-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 5 de noviembre de 2010

EL TRIUNFO DE LA INANIDAD

“Se sirvió una ración de granos de café en bruto, lo que parecía una burla en medio de tantas penalidades. No había ningún utensilio para tostar el café, ni para molerlo; no había azúcar, ni siquiera fuego, y a menos que esperasen que comiésemos como hacen los caballos con la cebada, no veo qué uso podían hacer los hombres de él, excepto ponérselo en la boca, que fue justamente lo que hicieron”. El comandante del 1er regimiento del cuerpo expedicionario inglés en Balaclava (1855).
Citado en el libro “Historia de la incompetencia militar”, de Geoffrey Regan.




De improviso la cortina de humo que anegaba el interior del establecimiento sito en el número trece de la calle General Manuel Fernández Silvestre se rasgó de abajo a arriba bajo los ecos originados por una frase gritada a pleno pulmón. Aquella frase a la que precisamente más temen cuantos se consideran bebedores contumaces, causa del violento inicio de no pocas revueltas, motines y sangrientas revoluciones a lo largo de la historia de la humanidad, remontándose desde los tiempos oscuros del Neolítico hasta el presente, fuera ya en éste o en cualquier otro rincón perdido por el orbe, repetida de boca en boca una vez tras otra en épocas de calamidades, desde los ya lejanos días en los que los seres humanos lograron articular el primer sonido medianamente inteligible, mediante cuya pronunciación fueron capaces de hacerse comprender por sus congéneres.
La frase, convertida en un clamor fragoroso a causa de su sucesiva repetición por más y más gargantas, no tardó en extenderse como una riada de llamas por los aledaños de la barra; al punto el fuego griego prendió en el material susceptible de inflamarse que se encontraba sentado a las mesas más próximas, prosiguió su avance alcanzando a las más lejanas y, animado por su creciente voracidad, prosiguió imparable ante cuyo avance todo obstáculo sucumbía sin remisión, para terminar por penetrar en lo más recónditos rincones del Gino´s, incluidos los baños.
Aquellas terribles palabras, aquel mensaje apocalíptico, mucho más poderoso que cualquier consigna y no menos pavoroso que cualquier proclama, repetido sucesivamente a modo de salmodia, como un rodante ronroneo ensordecedor, no era otro que éste: “¡se terminó el último barril de cerveza!”.
Sábado por la noche, en plena canícula, azotados por una ola de calor sahariano, sin aire acondicionado, y además sin la posibilidad de conseguir por parte alguna ni una mísera gota del preciado líquido envasado en barril; unos por otros, sin olvidarse de la inestimable colaboración del despiste, habían aportado su grano de arena a la colina de despropósitos que les había conducido irremisiblemente a la dramática situación que allí se vivía. Cierto que aún les restaba el recurrir a la provisión de cervezas embotelladas, mas para los acalorados y sudorosos bebedores de cañas o de su variante más refrescante, la clara, el mero hecho de pensar en ese torpe remedo sólo representaba el ingreso en el más dantesco de los escenarios que ni en sus pesadillas más mórbidas habrían siquiera soñado.
“Abandonad toda esperanza de salir de ésta”, parecían proclamar con sus giros los cada vez más desorbitados ojos.
Sólo el más visionario entre los pintores flamencos lograría plasmar en su íntima crudeza la estampa que conformaban aquella cohorte de almas sedientas, a la par que sumidas en la más cruel de las torturas, vagando de acá para allá sin un rumbo definido, las lenguas laceradas a causa de su sed sin consuelo, estirando sus dedos casi exánimes hacia las últimas gotas que todavía se desprendían del cañero, a cuya vera algunos yacían medio prosternados, como si por intervención de un nigromante el dispensador del bayo líquido hubiera pasado a convertirse en un ídolo, la actualización de un Baal sediento de sangre sacrificial con la que acallar su creciente ira.
Si un artista de la talla de Colás Canales se hubiera encontrado dotado de las capacidades innatas que se le reconocen a un Brueghel, a su alrededor habría encontrado una profusión de motivos más que suficiente como para plasmar en un lienzo una moderna recreación de la danza macabra, del baile de la máscara roja, del castigo divino que durante centurias había asolado al mundo entonces conocido, sin pararse a hacer distingos de credo, ocupación o clase social. El rechinante giro de la ruleta de la fortuna había volteado a los clientes, arrojándoles sin remedio contra su base, y al lado del pintor boqueaba el resultado del brusco movimiento.
Al final, por paradójico que resulte, Norberto logró contener a duras penas a la muchedumbre asustada y temerosa por medio de la disposición de unas prietas filas de tercios helados, depositados con no poca celeridad sobre la barra. Sólo la visión salvadora de la cerrada formación, con su apariencia propia de la de unas legiones romanas, sus etiquetas a modo de scuti centelleantes bajo los rayos provenientes de los halógenos, logró calmarles en la medida suficiente como para que les fuera factible el percatarse de lo extremadamente irracional que había sido su anterior comportamiento. Quizás confusos en su enloquecido rechinar de dientes precisaban la visión palpable de aquella su salvación, siendo mucho más poderosa su contemplación que la certeza de su oculta existencia en el seno de las cámaras frigoríficas.
No sé muy bien el porqué pero en tales momentos de zozobra acudió a mi cabeza el recuerdo de una anécdota que en cierta ocasión me había leído mi señora. Tratábase de una historia ambientada durante el desenlace del combate en el que se habían enfrentado con vigor homicida los ejércitos francés y español, la celebérrima batalla de Rocroi.
Cuando a primera hora del lunes entrara por la puerta del Gino´s el repartidor de cerveza y le formulara a Norberto la esperada pregunta “¿cuántos érais?”, a buen seguro que no estaría fuera de lugar que el barman replicara a modo de respuesta, con aire solemne y grave continente: “contad las botellas”[1].


Y luego la opinión popular afirma que los gatos, mientras descabezamos un sueñecito, sólo soñamos como mucho con cazar ratones. Pues yo puedo rebatir con argumentos una impresión tan absurda como esa, y hasta puedo aseverar a quienes tal necedad aseguran, y la experiencia presente lo confirma, que la variedad de los temas vividos es muy superior, en especial cuando se halla de por medio un atracón de paté para cenar.
Bosco fecit.


[1]En la Batalla de Rocroi, suceso acaecido el diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, se enfrentaron el ejército francés, al mando del duque d´Enghien, y los tercios españoles, a cuyo frente estaba Francisco de Melo, gobernador interino de los Países Bajos; el sangriento combate concluiría con la aplastante victoria de las fuerzas francesas.
Se cuenta que a la pregunta de un francés, “combien vous etiez?” (“¿cuántos érais?”), la lacónica respuesta que le dio un oficial español fue: “raconter les morts” (“contad los muertos”). Otra versión de esa respuesta la amplía un poco. Así, siempre de acuerdo a esta segunda versión, lo que habría respondido el militar español habría sido algo más preciso, de acuerdo al desenlace del combate: “contad los muertos y los prisioneros”.

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