de los años cuarenta, y sigo con las reminiscencias cinéfilas. Por lo demás portaba camisa blanca de manga larga, coronada en el cuello por una pajarita roja y limitada a la altura de la cintura por un pantalón negro. La pajarita era de lazo auténtico, y este detalle tan demodé recalcaba lo cuidado de su estilo. Sin embargo perdía puntos al no culminar su disfraz en debida forma: ni asomo de un esmoquin con chaqueta blanca, el ademán presto para estampar una firma en un pagaré con el que un cliente habitual pretendería saldar su cuenta; una pena. Por si esto fuera poco sólo un detalle le hacía destacar con respecto a sus dos compañeros: las sendas pajaritas que ellos lucían eran de color negro, por lo demás su ropa de faena no se diferenciaba en nada de la suya. No obstante me bastó la visión de esta única distinción para identificar al portador de los galones de la casa: allí estaba el jefe, el dueño del local.

Ya ha salido Ramón de su cubil para laburar. Sin duda si ustedes son asiduos de la noche madrileña ya habrán llegado a sus oídos anécdotas donde él goza de todo el protagonismo. Incluso resulta muy probable que ya se lo hayan señalado en alguna que otra ocasión y hasta es posible que en otros bares. Al tal fulano le habían marcado con el apodo de “El Francés” durante los tiempos en que ejerció de hostelero en Chueca. No recuerdo muy bien en qué aspectos radicaban sus habilidades políglotas, al parecer siempre le habían reconocido un gran don para las lenguas, ya fueran propias o ajenas.
Muchos de los que han entrado en tratos con él le describen sin titubeos como una víbora a la que recubre engañosamente una piel de cordero. Cuentan por los mentideros de Madrid que en cierta ocasión, dentro de un local que regentaba en Malasaña, le señaló la cara a un cliente que se hayaba ya muy borracho. Según los testigos empleó para ejecutar la filigrana una botella que había roto previamente mediante un golpe propinado contra la barra. La razón por la que el otro había sido objeto de tan indeseada muestra de atención se había debido a algo tan simple como era el negarse a abonar el importe de su consumición. Lejos de deponer su primera actitud, y debido a su estado, al parecer se había llegado a poner un poco pesado, lindando un tantito con lo huevón.
Lo cierto es que en realidad la historia no había transcurrido exactamente de esa forma. Pero ya se sabe cómo es ésto de los rumores. Empiezan naciendo a partir de un hecho cierto y a no mucho tardar acaban por cobrar vida propia, medrando hasta conformar un cuerpo más material que la propia realidad a la que al final acaban por suplantar.
Parece ser que las cosas se habían desarrollado con un guión un tanto diferente, tal y como cierto testigo de mi mayor confianza me juró y rejuró. Bien fuera por la hora, o quizás con la intención de darle un aire innovador al negocio, lo que Ramón sí había hecho añicos contra la barra había sido la propia cara del cliente. Después, inaugurando una costumbre que se convertiría en legendaria, y con una tranquilidad que no casaba para nada con el violento acto cometido, había practicado una muesca en la barra con una botella de bourbon, tras romperla antes con un gesto seco y hasta meditado. Desde luego ya antes poca gente osaba meterse con él, pero tras aquello nadie más lo hizo nunca; y respecto a su apodo ninguno lo pronunciaba en su presencia.
¡Huy!, han de disculpar mis modales tan poco educados, si ni tan siquiera me he presentado. Aunque el nuevo parroquiano todavía no se ha percatado de mi presencia yo me encuentro cerca de él, en línea recta. Es más, si refrenara su vista y dejara de pasear sus ojos a lo largo y ancho del cuerpo de la rubia neumática sentada dos mesas más allá y los desplazara un poco hacia su derecha me localizaría. Aquí, a pie firme junto a la pared, justo al ladito de una gran fotografía enmarcada de Satchmo (yo en mi vida siempre he idolatrado a Louis Armstrong). Dejaré que cuando por fin consiga desenredar sus pupilas de por entre sus piernas me localice y pueda describirme convenientemente. Mas por el momento vaya por delante mi nombre.
La buena de mi madre me puso Adán, no recuerdo si lo hizo en honor al primer hombre que pisó este páramo más indicado para las lágrimas que para el jolgorio o si se trató del primer nombre con el que se topó hojeando una Sagrada Biblia. Por parte de padre heredé apellido, cuerpo y poco más. Del ingenio azucarero donde me nacieron le botaron cuando yo no contaba más que dos años y desde aquel entonces le he perdido la pista hasta hoy, ni ganas que tengo de encontrarla. Soy el encargado de la seguridad, don Adán Salvatierra, aunque la verdad es que mi presencia no se hace muy precisa por lo que me veo en la necesidad de limitarme a mis Barceló con Coca Cola y desde luego a disfrutar con la música. Y no es que lo lamente, ambos no hacen malas migas.
Una prueba tangible de que no se va a producir ningún altercado ni esta noche ni probablemente ninguna otra es que la barra brilla impoluta, sin marca alguna. A pesar de lo tranquilo de mi laburo no dejo de estudiar con atención a cuantos entran aquí, más que nada para evitar que alguno se nos cuele sin cumplir el insoslayable trámite de tomarse por lo menos un trago. Y como parte de mis obligaciones también me ocupo de observar a los nuevos clientes, como el recién llegado que permanece junto a la barra.
¡Ah!, se me olvidaba, los colegas también me llaman “Dios”, no por nada en especial, ellos son de la opinión de que se me acaba por encontrar en todas partes.

Me había demorado un poco en la contemplación del aspecto de la rubia, quien aún ajena a mis atenciones visuales se sentaba a unas pocas mesas de distancia de donde yo me hayaba. Cuando di por concluido mi examen desplacé la mirada hacia mi derecha hasta que su giro chocó con un negrazo de dos metros por dos, camisa floreada, americana de cuero negro y pantalón del mismo color. Su cabeza rapada hacía que todavía destacara mucho más el tono oscuro de su piel. Se diría que no me quitaba el ojo de encima, y al tiempo, por un arte de vudú, que hiciera lo propio con todos y cada uno de los asistentes. En la pared a su vera, desde una gran fotografía en blanco y negro, Armstrong soplaba eternamente su trompeta con los mofletes hinchados, agrietados los labios pegados a la boquilla.
Cierto revuelo producido al fondo vino entonces a captar mi atención, soltándola del compadre del trompetista. Lo producía la aproximación al escenario situado en el extremo opuesto a la entrada del grupo de músicos anunciados en el cartel colocado a la entrada. Al hablar de escenario debo aclarar que me refiero a una tarima situada más allá del final de la barra, pegada a la pared, una península rodeada por sus dos lados libres, el resto las paredes, por el mar de mesas, a excepción de un pequeño pasillo dejado ex profeso para permitir el paso de los que iban a actuar.
Exactamente siete, si a juzgar por el nombre de la banda todos eran hermanos a la señora Silva habría que erigirle por lo menos un monumento como homenaje a semejante muestra de constancia y fertilidad. Mas desde luego aquella tarima no sería el lugar más adecuado para elevar semejante símbolo puesto que a duras penas se bastaba para albergar decorosamente a instrumentos y ejecutantes. Allí, en próxima unión, se juntaban en revoltijo un piano de cola, un Steinway and Sons que se había dejado caer por allí Dios sabía por qué oscuras vicisitudes tras el saldo de algún teatro ya cerrado; un contrabajo, unos bongos y un conjunto de trombón, trompeta y saxo cuidadosamente sostenidos por sus almohadillados soportes.
Una ovación cerrada constituyó el recibimiento a los hermanos Silva que el público les ofrendó, aplausos a los que no tardé en unirme, al tiempo que la primera gota de sudor rodaba por mi frente. El calor empezaba a apretar en aquel poco ventilado local. Con otra calada al cigarrillo di buena cuenta de media cerveza, arrojando así por la borda por aquella noche la totalidad de mis previsiones económicas. Sin duda el dueño contaba con la falta de aire acondicionado para incrementar los ingresos obtenidos a partir de los asistentes.

Me encanta este grupo. No sólo por su música, sino también por su sentido del humor. La João Silva & Irmaos Blues Band no es precisamente lo que llamaríamos una banda familiar. Ni uno solo de sus componentes respondería a este apellido si le llamaran por él. Se les ocurrió un buen día, por un súbito porque sí, porque sonaba bien, y como músicos que son ésta ya era una razón lo suficientemente elocuente como para que ni tan siquiera se molestaran en convertirla en objeto de discusión.
Al piano se acomoda Osvaldo Fuertes, un mulato natural de Matanzas, acompañado por sus eternos cerveza y traje de buen corte, un gentleman de pies a cabeza. Los bongos son cosa de Teddy “Bongos” Sinkiewicz, este habanero descendiente de emigrantes judíos cuyo origen habría que rastrear en la gélida Polonia no participaba de los mismos gustos en cuanto a vestuario, para él una simple guayabera constituía todo su compromiso con la elegancia. Jorge Da Costa, brasileiro él, camisa abierta dejando brotar su hirsuto vello nacido entre las cadenas de oro, sostiene entre sus nervudas manos el contrabajo. Al parecer se declara pariente lejano de Laurindo Almeida, el que acompañó a la guitarra a Audrey Hepburn mientras cantaba aquello de “Moonriver”, la canción compuesta por Mancini. Aún ahora, cada vez que cae en el sentimentalismo, y esto ocurre con mucha frecuencia, indefectiblemente si hay ron por medio, rememora los grandes ojos de la actriz, aunque sólo le haya sido dado contemplarlos en la penumbra de los cines. Y si uno incluso tiene suerte se suelta a emular a su improbable pariente con el bajo. Completan el grupo Adán Ferrer, Pepe Mijares, con sombrero panamá, y Yelsy Pico, a la trompeta, al saxo y al trombón, cubanos ellos también. No se está nada mal cuando a uno le rodean los compatriotas.

Unos sones de piano, tímidos al principio, acompañados por los bongos, la entrada en calor, los metales probando en falso, dando aún la espalda al público. Algunos aplausos más y el piano comenzó a dar las notas poco a poco, con aparente tacañería, para aumentar su rapidez y cantidad gradualmente bajo los largos dedos de Osvaldo, un ligero descender, al principio lento para variar de improviso y acelerar, cada vez más rápido hasta que sin advertencia previa irrumpió el grupo al completo con “Concierto andino” de Chucho Valdés. El caracoleo del piano sobre las notas más agudas y el retemblar impreso por trompeta, trombón y saxo me sacudieron el cuerpo. Sentí cómo empezaba a vibrar por entero y cómo mis pies, incapaces de quedarse quietos ante la efusión de los restallantes sones, se abandonaban al ritmo.
Una cerveza más que me sirvieron de inmediato. El viejo embaucador del Ramón no dejaba de observar a la animada concurrencia. Conjugando con su aspecto de perchero sus gestos no traslucían emoción alguna, como si permaneciera ensimismado en sus personales cálculos. Sólo destacaba el movimiento de su mano tamborileando sobre el pentagrama trazado sobre la barra. Cuidado, el contrabajo acababa de arrancarse con un solo magistral.

No habrá hijo de madre dispuesto a negar que Da Costa ha firmado un pacto con Satanás. Sus manos callosas de cincuentón mienten sin callar mientras se deslizan por las cuerdas del contrabajo tal y como si acariciaran el cuerpo de una mujer, arrancándole unos sonidos a los que acompaña el piano al igual endiablado por Osvaldo que sube y sube y sigue subiendo como si aún fuera capaz de acabar engarzando las notas en el maldito techo. El retemblar de los metales entre los que destacan los acordes de la trompeta sirve como contrapunto sobre el lecho sonoro de los bongos a modo de bajo continuo. Sí, allí más de uno y de dos había pactado con el demonio.
Dio fin la canción con batir de palmas que arrancaron sonrisas agradecidas de los rostros atezados, contrastando lo blanco de los dientes y la piel mulata del pianista. Silbidos y más silbidos de júbilo como respuesta del público. El pianista agachó la cabeza, se aferró al micrófono y saludó a los presentes con sus agradecimientos en nombre propio y en el de sus compañeros. Exultantes, estaban exultantes, estábamos todos exultantes, ¡qué carajo!
La belleza rubia vociferó algo a los músicos, sus palabras habían sonado con acento gutural en comparación con el afrutado del pianista, como a teutón: una genuina Grunilda con aires de jinetera, y vaya beldad.
El recital prosiguió con una versión de “Bésame mucho” cargada con tanto sentimiento que hasta una pareja sentada al fondo, en una mesa próxima a los baños, al calor impreso en la melodía, comenzó a besarse siguiendo el dictamen con tal efusión que muchos ni soñarían poseer a sus años, más propia de adolescentes que de dos personas que rondarían la sesentena larga. A todo esto yo continué con mi movimiento, a los pies les prestaba compañía un cabeceo hipnótico al ritmo marcado por el contrabajo.

Allí está una vez más Igor, ruso rubio y alto al que sus evidentes rasgos eslavos delatan más que a un barbudo que se hubiera colado en una recepción celebrada por Batista. Como ya es habitual se sienta en la esquina del final de la pared de ladrillo, en su mesa de costumbre. Simpático tipo a no ser cuando se emborracha, aunque allí no se atreviera a embroncarse por temor a Ramón.
Se había presentado en La Habana en su época como miembro militar de un ejército de colaboración. De su estancia en la Isla guarda un acento ruso con dejes cubanos y una afición enfermiza por el ron de caña. Cuando a su regimiento le dieron orden de retornar a la Madre Rodina no se lo pensó ni un poco, se agarró los machos a modo de respuesta y se dejó caer a medio camino, aquí en Madrid. No le fue posible permanecer en Cuba, y lo de retornar a Moscú a los brazos de su esposa, con el ambiente gélido y el sabor a colonia del vodka no le seducía. Con sus habilidades aprendidas durante su época castrense se había convertido en gestor inmobiliario, regentando varios pisos en propiedad en la calle de la Montera. Se ganaba la vida alquilándolos por horas con pingües beneficios a juzgar por el reloj de oro y el traje italiano. No conviene enfadarlo pues a la mínima no duda en echar mano a una navaja de muelles que acostumbra a portar noche y día en el bolsillo del pantalón.
Más aplausos. Menuda velada. Con un extraño guiño dirigido a los del otro lado de los Cayos comenzaron a atacar una versión personal de “Your mind is on vacation” de Van Morrison. A pesar del contraste, el toque latino anterior con la visita al blues, nadie emitió queja alguna, empujados por la emoción quien más y quien menos se puso a tamborilear sobre los cercos de la mesa. Maldito el solo de saxo que tras seguir la melodía se lanzó a una improvisación de subidas y bajadas por la escala que no dejaron cabeza con oídos. Por su parte la chica no paraba de agitarse al son de la música. Con su vestido blanco se asemejaba a una sacerdotisa de vudú en pleno ceremonial. ¡Qué ambiente!

No tiene mal gusto el forastero. Cada vez que le observo le pillo lanzando miraditas a la rubia. Es curioso lo simples que somos los hombres, todos nosotros, todos incluidos Igor, y eso a pesar de sus tablas. Ese ruso está remirando también a la misma mujer. Eso sí que ya no me gusta tanto. Del forastero no temo nada, ver pero no tocar, mas el ruso está hecho de otra pasta. Hace tiempo que se jugó y perdió el poco cerebro que le había tocado en suerte, y supongo que no le gustará ni un tantito encontrarse con un rival. Ahora que me fijo resulta curiosa la situación. El nuevo junto a la barra, en línea con el ruso del rincón, ella en el justo medio, haciendo vibrar los dos segmentos a una octava de la línea completa (residuos de mis abandonados estudios musicales). Para más gracia los tres formamos un triángulo rectángulo perfecto. De mí al ruso un cateto, del extraño a mí el otro, y entre ellos la hipotenusa. Espero no tener que calcular cuánto tardaría el Iván en recorrer la distancia que les separa, mis matemáticas están un poco oxidadas.
El recital prosiguió con una canción compuesta por una sucesión de solos a cargo de cada uno de los participantes. Éste era el momento en el que a cada uno le tocaba demostrar su maestría con su instrumento ante los colegas. No había posibilidad de arropar los errores con los acordes de los compañeros, que seguían el ritmo atentos, moviendo las manos como si fueran directores de orquesta. Eras tú y la música, sin intermediarios, sin protectores, solo ante el peligro.

¡Vaya por Dios! El maldito Igor se ha dado cuenta del jueguecito de su oponente, y no le emociona ni por lo más mínimo. No ha tardado en ventear al adversario, y por su pose no resulta precisamente de su gusto. Se lo noto en el beber torcido, la mano acariciando lentamente el bolsillo del pantalón. La trompeta con un fortissimo arranca un guiño espectral a la fotografía de Satchmo. Primer aviso.
Menudos pulmones. El sopleteo de los mofletes inflándose y desinflándose parecían un fuelle en una fragua caribeña. Otra miradita a la rubia, una sola nada más.

Vamos, deja ya de mirarla, ¡coño! ¿Es que eres tan pardillo que no te estás dando cuenta de lo que está pasando? ¿Tanto te embriaga la música? Sólo has tomado un par de cervezas, no puedes estar tan ciego. Ese animal cada vez retuerce más el hocico, mala señal, muy mala. Nunca se ha atrevido a hacer un solo movimiento en falso en este local mas esta velada parece diferente. ¿Será la luna? Esa chica le ha tocado la fibra sensible, justo junto al bulto de la navaja. De mi tierra se había traído algo más que recuerdos en su petate, también había repatriado una mezcolanza de caracteres muy explosiva: el ya de por sí nostálgicamente triste eslavo y el volcánico más propio del trópico. Mala mezcla, muy mala, sobre todo si se interponen en su camino alcohol y faldas. Ya se ha bebido medio bar, como de costumbre, y la rubia le atrae mucho, de eso no hay duda. Sólo pido que no le vea Ramón. Me costaría decidir a quién preferiría parar.
Los ejecutantes se quedaron pendientes del arte del piano. El que lo tocaba movía sus manos a gran velocidad por todas las teclas casi al tiempo, un momento antes estaba aquí, poco después parecía casi desaparecer en la parte más baja de la escala para al poco reaparecer varias notas más allá, sin que la exhibición pareciera suponerle mayor dificultad.

En la barra Ramón ha cambiado su pose habitual, sus ojos colgados sobre las ojeras tendidos al frente, hacia la mesa de la chica. El entrechocar de los macillos del piano contra las cuerdas le han despertado un tic en la ceja que no me gusta un carajo, y por si fuera poco le ha comenzado a retemblar el labio superior. ¡Ay va Dios!, ya ha percibido el bochinche, el viejo zorro ha captado por debajo del gotear musical la vibración de los dos segmentos de cuerda. Su mano, sin cejar en el tamborileo se ha ido acercando a pocos hacia una cercana botella de cerveza.
Mientras tanto, ajeno por completo a las emociones no precisamente musicales que su comportamiento está avivando, el nuevo continúa removiéndose. Sólo juega, aunque sin caer en la cuenta de cuál es la naturaleza del verdadero juego que está provocando con su actitud.
En esta partida de ajedrez el primer movimiento lo practica Igor, ya puesto en pie. Le sigue desde su rincón Ramón que ya aferra con suavidad pero con el musculado brazo tenso el vidrio por el cuello tal y como mandan los cánones. ¡Maldita sea, a trabajar! Y yo que sigo sin recordar cómo coño era aquello del teorema de la hipotenusa.
El Igor avanza rígido con una sola idea rebotando por su embotado cerebro, abriéndose paso con un tambaleo inseguro a través de gente y mesas atestadas hacia el extraño; el Ramón que por su parte sale reptando de detrás del parapeto en su persecución, y a mí, que el corpachón que heredé del malnacido de mi padre me impide ir más rápido entre este gentío, me toca avanzar a empujones hacia el punto en el que si no puedo evitarlo los dos acabarán convergiendo. Ya he mandado al carajo a Pitágoras o a quien fuera el fulano griego que inventó el puñetero teorema. El trabajo en este momento es lo más importante. Mi intuición me dicta que el bulto que Igor aferra en el fondo de su bolsillo es casi tan letal como la botella del Ramón. Pincho y casco de cerveza, cliente borracho y patrón psicópata. ¡Necesito cambiar de trabajo!
Retomó el pulso instrumental la trompeta, emparejando vibraciones con sus hermanas colgadas del techo. La pareja sentada debajo del piano se acabó levantando. Al final la aprensión de él había superado el placer que la música en grata compañía pudiera producirle. Al hacerlo la chica no pudo evitar chocar con un rubio alto, a juzgar por su tambaleo bastante borracho, y a la par bastante sorprendido por aquél súbito movimiento que le había cortado el paso, sin que por ningún momento lo hubiera previsto. En ese instante, como si con su marcha hubieran atraído a medio bar llegaron a su lado el pedazo de negro y el dueño del bar. A eso lo denominaría yo atención personalizada y saber cuidar a la clientela. De hecho al propietario se le veía una cara de tanta preocupación que si no llega a ser por la pronta intervención del hombretón casi hasta se le cae al suelo la botella que portaba en la mano. Menos mal que la rapidez de éste lo había impedido, asiéndola ágilmente con su manaza. No me había percatado de lo grande que era hasta ese justo momento.
La trompeta arrancó un agudo y todos los demás le corearon: contrabajo, bongos, piano, saxo y trombón. Dio comienzo entonces un danzón ante el clamor de los clientes del bar que abandonando toda contención habían empezado a aporrear sin más sus mesas como muestra de sus emociones. Entre la música tanto el dueño como el rubio regresaron a sus posiciones originales, uno detrás de la barra y el otro al rincón del fondo. Éste último después de que el negrazo le susurrara algo al oído. En cuanto a la pareja, un tanto abochornados por la situación en la que se habían visto envueltos sin proponérselo volvieron a sentarse. Él no sin echar antes una ojeada con aire de resignación hacia el piano que colgaba sobre su cabeza.

Bueno, ya está todo arreglado. A veces lo de saber idiomas ayuda lo suyo, si ya decía yo que Igor en el fondo es capaz de entrar en razones. Sólo se precisa utilizar las palabras adecuadas. Lo de la diplomacia lo aprendí de mi madre. Una mujer con un niño y con el marido fugado puede enseñar a su vástago muchas técnicas útiles a la hora de mantener a los hombres a raya. Todo ha quedado en un maldito susto, por esta vez. Ahora a continuar con mi abandonado Barceló con Coca Cola, ¡na zdorovia, carajo!
Ésta parecía ser ya la última canción de la velada. Me lo confirmó el pianista cuando tras coger de nuevo el micrófono agradeció una vez más las felicitaciones, emplazando a los presentes para una próxima ocasión. A duras penas se dejó oír dada la nutrida salva de aplausos con la que le correspondieron.
Tras un último trago a mi tercera cerveza me alejé lentamente de la barra, no sin echar, ahora sí, un último vistazo a la rubia. Mientras avanzaba hacia la puerta sentí como si yo no fuera el único que estuviera lanzando miradas en derredor, como si alguien me estuviera observando. Me giré y volví a cruzarme con los ojos del negrazo, quien permanecía aferrado a su pose inicial, sin quitármelos de encima, y una vez más haciendo otro tanto con todos y cada uno de los asistentes.
El aire frío de la noche me recibió en el exterior y decidí tomar un taxi para llegar a mi apartamento, ya hacía rato que el metro había dejado de circular, y lo de vivir una aventura a bordo de un buho nunca me ha apasionado. Ya pensaba en por dónde deambularía mañana, según mi costumbre y a mi manera. Lo que sí resultaba cierto era que cuantos me habían comentado que aquí en la capital se vivían mil y una aventuras se equivocaban por completo. Al menos en compensación la velada jazzística había resultado inolvidable.
Bosco fecit.

2 comentarios:

El Holandés Herrante dijo...

"No habrá hijo de madre dispuesto a negar que Da Costa ha firmado un pacto con Satanás. Sus manos callosas de cincuentón mienten sin callar mientras se deslizan por las cuerdas del contrabajo..."
Muy bueno. Excelente texto.
Saludos Herrantes...

Jaime Bosco dijo...

Un saludo, Holandés. Gracias tanto por su comentario como por los elogios; en el caso de los últimos doblemente agradecido porque realmente el presente es uno de los relatos que más me gustan.

Tras su tardanza en actualizar su blog he podido constatar que la espera ha merecido la pena.