-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

ALGO MÁS QUE UNA MIRADA


El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”.
Oscar Wilde, "El retrato de Dorian Gray"


Cabría dentro de lo posible decir mi nombre, mas no acostumbro a efectuar actos de probada futilidad. Ni ustedes lo recordarían si me aviniera a revelárselo ni por otro lado les reportaría utilidad alguna. Al fin y al cabo un nombre puede falsearse, cosa en la que no se diferencia de una reputación. Quién garantiza fehacientemente que el proporcionado coincide en toda su extensión con el verdadero. Asimismo tampoco constituyo una de esas personas que gozan de un bien merecido reconocimiento social, bien merecido por buenas o discutibles acciones; ninguna voz impugnaría mis palabras. Conclusión: a qué tanta molestia. Sin embargo a decir verdad en algunos círculos, por supuesto muy restringidos, despierta alguna señal de reconocimiento; permítanme que ponga en duda el que siquiera logren soñar con el acceso a los mismos: aún disfrutamos de la potestad de escoger a los iniciados.
No deseo ser tildado de maleducado, insulto, algunos lo califican de epíteto, que mi persona, indigna acreedora del mismo, ha recibido más veces de las que quiero y puedo recordar, siempre ausente un motivo consistente por mí proporcionado; y ni mucho menos que la deducción final obtenida a raíz de lo anterior consista en considerarme una persona pagada de sí misma. Tan sólo ocurre que en mi área disciplinar nuestra labor es continua y callada, pasando desapercibida para los legos.
Como el no proporcionar nombre alguno sería requisito suficiente para hacer recaer sobre mí infundadas acusaciones de falta de cortesía les daré uno, no el verdadero por supuesto, y que no es otro que Bosco. Pueden llamarme así, pero no me pidan más.
Mi concreta especialidad, a la que me he referido en unos términos quizá un tanto herméticos, es la de inultramirar. Imagino que muchos de ustedes, como reacción instintiva, habrán abandonado la lectura, asqueado el rostro, puede que incluso íntimamente convencidos de la banalidad de algo que sólo cabe describir como las chanzas de un bromista, o bien, si me apuran un poco, los desvaríos de un loco. ¡Cuán difícil resulta convencer al ser humano con la verdad, y cuán fácil en cambio con la mentira!
Me resta un humilde consuelo del todo punto innecesario: si alguien recorre estos trazos, si algún espíritu más libre y poco mundano no se ha rendido al halago de la primera impresión, seres nada acomodaticios e inhabituales, mi tarea no recibirá el doble tributo de vana y vacía. En caso contrario debo aclarar que el hablar para la palpable ausencia en mí se ha convertido en inveterada costumbre, casi en una refinada razón de ser.
Escasos párrafos antes mencionaba que dedicaba mi esfuerzo intelectual a inultramirar. Dicho así, sin cubrirlo con el ropaje propio de la explicación razonada, imagino que lo mismo daría hablar del tratamiento y manejo manual de productos hortofrutícolas. Para los aficionados a tal materia, a la de inultramirar se entiende, vayan unas palabras a modo de breve descripción, labor que su buen esfuerzo me supone. Cabría describirla como un mirar más allá en el interior de las cosas, la que en un primer momento pasaba por ser una obscura palabra hace devenir a superflua tan concisa definición, pues ya arrojaba sobre los dormidos lectores, en apariencia, una clara pista sobre ello; no quedarse con lo externo, continúo con la del todo punto innecesaria definición, sino abrirse hacia lo interior y, una vez allí aposentados, lograr la comunión perfecta con éste: entrar a formar parte de la esencia, ser ella misma.
¿Demasiado profundo? Naturalmente, dada la abundantísima variedad de cosas existentes* una obviedad clara sería pensar en la división interna en varias subespecialidades. Cada una de las mismas se ocuparía de inulmirar** grupos distintos de manifestaciones***: útiles de construcción, alimentos, minerales,…
En cuanto a mí, el hecho de que originariamente fuera un especialista en arte, un gran entendido sería más exacto, condujo mi interés hacia las obras pictóricas que siempre me habían apasionado. Sí, me dedico a inulmirar lienzos. En apariencia puede parecer una labor preñada de dificultades, máxime si se consideran las condiciones precisas para desempeñarla correctamente: tiempo y mucha concentración. Sé muy bien de lo que hablo.
En un principio los visitantes habituales de los museos, seres semejantes en todo a abejas que se posaran sobre una vistosa flor, para remontar su zumbón vuelo instantes después, no se acostumbraban a la presencia reconcentrada de un inmóvil individuo que, fija su vista en un concreto cuadro, no la despegaba, ajeno por completo a la acumulación de las horas. Pero ha de ser así, debemos permanecer quietos, atentos a la manifestación concreta, sin casi respirar, en la más firme inmovilidad, semejantes en todo a muertos en pie.
Aunque tan sólo me he referido a los visitantes no puedo olvidarme de los demás. También los cicerones, las azafatas, el personal técnico y los ubicuos vigilantes me contemplaban con curiosos ojos, curiosidad por mí dificultosamente mantenida ya que mi ausencia de movimientos no tardaba en hacerla degenerar hacia la simple desatención. Casi como si la continua reiteración de mi presencia, exenta de nuevos matices posturales, me asemejara a un elemento más del entorno, indigno de ser recipendiario de una mayor atención. O quizás no me veían porque ya no me encontraba allí.
Bien pudiera ser la solución la última apuntada. A medida que me concentraba las sensaciones táctiles habituales (suelo, ropa, aire) pasaban a ser sustituidas progresivamente por un picor uniforme nada molesto. Tal impresión remitía a los pocos segundos de iniciada, tan rápido como había surgido, ocupando el vacío dejado un flotar denso y palpitante. Huidos el suave runrún del deshumidificador y el persistente taconeo de los vigilantes. Lo siguiente… dependía de la obra concreta.
A la memoria me viene el recuerdo de los sucesos acontecidos a un colega. Él, enamorado también de las visitas a las pinacotecas, había estado a punto de perecer ahogado mientras sometía a estudio El naufragio de Turner. Sólo la rápida ayuda de uno de los marineros retratados había impedido tan grotesco final. La vivencia alcanzó tal intensidad que regresó completamente calado. No será preciso añadir que su salida del museo resultó borrascosamente cómica.
Por lo antedicho podrá deducirse que me diferencio ampliamente de todo ese cúmulo de estudiosos que basan su (re)conocimiento en la asignación de las obras a unos parámetros concretos y muy definidos, perdiendo por el camino el espíritu insuflado por el artista. Precisamente aquel con el que nosotros entramos en contacto: la realidad expresada con los colores y las formas. El poder pasear por los pasajes, palpar los paños, oler el aroma de las estancias, escuchar las conversaciones,…; un nuevo entorno por descubrir, hollar y conquistar.

Ya termino. Lo que he descrito con anterioridad explica lo que hago aquí arriba, entre tanta gente de gris rostro. Medio escondido para que las riadas de visitantes no se percaten de mi presencia. Porque así es, cientos y cientos, día tras día, se quedan mirando hacia la que se ha convertido en mi morada actual. Es entonces cuando nosotros permanecemos quietos, inmóviles. A la noche, en la silenciosa sala, nos desperezamos y charlamos en voz queda, respetuosos por lo que se desarrolla a nuestros pies: un entierro, el entierro de un conde que no era más que señor, señor de Orgaz.


Bosco fecit.

 

* Personalmente prefiero denominarlas manifestaciones, un término menos despectivo y frío; por lo menos en lo que a ellas respecta. A nada le puede gustar que se le haga referencia con un nombre tan vasto, con b también, y tan poco concreto.
** Una evolucionada apócope más fácil de pronunciar, motivando la generalización de su uso entre nosotros los eruditos. No obstante no hemos podido evitar, por desgracia, que ciertos grupúsculos ortodoxos se hayan empecinado con carácter harto belicoso, propenso al exacerbado pintarrajeo mural como artística forma de protesta y al intercambio campal de objetos contundentes como lenguaje expresivo, en emplear la tradicional; pura muestra de las diversas corrientes cuya existencia resulta inherente a todo colectivo humano.
*** En cierto congreso internacional de la especialidad, celebrado por supuesto en un rincón paradisiaco, me topé con un holandés, hombre de amena y viva charla, quien había invertido cerca de treinta años de su bien corta vida en una única y concreta pasión: inulmirar agua.
Lo cierto es que durante una excursión por el desierto, sobra la habitual ristra de epítetos comunes, gastó las ya de por sí menguadas reservas de tan preciado elemento. A la estúpida idea de haberla emprendido en solitario se le había emparejado la no menos estúpida de realizarla con escasísimos víveres.
El terco combate contra la lacerante sed lo basó única y exclusivamente en inulmirar mentalmente una gran jarra colmada del fresco líquido. Cuando cinco días después fue hallado por un grupo de tuaregs a camello se encontraba más fresco que una rosa de invernadero. A partir de tan revelador momento hasta seres humanos menos inteligentes habrían vislumbrado las únicas dos opciones posibles: fundar una nueva religión o consagrar toda su existencia a la enriquecedora labor que precisamente había contribuido a su posterior disfrute, prorrogando su fin.
Como recién converso hasta tal extremo llevó su recién nacida vocación, con tal denuedo invirtió sus nuevas energías, que acabó abandonando mujer e hijos, una pareja de la que atesoraba las consabidas y pertinentes estampas en su cartera, no sin darles eso sí un último beso de despedida. En el fondo era muy dulce; no podía reprimir las lágrimas que por cientos, nada de una única furtiva lágrima, le saltaban cuantas veces se refería a ellos, no olvidándose de guardarlas de inmediato en un frasquito al efecto para su ulterior estudio.
La explicación que del abandono proporcionó a cuantos quisimos oírla, nadie podía negarse tan embaucadora era su voz, no convenció ni a la indignada familia ni al menos obtuso magistrado. Sin duda meros seres mezquinos, incapaces de albergar en sus reducidas mentes la capacidad precisa para comprender los sacrificios consustanciales al método científico y al intrínseco al hombre afán por saber. Sus palabras fueron: “cómo podría dedicar parte de mi preciosa atención a seres en cuya composición sólo entraba en un setenta por ciento el agua”. ¡Ah!, un verdadero carácter dispuesto a los mayores sacrificios en aras de un progreso tacaño en honores y distinciones. Ni que decir tiene que se convirtió en el blanco preferido de cierta prensa de cerúleo color, llegando a ser tildado nada menos que de zoófilo (se le atribuían relaciones con medusas). Acusaciones y maledicencias que él supo arrostrar con innata elegancia.
Me hubiera gustado que pudieran hablar con él personalmente. Su aguda inteligencia así como su profundo saber le habían convertido en alguien legendario para nosotros, sus colegas. Pero una súbita riada le arrebató de este mundo antes de que este deseo se licuara debidamente.

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