-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

CUENTO NAVIDEÑO

“La historia de Rudolph resulta familiar para la mayoría de los preadultos de Norteamérica y de otras partes del mundo occidental (lo que no pretende representar un respaldo a dicha cultura occidental, sino constatar que los mecanismos de la publicidad y la mercadotecnia funcionan con mayor eficacia en dichas zonas). Mas, si bien la imagen de un joven y diligente reno dispuesto a prestar alegremente todo su esfuerzo a Papá Noel puede resultar de indudable utilidad para los grandes almacenes y los compositores de cuñas publicitarias, la realidad de esta historia resulta más complicada”.

James Finn Garner, "Rudolph, el reno nasalmente privilegiado"
("Cuentos navideños políticamente correctos").



Estupor, sorpresa, pasmo, aturdimiento y estupefacción.
Nada más conocerse la nueva ese fue el efecto inmediato, con todos los matices imaginables dentro de la vasta gama, que sacudió a la ciudadanía. Con el paso de los días la lista de sustantivos se transformó sutilmente. En cierto modo un proceso de progresivo endurecimiento.
Indignación, enojo, irritación, furia, cólera e ira.
Nunca hasta entonces una filtración política había originado un revuelo de semejantes proporciones. Desde los principales mentideros adictos al poder se había propalado similar especie. Airosas atalayas desde las que entes sabia y oportunamente informados extendían por doquier lo que indefectiblemente calificaban como noticias fidedignas, indudables poseedoras por tanto de todo el crédito posible, asemejadas, aunque a humilde distancia denotadora de respeto, de aquellas nacidas a partir de la fértil infalibilidad papal.
Lo que diferenciaba la presente ocasión de otras precedentes habría que buscarlo en su origen. Provenía de un puesto más alto y encumbrado que el terrenal sitial de San Pedro, y mucho más próximo al ciudadano de a pie, al menos en poder coactivo: la sacrosanta Presidencia del Gobierno.
Un dato así, procedente del Gran Despacho, lejos de sosegar y contribuir al alejamiento de la sospecha de no tratarse más que de un bulo desestabilizador, un fruto acostumbrado del buen hacer de la oposición, todavía soliviantó más los caldeados ánimos. La temperatura en el coso político se incrementaba por momentos.
Alguna que otra voz, fuera de las tertulias de tasca, remojadas en tintorro peleón y manoseados naipes, se atrevió a mostrar su opinión, una manifestación de su derecho constitucional al ejercicio de la libertad de expresión, acerca de lo que, una simple brisa antes, principiaba a cobrar unas dimensiones preocupantes. Aún no muchas, la mayoría mantenían la reserva habitual en estos casos, temerosos de lo que podía constituir un mero globo sonda, un fruto acostumbrado en este caso del buen hacer del equipo gubernamental.
Y así, a las reiteradas inquisiciones de los reporteros sólo respondían con un parco sin comentarios, más dirigido a las propias corbatas que a las alcachofas de los enhiestos micrófonos puestos a su paso, torpes obstáculos que sólo recogían el simple soplo levantado por la correspondiente americana a medida. Pero los habitantes del país se encontraban presa del delirio, ansiosos por sustanciar los temores que las bien fundamentadas habladurías habían inflamado en su interior. A fuer de sincero no era para menos.
¿Dónde se encontraba el origen de la agitación social descrita, terremoto que extendía sus perniciosos efectos por todos los estratos, desde los más humildes a los más prominentes e inaccesibles? ¿A qué se debió el súbito interés por la lectura de un periódico que, como el estatal, más conocido como Boletín Oficial del Estado (B.O.E.), carecía de esquelas y horóscopos? ¿Acaso al lento fraguar de una inminente movilización general, contradictorio término cuya materialización pasa precisamente por la forma de lo contrario de lo que parece apuntar: el parón absoluto? ¿Una nueva campaña de tributación, la enésima, basada en una doble vertiente práctica: la bajada de los impuestos y la compensadora subida de los tributos, merced a la imaginativa introducción de unas novedosas tasas?
No, nada de todo eso, ni siquiera lejanamente próximo. Lo que en principio, pendiente aún de su confirmación, sólo se había revestido del aspecto de un rumor bien asentado, consistía en la simple supresión total, en ningún caso a título meramente testimonial, de toda celebración de carácter navideño.
En pocas palabras, que no existirían festividades con motivo de la Navidad.


Llegó el día, apareció el Real Decreto publicado en el B.O.E., con el ampuloso fárrago habitual; y comenzaron las declaraciones.
Desde la Conferencia Episcopal se acusó al Gobierno de llevar su bien probado laicismo hasta extremos más propios de oscuras épocas ya pasadas. Comentarios refrendados oportunamente por varias cartas pastorales preparadas ex profeso por avisados obispos.
Los sindicatos criticaron la medida por considerarla como un flagrante acto que perseguía privar a las masas asalariadas de uno de sus derechos largamente anhelados (arrebatárselo vilmente): contar con una oportunidad para despilfarrar y endeudarse como cualquier integrante de la clase alta, una conquista memorable en el campo de la igualdad social.
Naturalmente la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (C.E.O.E.), y más en concreto aquellas que aglutinaban a los dueños de grandes superficies, así como las distintas asociaciones de comerciantes, pusieron sus gritos a la altura del coro de ángeles celestiales. En ruedas de prensa convocadas con celeridad exigieron prontamente la cabeza del ministro del ramo.
Aquella “estúpida medida ocasionaría pérdidas económicas de incierta cuantía, para cuya exacta cuantificación faltarían dígitos en las calculadoras”. No cabía duda alguna que se encontraban ante “un ataque directo” tendente a “barrenar la precaria estabilidad de un sector atacado por la creciente competencia foránea, en un momento tan propicio para la notoria mejora de las cuentas de resultados”. Los comunicados y soflamas proseguían con líneas y líneas perladas de términos macroeconómicos acuñados en conferencias de la Harvard Business School, aunque tales lenguajerías no podían ocultar las palabras que subyacían, apenas entrevistas entre la refulgente superficie, en todo caso más propias de peleas de carreteros que de licenciados de universidades privadas de probado prestigio.
En cuanto a los ciudadanos de a pie, la única oportunidad, por carecer precisamente de dicha alta formación (deficiencia que los nuevos planes de estudio precisamente pretendían subsanar) para mostrar su hondo descontento, por emplear un léxico tibio, eran precisamente esos improperios de manifiestos colorido y sonoridad, claras muestras de la ancestral herencia poseída por un pueblo que se ufanaba por descender de don Pelayo y San Fernando.
La oposición, como siempre, en aplicación de su función constitucional en el devenir democrático, mostró su desacuerdo con la política del partido en el poder. Sólo debió aumentar el ímpetu de sus ataques, pero siguiendo la práctica consabida.
Muy difícil le sería al equipo de gobierno convencer a los ciudadanos de lo beneficiosas que eran sus medidas. Habían cometido el error de confiar en la habitual modorra que les aletargaba. Si se hubiera tratado de otro tipo de recetas no habría habido problema alguno, pero menear la Navidad. Precisamente la época esperada por todos los cabezas de familia para fundir, contando con la inestimable ayuda de cónyuges e hijos, y con la mayor rapidez posible, el sueldo del mes y la consabida paga extraordinaria; pasear bajo cientos de lucecitas brillantes, al ritmo de cánticos y villancicos estereofónicos; arramblar con todas las existencias de los vistosamente engalanados centros comerciales y contemplar adornadas cabalgatas con falsos Reyes Magos.
La gente deseaba consumir, anhelaba comprar, ansiaba regalar, quería recibir. En qué cabeza cabía el pretender arrebatarles aquello. Era, era, ¡era inconstitucional!


Cómo podría augurar el atribulado Portavoz Gubernamental, acordándose de la alegría que le supuso la obtención de aquel cargo que le aseguraba el condumio por espacio de un mínimo de cuatro años, mociones de censura aparte (y toquemos madera), que el garantizarse el sustento de su familia llevaría aparejado el hacer frente a un ejército de voraces periodistas, en sus caras pintadas los talantes de defensores de Madrid en el Dos de Mayo, profesionales a los que sólo contenían sus buenos modales, dispuestos tal y como parecía a practicar la puntería con su cabeza a modo de improvisada diana, empleando como contundentes objetos arrojadizos sus grabadoras japonesas. Es más, cómo explicarles, tratando de abrir paso su vocecilla asustadiza a duras penas sobre el rugiente barullo, las bondades de la medida acordada.
Sí, cuando la oyó en el consejo, entre cabezada y cabezada, parecía un dechado de buenas intenciones. Durante él habían flotado entre el humo de los cigarrillos frases como las que siguen: “se ahorrarían cifras astronómicas en decoración e iluminación, tanto interior como de fachadas; habría menos días festivos remunerados y no trabajados; menos horas extra; sobrarían las cestas con los típicos productos de la temporada; regalos personales;...”; eso desgranó detalladamente con clara voz de tenor el Ministro de Economía.
Personalmente el señor Portavoz calculaba con claro desprecio de las consecuencias macroeconómicas lo que economizaría en regalos aquel diciembre. No extraña que no se aproximara a escalafones más altos, carecía de una clara visión de conjunto. Su miopía política siempre había constituido un lastre insalvable para su carrera.
Por supuesto la opinión pública no reparaba en los efectos sobre el déficit público, en el Tratado de Maastricht, en la Europa Común,... No, cada uno arrimaba el ascua a su sardina. ¡País!
Mientras por cuarta o quinta vez trataba de hacerse oír el Portavoz Gubernamental pensó en las aspirinas que debería consumir para eliminar la creciente jaqueca.


El Gobierno, compuesto por preclaras mentes, acabó optando por la decisión más inteligente a su juicio: calmar los ánimos con el silencio sepulcral más denso posible. Al igual que cuando en un incendio las temperaturas alcanzan tal cota que el empleo del agua, lejos de apagar las llamas las aviva, debiéndose acudir, más bien, a sustancias que agoten el oxígeno vital para la combustión.
Decidido, trazado y realizado. Se dejó que los distintos tribunos se desgañitaran desde precarios atriles toscamente erigidos. Curiosamente se seguía el adagio árabe, aguardando hasta ver pasar el cadáver del enemigo por delante del portal. Bien fuera por causa del esperado efecto de una sesuda receta largamente deliberada, o bien por tratarse del casual son arrancado a una flauta, la tormenta desatada terminó por amainar al poco.
Los propietarios de grandes superficies comprobaron cómo las ventas, lejos de acercarse a la nefasta bajada prevista, aumentaban por encima de los niveles más exitosos de los años precedentes por aquellas mismas fechas. Al ser los costes necesarios mucho menores (los de iluminación, personal y decoración se habían reducido drásticamente a consecuencia de la aprobación del Real Decreto) los departamentos financieros en pleno, con sus jefes al frente, proporcionaron optimistas informes, con incrementos brutales de los márgenes comerciales como común denominador. Les faltaban manos para contabilizar el inesperado volumen de ingresos.
A los sindicatos les preocupaba más la inminente negociación de las subidas salariales para el próximo año. Después de todo se mantenía la paga extra y los contentos afiliados seguían empeñando hasta las cejas para financiar las compras. La práctica anual se había metamorfoseado en una costumbre compulsiva llegadas las últimas semanas de diciembre.
El estudio de aumentar la asignación sobre lo recaudado por el I.R.P.F. a la Iglesia calmó a los miembros del episcopado, contentos al fin y al cabo porque dentro de los males posibles se había acabado materializando el menor. La gente continuaba asistiendo a los oficios en número similar al usual, y en cuanto a las tópicas celebraciones, siempre se habían mostrado contrarios a unas exaltaciones consumistas marcadamente carentes de su significado originario.
Mas aún continuaron oyéndose algunas voces disconformes, menguado su número inicial, bien es cierto, pertenecientes a intelectuales que se habían arrogado el derecho a clamar en representación de sus conciudadanos. Unos discursos a los que nadie prestaba excesiva atención, preocupados como se encontraban todos por la imperante elección de los obsequios más adecuados para sus seres queridos.
Una Navidad más; sin celebraciones, claro.


No me resisto a revelar lo que la vida deparó al Presidente y a alguno de los actores reseñados. A continuación trato de saciar su curiosidad acerca de este punto.
El primero, las normas protocolarias mandan, recibió una calurosa ovación de sus colegas comunitarios en pleno, bises inclusives, en la siguiente reunión del Consejo Europeo, y con el transcurrir de los años alcanzaría el cargo de presidente de la Comisión Europea.
El Ministro de Economía, cerebro gestor de la acertada medida, acabó compatibilizando su labor como asesor del Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y la de catedrático vitalicio en una universidad pública patrocinada por el partido gubernamental, asimismo de vez en cuando condescendía a dar conferencias en diversos centros universitarios y foros internacionales, remuneradas, por supuesto.
Por último del Portavoz Gubernamental curiosamente no se volvieron a poseer más noticias. Algunos aseguraron que huyó al extranjero en cuanto fue conminado a satisfacer los abultados importes de unas facturas correspondientes a ciertas compras familiares.


Por cierto, ya para acabar, y en previsión de malentendidos, no olviden que nada de lo referido mantiene parecido alguno con la realidad, ésta, indefectiblemente, siempre acaba superando por varios cuerpos a la ficción.





Bosco fecit, diciembre 1996.


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