-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

miércoles, 6 de agosto de 2008

EL RETORNO DEL UNICORNIO


Mi unicornio azul ayer se me perdió:
pastando lo dejé y desapareció.
Cualquier información yo bien la voy a pagar,
las flores que dejó no me han querido hablar.


Unicornio, Silvio Rodríguez


Dedicado a alguien muy especial, sea cual sea el lugar en que esté.


Al pie de la pista de tierra matábamos el tiempo “Negro” Juárez y yo. El mecánico ya estaba habituado a las esperas, no bien la mayor parte de su laburar diario consistía en aguardar la llegada de una pieza procedente de la remota capital. A mí por el contrario me suponía un mayor esfuerzo. Mi carácter emprendedor no estaba hecho para permanecer sumido en la inactividad: las manos entremetidas en los bolsillos del pantalón, sentado al pie del desvencijado tendejón, una construcción a medio pintar que hacía las veces de hangar improvisado y de cuarto para dormir.
Hacerme a la espera era sin duda lo más duro pues estaba acostumbrado a habitar lugares peores. Durante la maldita guerra había logrado descabezar sueños de pocos minutos encogido en una trinchera. Una zanja en la que el habitual palmo de agua se entremezclaba con el pestazo acre a pólvora. Así que lo de disponer de un jergón tirado junto a un banco repleto de herramientas, un conjunto variado de cachivaches que desprendían un fuerte olor a queroseno, no me hacía en absoluto añorar una habitación en el Claridge.

-¿Hace un café, compadre?

El ofrecimiento del “Negro” me arrebató del frente del Somme, asintiendo. En tanto penetraba en la penumbra del hangar en busca de lo que con liberalidad no exenta de ironía denominábamos café pensé en el apodo por el que le conocíamos. Sin duda solo cabía suponer que se trataba de la ocurrencia de un bromista.
Juárez tenía tanto de negro como yo de gaucho. Seis pies y medio de holandés rematados en la cúspide por una mata rubia y unos profundos ojos azules constituían la imagen más alejada de la propia de un africano. Bueno, yo por lo menos sí sabía que ese era el color de su pelo. Por lo habitual se encontraba tan sumamente cubierto de grasa que costaba verdadero trabajo convencer a cuantos acabaran de conocerle de que su tonalidad natural no era la morena. Añadan a lo anterior una piel curtida y surcada por múltiples arrugas a modo de ríos secos, condecoraciones de mil partidas y batallas perdidas tiempo ha que hacían que en ningún momento se le pudiera atribuir su edad real, si es que alguna vez condescendiera a confesarla.
A partir de las anécdotas que me había participado en los momentos de intimidad pasados junto a la salamandra, separados por unas botellas de ginebra y un par de vasos descansando entre los dos, le habría supuesto unos treinta y pocos, más cerca de la veintena que de los cuarenta. Y a pesar de esto cuánto había vivido. Lugares que para mí constituían hitos en los mapas para mi compañero materializaban recuerdos vividos, y de ellos los más eran tristes.

-Toma, despeja la mente y evita pensar.

Sonreí al aferrar la jarra de peltre con el oscuro contenido. Sin duda le había añadido una buena ración del brandy procedente de su provisión personal, aquella que reservaba para las ocasiones muy especiales. Cuando había arribado a aquellos parajes, un año antes, no había traído consigo otra cosa que lo puesto y un petate con varias botellas de buen brandy. Al parecer las había incautado en la hacienda de un terrateniente durante los agitados días de la Revolución Mejicana. Precisamente de aquel entonces procedía su apellido, Juárez, que junto con el apodo le otorgaban el aire propio de alguien legendario. Desde su llegada nunca me había participado cuál era su verdadero nombre, ni tan siquiera borracho. Como si al ocultarlo pretendiera borrar las pistas acerca de una vida pasada que no le gustara.
Ya que se había visto empujado a saltar al mundo no estaba mal tomar la decisión, a modo de revancha, de crearse una existencia a su justa medida.

-Me lo enseñó el viejo “Bitter” Bierce; buen tipo, aunque le había estropeado el carácter el haber contemplado demasiadas cosas. No es bueno pensar tanto, los boches hace años que no gasean el frente con cloro. La guerra acabó hace mucho; para él, para los muertos y para ti.

No me interroguen acerca de cómo era capaz de conocer cuáles eran mis pensamientos más íntimos. A lo mejor sí que circulaba un tanto de sangre de santero por sus venas. Sin añadir más se sentó sobre una lata de combustible, cortesía de la Standard Oil, y se dispuso a saborear su ración de café.

-¿Un cigarrillo?

De alguna forma debía corresponder a su amabilidad, así que le ofrecí uno de los raídos pitillos de mi cajetilla de Camel. No me quedaban muchos, pero contaba con no agotarlos antes de la venida de la reata de mulas con los suministros. Me lo agradeció mediante un leve gesto y lo cogió con una mano cubierta de grasa. Al encenderlo con mi Zippo temí por un instante en transformarle en una antorcha humana, si se daba el hipotético caso de que prendiera el combustible de alto octanaje del que estaba impregnado su mono de trabajo. Mas como siempre no sucedió nada y nuestras bocanadas ascendieron y se perdieron empujadas por el viento, hacia el horizonte. Después difuminé mi vista con el tenue rastro dejado por el humo a su paso, cavilando.
Hacía varias horas que ella debería haber regresado. Por la emisora nos habían avisado de su partida a la hora prevista. Contábamos con que las condiciones eran aceptables, según indicaban los informes meteorológicos de que disponíamos. Si es que se podía calificar con esos términos a un escueto párrafo radiado en el que se anunciaba que no se preveían tormentas. Sin embargo, y siendo muy optimistas, la impresión que realmente se desprendía era que con un poco de suerte no iba a hacer mal tiempo; pero de ser así tendría que haber aterrizado un par de horas antes. En tanto se cumplía el pronóstico nosotros esperábamos, con desigual habilidad.
La imaginaba allá arriba, pilotando el viejo aeroplano azul, con un unicornio pintado en la carlinga. Por esa razón llamábamos al aparato el “unicornio azul”, el unicornio que rozaba las nubes con su petardeo intenso, mientras sobrevolaba la pampa.
Clara, el “Negro” y yo mismo componíamos la totalidad del personal de tierra y vuelo adscrito a la Compañía Aérea Austral. Un nombre rimbombante con el que pretendíamos atraer a los pocos clientes gracias a los que lográbamos malvivir como buenamente podíamos. Por lo menos no nos faltaban comida ni tabaco ni mucho menos la provisión de ginebra. Cuando uno adora volar no hace falta más.
Un calambrazo de mi pierna izquierda me recordó que tendría que haber sido yo el que efectuara aquel vuelo. A causa de una maldita caída me había producido un esguince lo suficientemente doloroso como para impedirme tomar los mandos. Como había dictaminado el galeno, tras media jornada de viaje a lomos de caballo hasta nuestras oficinas, al examinar el tremendo huevo que me había nacido en el tobillo, en ese estado solo un loco testarudo y a la vez dotado con mucha suerte se sentaría a pilotar aquel avión. Lo de la locura era un rasgo que definía mi carácter, mas el acopio de buena suerte prácticamente lo había agotado medio sumergido en el barro de Francia. Me restaba la justa para defenderme en el día a día, siempre y cuando me encontrara en plenas facultades, claro.
Al final había sido una decisión afortunada la de enseñar cómo pilotar a Clara. Quién mejor para proporcionarle el adiestramiento preciso que un loco ex-piloto de la R.F.C. (Royal Flying Corps), quien por un accidente había sido degradado a soldado, y por ende obligado a luchar junto a la infantería, a ras de suelo, o más bien por debajo de él, a esconderse en el interior de trincheras tabicadas con maderos que a duras penas contenían la tierra que pugnaba por precipitarse a los corredores, lejos de los Fokker alemanes y de la libertad propia de los espacios abiertos. Y ella era la mejor alumna con la que uno soñaría contar. Como yo adoraba volar, a ambos nos atraía la libertad que se sentía allá arriba, cuando las nubes forman campos algodonosos tan al alcance que da una impresión tal y como si se las pudiera aferrar con estirar la mano lo suficiente. Ya su apellido, Montes, constituía una prueba de su inclinación por el medio aéreo.
Había aprendido muy bien, y en poco tiempo sobrevoló sola sus apellidos, mientras yo permanecía abajo, observando sus evoluciones, no sin que un extraño dolor, el miedo a que le ocurriera cualquier imprevisto, me asaeteara el corazón. Aunque nunca se habían cumplido los aciagos temores como profesional no podía evitar aquella sensación que, con más o menos crudeza, se anidaba en mi pecho, prolongándose desde que el “Negro” Juárez giraba con ademán violento la hélice para poner en marcha el motor hasta que tras el aterrizaje se detenía de nuevo.
Se trataba de un envío importante. No podíamos perder aquel encargo, a riesgo de que el cliente tomara igual camino. De ahí que Clara me hubiera presentado la posibilidad de que ella misma se hiciera cargo del mismo. Al principio a mí la idea no me gustó ni un tanto. Nunca hasta entonces había hecho un viaje tan largo, un par de centenares de millas, y a pesar de que su pericia fuera grande algo en mi interior no consideraba que estuviera preparada para acometer semejante esfuerzo.

-Deja ya de preocuparte. Sabes perfectamente que puedo hacerlo –y pasando a Juárez le picó–. ¡Vamos, díselo tú “Negro”! No te quedes ahí callado como un pasmarote.

El “Negro” me clavó los ojos y sólo pronunció una frase con su acento gutural:

-No podrás impedírselo, compadre, está preparada, y va a hacerlo, tanto si te gusta como si no.

Yo también era consciente de que cuando se le metía una idea entre oreja y oreja no habría ninguna fuerza de la naturaleza capaz de impedir que la llevara a término. No ignoraba asimismo que evidentemente era quien mejor podría juzgar con sinceridad si estaba o no preparada. Lo estaba, en ella el volar se había revelado como una habilidad innata. No obstante había conocido a tantos otros que se habían contagiado de esa enfermedad... Muchos de ellos acabaron sus trayectorias yaciendo diseminados a lo largo del campo de batalla, enredados entre los restos del fuselaje de sus aviones derribados.
Un ejemplo, el pelirrojo Nigel, miembro de una familia prestigiosa poseedora de grandes influencias en el Gobierno y la Cámara de los Lores. Uno de aquellos aristócratas que se habían alistado voluntarios, formando lo que los alemanes denominaron con desprecio “la chusma de Kitchener”. El joven que había sido derribado a dos días escasos de su entrada en combate. Todo a causa del error del oficial que se hallaba al mando de la escuadrilla. Aquel día Nigel murió y yo perdí las alas, fui degradado tras un consejo de guerra y devuelto al frente, donde la maquinaria bélica se hayaba necesitada de hombres que lucharan, circunstancia ésta que me salvó del pelotón de fusilamiento. La familia de Nigel se conformó con que el hasta un poco antes todavía capitán Irvine se enrostrara como mero soldado raso contra las alambradas y los nidos de ametralladora levantados por los alemanes cerca del río Somme. Sería una especie de juicio de Dios en cuyo resultado se dejaba el veredicto del tribunal. No sé cómo sobreviví a aquella carnicería, mas es cierto que algo en mi interior se rompió, a imagen de los árboles truncados entre los cráteres que poblaban el paisaje.
Bebí otro sorbo del amargo líquido para alejar la visión de aquel Fokker que tras emerger por entre las nubes situadas encima de nuestras cabezas había bajado casi en picado, con sus ametralladoras concentrando el chorro de proyectiles sobre el Nieuport de Nigel. Como jefe de la escuadrilla debería haber tomado más precauciones, no lo hice. Qué puedo añadir, el ataque fue tan súbito que por una vez la sorpresa me atenazó, incapaz de accionar el mecanismo de disparo de la Lewis que montaba mi aparato. Después la caída en barrena con un ruido agudo que en ocasiones me despertaba de madrugada, dejando a modo de despedida una estela negra a su paso.
Un repentino ronroneo lejano rompió mi ensimismamiento. Puesto en pie interrogué al cielo con el anhelo de distinguir sobre él al volumen del aparato. No hubo confirmación para mi deseo por parte alguna. En la dirección en la que le correspondería aproximarse no vi surgir la mota negra tan esperada. Sin duda tal sonido lo había producido mi imaginación, o más propiamente mis pesadillas.
Con un ligero hastío empecé a cojear meditabundo a lo largo del borde de la pista, ayudado por mi muleta, la atención puesta en el polvoriento suelo que pisaba. Adivinaba sin verlo que desde su atalaya Juárez no dejaba de observarme.

-Ella maneja ese trasto endiablado tan bien como tú mismo. Deja ya de inquietarte, carajo, acabará regresando sana y salva. Siempre lo ha hecho.
-Sí.

Mi monosílabo se contradecía con los sentimientos que pugnaban por dominarme. Visiones del avión hecho pedazos contra el suelo en cualquier punto comprendido entre aquella construcción y el aeródromo de origen me aguijoneaban. A duras penas era capaz de controlarlas, mas debía hacerlo.
Quiero invertir en usted, señor Irvine, me merece cierta confianza”. Con esas palabras se me había dirigido en la terraza de un café, al poco de ser ambos presentados en Buenos Aires. Había llegado a aquella ciudad procedente de Europa, en un intento por poner la mayor cantidad posible de mar y tierra entre mis recuerdos y mi persona. Vanamente había intentado vender durante las semanas anteriores mis servicios como piloto a alguna de aquellas líneas aéreas que poseían concesiones para transportar el correo por el Cono Sur. A duras penas lograba comunicar mis intenciones empleando un rudimentario español, aprendido de un compañero de armas nacido en Teruel. A aquel hombre le había sido más fácil enrolarse en el ejército francés de lo que a mí me suponía el ser contratado como aviador.
Hasta que aquel día un reciente conocido me había presentado a Clara Montes, quien pasaba por ser la hija de uno de las más importantes financieros de la ciudad. En ese primer encuentro le había hablado acerca de mis experiencias durante la guerra europea. Por uno de esos sentimientos de soledad que le acometen a uno cuando se haya presa de la desesperación, máxime si se encuentra en un país extraño, le había narrado lo de mi deshonrosa degradación, para culminar el relato describiéndole mis esfuerzos, sin mucho éxito hasta el momento, por encontrar un trabajo acorde a mi mayor pasión.
Ella había permanecido silenciosa durante todo el rato, con sus grandes ojos verdes pendientes de mis labios, sin decir absolutamente nada, esforzándose por desentrañar el significado de unas palabras que no eran las propias del idioma natural de su interlocutor. Cuando concluí mi relato me soltó aquella frase que acabaría cambiando la trayectoria de nuestras vidas por completo.
A la familia le supuso una gran contrariedad la decisión adoptada por su hija. Su primera reacción fue la desaprobación inmediata. Su niñita (de veintidós años) convertida en una aventurera, y financiando una empresa cuya plantilla se limitaba a un inglés de pasado más que dudoso. A buen seguro que la imagen se apartaba bastante de los planes que habían construido: casarla con alguien de buena posición, dotado de menos pájaros en la cabeza, a ser posible con los pies firmes en tierra, y con una profesión más honorable que la de simple “atrapapájaros”.
Tal expresión la había empleado el abogado que me había visitado en la pensión. Con gesto serio, muy acorde con su traje oscuro, me había desgranado las condiciones planteadas por los Montes, familia por cuyos intereses, añadió ufano, su firma tenía el inmenso honor de velar desde hacía ya varias generaciones. Quince mil dólares en efectivo y un pasaje marítimo de vuelta a Europa, la prohibición de regresar a la Argentina y por supuesto la exigencia de no mantener contacto alguno con la chiquita en el futuro. Ella era joven, inexperta, no sabía exactamente ni lo que quería ni lo que le convenía. De mí la había atraído sin duda un pasado del cual yo no debiera sentirme precisamente orgulloso.
Sin duda los Montes sabían en quién depositaban su confianza ya que aquel abogaducho pasó acto seguido a detallar con suma precisión mi historial militar, coma a coma, degradación y consejo de guerra incluidos. Al término de su disertación me había tendido un abultado sobre, no sin lanzarme con el ademán una mirada de desprecio. Aún hoy no sé cómo me contuve. Lo cierto es que bajó las escaleras con el sobre en el bolsillo, tragándose sus influencias, mascullando amenazas sin cuento, pero con la orden de que se largara de inmediato resonando en sus oídos. Que no quepa duda que por mi gusto habría preferido que hubiera descendido los empinados escalones de una forma un tanto más atlética, rebotando en cada uno de ellos hasta el mismísimo zaguán.
Mas a decir verdad ella sí sabía lo que quería y por supuesto no pudieron impedirle que lo llevara a cabo. Clara demostró lo recio de su carácter con una determinación que a mí no dejó de sorprenderme dado que nacía de un cuerpo al que sólo se le podría calificar como menudo. Aquella que la condujo a invertir el dinero procedente de la venta de unas joyas legadas por su abuela en la adquisición de aquel terreno en medio de la pampa, donde sólo se erigía un destartalado tendejón, al que se añadió un viejo aeroplano biplaza cuyos mejores tiempos ya hacía mucho que habían pasado.
Con una mano de pintura azul brillante y tras dibujar el unicornio en el fuselaje, el anagrama de la empresa, su aspecto varió un poco. No es que propiamente hubiera rejuvenecido. Su motor acusaba en ocasiones emitiendo rebufos los esfuerzos a los que era sometido, pero sí que había adoptado un aire de veterano, poseedor de una experiencia de la que sin duda carecían los modelos más modernos. En cuanto al tendejón lo de dotarlo de una presencia habitable nos supuso un poco más de trabajo, al menos la suficiente como para cumplir con decoro las funciones de refugio para el avión y vivienda para nosotros. Lo de la pista de aterrizaje ya nos ocasionó más sudores, mas tal era la ilusión que ella poseía que acabó arrastrándome y en poco tiempo ya la habíamos acondicionado adecuadamente.
Al cabo de unos meses apareció en la puerta del hangar, venido no se sabe muy bien de dónde exactamente y ni mucho menos por qué medios había sabido de nosotros, aquel gigantón que ahora mataba la espera junto a mí. Sólo pedía comida y alojamiento a cambio de prestar sus servicios como mecánico. Al contratarle había nacido definitivamente la Compañía Aérea Austral.
No hacíamos mal equipo, porque eso era lo que formábamos, un grupo de tres camaradas. El hecho de que Clara fuera mujer no había traído consigo ningún tipo de problema, ninguno de nosotros era supersticioso. Lo que existía entre los tres era una fuerte relación de amistad. Algo que ni la familia ni su firma de asesores legales comprenderían nunca plenamente. Convencidos de que la había engatusado no habían tardado en cerrarle las puertas, y extendieron el castigo hasta el punto de emitir una orden de repudio y terminar por desheredarla.
A pesar de este revés el auténtico objeto de la pasión de ella se había revelado enseguida, el volar era lo que verdaderamente la atraía. Por eso precisamente decidí impartirle clases, y como consecuencia, una caída de por medio, ahora tanto Juárez como yo nos encontrábamos allí, esperando, al borde de la pista de tierra.

-¡Señor Irvine, Clara!

El holandés, por lo normal parco en sentimientos y gestos, sólo se dirigía a mí por el apellido cuando se encontraba muy borracho o muy emocionado, siendo de lejos lo primero más habitual que lo segundo. Mas la situación no era para menos. Allá en la lejanía se medio vislumbraba un bulto negro que poco a poco se hacía cada vez más grande a medida que se aproximaba. No transcurriría mucho tiempo antes de que se escuchara el sonido achacoso del motor.
No pude evitar darle un fuerte abrazo a Juárez, al que él me correspondió, otra ruptura en lo que venía siendo su comportamiento habitual, con unas palmadas en mi espalda.

-Te lo dije, compadre. Clara es mucha mujer para este pequeño mundo.
-Viejo zorro holandés, tan acertado como de costumbre.

Sin más el “Negro” volvió a entrar en el hangar para preparar más café. A buen seguro que aquella noche nos íbamos a bajar buena parte de sus restantes existencias de brandy.
Mientras tanto el unicornio azul proseguía con un ronroneo cada vez más perceptible su aproximación a la pista de tierra, la misma junto a la cual un viejo aviador aguardaba, como en otros tiempos, el regreso de su escuadrilla al completo.


Bosco fecit.

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