-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 6 de diciembre de 2009

CÍRCULO



A Pili A.


"Se advierte a los ciudadanos que cualquier acto de sabotaje en todo tipo de actividades nacionales, como empresas, fábricas, medios de comunicación o de transporte, etc., será sancionado en la forma más drástica posible, en el lugar mismo del hecho".

Inicio del Bando número uno de la Junta de Gobierno Militar de Chile (1973).


Una gota, simple, redondamente esférica, cristalina, rodante, definitiva. Un cosquilleo por la piel surcada en su camino, el trémulo cuello como destino final.
Hacía demasiado calor en aquella oficina, aunque nadie se quejara. Y quién podría hacerlo a la vista de los amenazantes fusiles, con bocachas bostezantes dirigidas al suelo. Pero allí se encontraba él, aguardando, esperando el final del inacabable proceso administrativo. Ante un mostrador que se asemejaba a una trinchera, no menos amenazador. Resultaba curioso, de un tiempo a esta parte todo adquiría proporciones y símiles militares. Quizá contribuyera a ello la visión de los bisoños soldados, imberbes afeitados de mirada definitiva. O quizá el aspecto del funcionario que revisaba sus papeles: un civil militarizado con similar mirar, pero en apariencia desarmado. Quizá se debiera al golpe militar que con el fin de apartar al país del caos lo había hecho caer en el terror. Quizá...
No, eran ya demasiados quizás; se diría que también él había sucumbido a la ola de silencio que lo había anegado todo. Había que decirlo bien alto: ¡era por todo aquello! Con tan sencillo pronombre, en apariencia un humilde recipiente, recogía cuanto le rodeaba: las detenciones a altas horas de la madrugada, las torturas, lo que sentía, las palizas a los subversivos, entendiendo por tal a cuanto sospechoso de mostrarse contrario al nuevo régimen entrara en los Falcon; los discursos adornados con sumisos entorchados como auditorio; las presiones sobre los que pensaban, en un momento y en un país donde tal cosa estaba proscrita; todo lo que había terminado por saturarlo, por sobrepasarlo.
Muchos se quedaban, en la clandestinidad, dispuestos a enfrentar sus ideales a la sinrazón de los nuevos verdugos: una lucha por más perdida no menos heroica. Él no. Había tomado la decisión en la última reunión; harto de hablar con cuchicheos en habitaciones en penumbra, estancias a las que se accedía después de recorrer fantasmales calles a causa del toque de queda, mirando en todas direcciones para no ser sorprendido por una patrulla; confiando en que ningún confidente se encontrara desvelado; con el corazón precediéndote a unos cuantos pasos, caminando a grandes trancos. Se había acabado. Ellos podrían quedarse para engrosar el nutrido número de mártires anónimos. Se iba.
Pero aquel funcionario no mostraba ninguna prisa, tomándose su tiempo para revisar a conciencia el pasaporte; exteriorizaba su fidelidad y patriotismo deleitándose con los intrincados dibujos a tinta de diversos colores, diseñados por las fábricas nacionales para decorar las hojas. Todo estaba en orden, todo tenía que estar en orden. Se había asegurado por procelosos conductos de la ausencia de su nombre de la lista de elementos a detener. Pero en cualquier momento algún compañero podría confesar, incluso ahora mismo; bajo la tortura se acababan dando nombres aunque sólo fuera para adquirir algo de tranquilidad, para que te permitieran dormir más de media hora continua, para que no te aplicaran más la picana en los genitales, ya tumefactos; en fin, para que aquellos aventajados aprendices de inquisidor comprendieran que deseabas prestar tu colaboración, pero que por Dios bendito terminara el maldito suplicio. Y así era. Muchos proclamaban que nunca hablarían, que a ellos no les sería arrancada la más mínima información, ni un solo nombre. Pero pocos llevaban tal pretensión hasta el final, y siempre bajo el aspecto de informes masas de carne quemada y lacerada, la boca componiendo un solo coágulo sanguinolento, y con los bornes colgando de las tetillas sujetos por cables de colores (los únicos visibles en la grisácea sala cuyas paredes invadía la humedad). No podía confiar en su silencio; las promesas murmuradas en la seguridad proporcionada por un sillón no contaban demasiado ante la persuasión aplicada por los carceleros. Porque aquellos diligentes cerdos amaban de verdad su labor.
Así que se iba. Antes que los soldados allí apostados le escrutaran demasiado. Tal vez atisbaran en su cara el poso de la culpa, tal vez ya figurara en ella; podía ocurrir que ya lo supieran y sólo estuvieran jugando con él, con sus esperanzas. Pero no, no podía ser, él no sería detenido, no sería torturado; todo estaba en orden.
Una nueva página y una nueva gota de sudor; la parsimonia del funcionario no conocía límite. Otra hoja, vacía como cada una de las diez anteriores; sólo una más y habría terminado. La puerta, la pista, la salida.
Casi no oyó el sonido emitido por la tapa al ser cerrado el pasaporte. Ocupaba su atención un militar que lentamente se le aproximaba por la espalda. Una nueva gota. Ya, le iban a detener, conocían su pertenencia al grupo. Sólo habían estado jugando con él, como el gato con el ratón. La puerta, la salida. Le detendrían y le torturarían. La libertad. Más valdría emprender la huida, no hacer frente a los tormentos. No quería sufrir los golpes, los corrientazos, la pérdida violenta de las uñas,...
Mientras se había situado a su lado, el fusil firmemente asido, sin temblores. Demasiado tarde. Sentía su aliento, vaho caliente de olor indeterminado, muy cerca. Tan lejos la puerta y tan próximo el soldado. Todo había terminado; pero los papeles debían encontrarse en regla.
- ¿Podría proporcionarme lumbre?
Durante el espacio de una eternidad, incapaz de pronunciar palabra alguna, fue consciente de las miradas que su persona atraía, cada vez más inquisitivas: acompañada por la súbita parada del examen del pasaporte, la del funcionario; fríamente horadante la del soldado, reforzada por el apretar del arma. Debía decir algo, algo, o sabrían lo que ocultaba. La puerta. La prisión. La libertad. La tortura. Ahora, vamos, ¡ahora!
- Lo siento, pero no fumo.
Tras encogerse de hombros el soldado se alejó, en busca de otro pasajero. A través del ruido de sus botas claveteadas oyó el frotar de las hojas de un documento oficial. El funcionario se había vuelto a sumergir en el pasaporte, recomenzando por la primera página.
Aquello ya sobrepasaba lo tolerable, no poseía fin. ¿Cuántas veces revisaría los papeles, ya casi deteriorados por tanto manoseo?
Un estampido, el del cuño. Por un momento creyó que alguien había disparado, consolándose por una muerte tan rápida. Mas al no notar ninguna sensación adicional pudo descubrir el sello de salida estampado en el pasaporte, con indeleble tinta azul (rojiza antes del golpe). Lo recogió de manos del puntilloso funcionario, agradeciéndole su mecánico deseo de buen viaje. Ahora hacia la puerta, la pista y el avión.
Ya estaba; se iba, se iba. Por fin. Sabía que sus papeles se encontraban en regla.
Una gota, simple, redondamente esférica, cristalina, rodante, definitiva. Un cosquilleo por la piel surcada en su camino, el trémulo cuello como destino final.Hacía demasiado calor en aquella oficina, aunque nadie se quejara. Y quién podría hacerlo a la vista de los amenazantes fusiles, con bocachas bostezantes dirigidas al suelo. Pero allí se encontraba él, aguardando, esperando el final del proceso administrativo...

Bosco fecit.



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