-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

jueves, 24 de julio de 2008

APARTANDO LAS CAPAS DE UNA CEBOLLA




“Un film no es más que un sueño que se cuenta, pero un sueño que
soñamos todos juntos”.
Jean Cocteau.

Cada vez que se sentía solo se hacía acompañar por seres inexistentes que sólo asumían cierta corporeidad en su imaginación. Mediante este recurso se ahorraba el esfuerzo de fatigarse a causa de una búsqueda en pos de otros a los que participar sus ilusiones y proyectos, sus problemas y errores, sus aciertos y diversiones, sus vivencias diarias en suma.

En cuantas ocasiones sentía la necesidad de tomar alguna bebida, no tardaba en transformar su hasta ese momento vacío salón en una recreación del Café Americain de una Casablanca prefabricada en blanco y negro. A su vera un pianista negro aporreaba un piano color rosa al tiempo que entonaba una canción que desde hacía largo tiempo él no había vuelto a escuchar de nuevo. Al fondo del plano huía continuamente de sus captores un hombrecito con ojos saltones, dejando tras de sí un rastro en el que se percibía claramente un olor a violetas, quizás en busca de un halcón que había robado a unos soldados alemanes que portaban unos salvoconductos harto singulares. Quizás aún mantuviera la pretensión de canjear aquella forja de sueños por el vino ofrecido por unas ancianitas que guardaban el paso a su sótano donde, por uno de esos misterios que sólo se dan en contadas situaciones, un único operario tocado con un salacot se ocupaba de concluir las obras del Canal de Panamá.
Si quería aumentar sus conocimientos acerca de la vida salvaje hacía que un leopardo se paseara a los sones de Mozart por entre los montones de libros que ocupaban buena parte del suelo, meticulosamente embalados en cajas. Una costumbre, la de encerrar así a los volúmenes, aprendida de un amigo suyo quien una vez le participó que el primer error que uno comete nada más instalarse en una casa es la de adquirir una estantería. Una grave equivocación donde las haya puesto que detrás de esa pieza, y de seguido, se colarán uno a uno los demás muebles. Tan escueto mobiliario le animaba a jugar con puzzles mientras murmuraba una sola palabra, la pieza única de otro rompecabezas, éste interior, para eterna desdicha de cuantos pudieran oírle pronunciarla, ignorantes de su exacto significado. Entonces se vestía con un salto de cama y perseguía a un perro cuyo mayor afán era romper vestidos femeninos y fracs masculinos, a este respecto el can no hacía distingos por cuestiones de sexo, amén de su pareja afición por esconder clavículas intercostales.
Si lo que ansiaba era aire puro se armaba de caña y cesto y se acercaba a la orilla de un río próximo a Strelsau, con el ánimo de encontrarse con un borrachín, para más señas heredero al trono, a quien corona y prometida le quedaban un tanto grandes. Y qué bien en cambio le sentaban a él tanto los armiños como los brazos de la princesa, aunque la esgrima no constituyera su fuerte, y mucho menos lo de esquivar puñales arrojados contra su espalda como objetivo.
¡Ah!, cada vez que abría la ventana al bullicio de la calle sus ojos no contemplaban el bloque de enfrente, y en una de sus ventanas a ese vecino cuya afición menos confesable era la de asesinar esposas, sino la figura solitaria de alguien llamado Ethan aproximándose desde la lejanía. Entonces se sentaba en la mecedora y tras varios tragos de whisky acababa por recorrer un río repleto de rápidos y sanguijuelas en compañía de la hermana de un predicador, silbando entre dientes para así llamar la atención de una flacucha deslenguada, a imagen de como ella le enseñó la primera vez que se conocieron, mientras comían mano a mano la sopa con tenedor.
La simple visión de un tarro conteniendo azúcar le retrotraía a unos tiempos en los que se cuestionaba la democracia suiza en contraposición con la más interesante y fructífera Italia renacentista. Deambulaba entonces a través de calles mojadas por la helada, entre gatos que gustaban en frotarse contra los fondillos de los pantalones, en pos de un amigo que algún tiempo después ocuparía el puesto de policía en una ciudad fronteriza. Un amigo al que unas brujas anunciaron que sería rey y que a causa de tan egregio vaticinio no tardó en sumirse en las honduras de la locura y finalmente, ya un mero cadáver, en las no menos procelosas de un río, muerto a manos de un imposible mejicano WASP.
O el pasear por un París de decorado donde hasta en el papel de las paredes se olía el aroma que desprendía Les Halles, atraído por la verde coloración de la indumentaria que vestía una chica de vida más que alegre a pesar de que su jefe la chuleaba, o quizás con más razón por ello, y que terminaría por aprender que una mujer jamás se debe poner rímel si es que va a llorar. Ni tampoco, y ya que a eso vamos, tampoco dar de beber champán a un perro que padece de piedras en el riñón, aunque tenga por nombre Coquette. Sobre todo cuando no se dispone de dinero para hospedarse en el Excelsior y de paso acudir a sus baños termales.
Se encontraba un poco perdido, como bien se infiere a partir de la lectura de cuanto antecede. Mas cuando sentía que la locura le atenazaba, tras rondar primero en las proximidades, a su lado acudía presto para mitigar los terribles síntomas cierto psiquiatra, un poco disminuido tras su brutal encuentro con un tímido izquierdista, preso por homicidio y condenado a la horca. Y eso sólo cuando no debía atender a un así llamado Archibald Leach, quien a veces se metamorfoseaba en un hombretón cuyo nombre auténtico me resulta por completo impronunciable.
En suma, sólo les confesaba estas cosas a camareros acodados en barras con la mayor variedad de tipos y tamaños. Camareros que lucían tatuajes en los brazos y que servían Calvados; que nunca acababan contando una historia porque al fin y al cabo siempre era otra que nada tenía que ver con la anterior, que le anunciaban la partida de chicas que ya desde hacía unas cuantas horas se habían ido de su vera, y que la mayoría de las veces ni se sentaban a la mesa junto sus clientes ni probaban una sola gota de alcohol, aun cuando no se contuvieran en anunciar su nacionalidad a los tres vientos agitando la bandera del país de la borrachera.
Pero lo más terrible de cuando se sentía muy solo era que todo cuanto aquí les estoy narrando adquiría una corporeidad tan sumamente tangible que hasta en ocasiones su vecina se colaba en el salón a través de la ventana, para tras la súbita irrupción cantarle acompañada con una guitarra canciones que hablaban sobre ríos hechos con rayos de luna. Tampoco le importaba si en otras visitas, llevada entonces en brazos de la melancolía, se limitaba a narrarle sus propias anécdotas. Como aquella vez que viajó durante varios años por las carreteras de Europa en compañía de su entonces marido, sin que este último cambiara en absoluto al cabo de tantas idas y venidas. O aquella otra, siendo todavía una niña, en que se pasaba las veladas espiando a los asistentes a las fiestas celebradas en la mansión en la que su padre ocupaba el puesto de chófer, ella secretamente enamorada de uno de los hijos de la adinerada familia. Siempre la escuchaba, aunque al fin y al cabo no fuera más que otro fruto de su íntimo deseo de no sentirse tan solo.
Mas llegó el preciso día en el que debió dejarlo todo atrás. El día en que el cantante contrajo una pulmonía por cantar bajo la ducha con el paraguas cerrado. El día en que el eterno aventurero, gigante de seis pies, proclamó que hasta allí había llegado y se murió comido por un cáncer estúpido contraído más estúpidamente todavía mientras encarnaba a un líder mogol poco creíble (¡vaya estupidez!). El momento en que la mujer que tomó el avión hacia Lisboa sintió cómo su brazo se hinchaba arrebatándole poco a poco la luz de gas que ya había perdido cierta noche en la ciudad de la luz. Sí, el día en que chorreando bajo un aguacero se despidió de la Venus personificada en bailarina de flamenco.
Así que cerró la puerta de su vida tras él, se caló el bombín, y con el paraguas cuidadosamente plegado se decidió a proseguir su camino en sociedad. Como único equipaje para su viaje de errabundo apátrida la sabiduría propia de un jardinero con un parterre de sueños a su cargo.
Bosco fecit.

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