-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 26 de diciembre de 2010

HISTORIA DE MI AMIGO



He estado muchos años luchando con la realidad hasta que he podido vencerla”.

Elwood P. Dowd (James Stewart).
"El invisible Harvey"
[1] ("Harvey", Henry Koster, 1950).







Ramón era uno de esas personas a quienes les casa perfectamente el calificarlas como adictas a las causas perdidas. Un eterno soñador con más costurones a fuerza de enrostrarse con la realidad que un cadáver redivivo. En su naturaleza se encontraba el motor que le impulsaba vez tras vez a percatarse de que el culmen de cuanto ansiaba pugnaba a escaparse poco a poco entre los dedos. Mas también en su naturaleza radicaba el mismo motor que le impulsaba a intentarlo de nuevo con no menos porfía, levantándose vez tras vez. Así le iba por la vida.
Siempre había soñado con la idea de poder viajar. Quizás influenciado por sus lecturas de Melville y London escogió en un principio el mar como medio sobre el que desplazarse.
Cuántas veces intentó aprender a nadar... Le imagino, él me lo contó, tratando de coordinar, tarea por otro lado imposible, piernas y brazos en un esfuerzo infructuoso. Cuando conseguía mover los miembros con cierto estilo, muy suyo he de añadir, su cabeza se negaba a salir del agua. Lo de respirar era algo que no podía permitirse dejar de lado, como sí otras cosas a lo largo de su existencia. El aldabonazo final se lo propinó el profesor, en su fuero interno desesperado, cuando en un aparte le soltó aquella frase: “hay gente que nace para ser bailarín o ingeniero, usted ha nacido para ser montañero o minero”. Como consecuencia lo de patronear un barco en busca de las Indias Orientales debió dejarlo para una futura reencarnación.
Como las ansias de viajar persistían optó como segunda opción por el avión, empujado por la imagen literaria (cinematográfica) de Denys Finch Hutton (Robert Redford). Mejor que no se hubiera subido nunca a una cabina. A los cinco minutos escasos de que las ruedas soltaran la pista él todavía permanecía aferrado al brazo del instructor. Miedo, qué digo miedo, franco pavor. Una sensación de vértigo que pugnaba por reordenar la de por sí caótica disposición de sus órganos internos. La consecuencia fue un aterrizaje de emergencia, diez moratones en el brazo del piloto, y el consejo de que se comprara una motocicleta de gran cilindrada o se pegara un tiro. Al fin y al cabo el instructor era alguien experimentado y consideraba que, conociendo a aquel sujeto, con cualquiera de esas dos modalidades alcanzaría tarde o temprano justa satisfacción.
Una vez asumido que lo de viajar de una forma acorde a las novelas de su juventud no estaba hecho para él decidió buscar una alternativa en la que emplear su imaginación y gusto por saber: se hizo delegado sindical de la empresa.
Por qué proceloso mecanismo mental apareció ante él esta posibilidad es algo que nunca me he explicado. Creo que en cierta ocasión principió a razonármelo pero a los pocos segundos mi atención se sintió cautivada sutilmente por el partido televisado. No es que me guste el fútbol, más bien lo detesto, quizás mi actitud fuera un ejemplo de una causa perdida más.
Deberían haber visto el ímpetu con el que se aplicó a su nueva labor. Por tratarse de una empresa de cierta entidad logró al mismo tiempo la condición de liberado a media jornada. No me atreví a confesarle que la única razón por la que le había sido tan fácil conseguirla era porque nadie más quería desempeñarla. Le veía tan ilusionado que no me atreví a romper el encanto.
Seguramente los que gozaron del placer de conocerle en aquella época le recordarán. Alegre, confiado, seguro de sí mismo, en una palabra, arrollador. Con verbo rápido y certero se abría paso en la neblina humosa de las reuniones con los representantes de la empresa. El logro de dos nuevas plazas de aparcamiento para los empleados tuvo lugar por aquellos tiempos. La limpieza y frialdad con las que exponía sus argumentos eran tales que su poder de convicción pronto le granjeó una fama inmerecida de ser cortante e incluso dogmático, a pesar de tratarse de un pedazo de pan. En suma, un incomprendido.
Envalentonado por el buen resultado de las negociaciones tomó la decisión de abrir un nuevo frente. Se trataba del principio del fin. Como no fumador de antiguo se propuso con convicción erradicar el humo del tabaco de las instalaciones de la empresa. Una causa noble, sin duda, mas para su pesar poco popular entre sus compañeros.
Nunca en la historia universal del sindicalismo se vio una defenestración tan rápida y unánime como aquella. He oído contar acerca de gente a la que le han hecho la cama en la mili, en internados o en el gobierno, pero lo de mi amigo fue una redecoración del dormitorio en toda regla. Asociados por primera vez patronal y proletariado, sin que debiera tomarse como precedente dicha circunstancia, le portaron en andas hasta el aparcamiento, dejada a un lado por consideración humana la propuesta de un radical que proponía, en la exaltación del momento, la faria medio consumida en la comisura, que le arrojaran por el hueco del ascensor. En una nueva constatación de su trágico destino vio abortada una vez más otra de sus determinaciones. Por suerte conservó el trabajo, aunque con la amenaza explícita de que no volviera a exponer en público ideas similares, so pena de acabar con los huesos en la puerta principal, por el lado de fuera.
Otros menos valientes y decididos hubieran abandonado en ese punto, porque cuando el destino se muestra tan tenaz alguna oculta razón lleva implícita. Mas él era de la raza de los correosos, de los imbatibles, de los que tardan más en nutrir las huestes de los desilusionados. No pasó mucho antes de que se pusiera a buscar algo por lo que luchar, y al poco lo encontró.
Tras mucho pensar y varias noches de insomnio después, concluyó que debía dejar a un lado la soltería. Ya había que cortar de alguna forma los constantes comentarios acerca de su estado civil, incluidos los murmurados en los que el tema central era el cuestionamiento de sus opciones sexuales. Necesitaba contar con una compañera con la que compartir sus vicisitudes diarias, tan ricas ellas. Por lo menos ahora se encontraba escamado en cuanto a la consecución de lo que se proponía. Escarmentado en cabeza ajena rechazó los lugares habituales en los que la mayoría pretendían encontrar el complemento a sus vidas. A un lado quedaron los bares poblados de gente sin pareja (separadas y separados, divorciadas y divorciados, viudas y viudos, y alguna que otra soltera y soltero despistado), talleres de manualidades varias (para separadas y separados, divorciadas y divorciados, viudas y viudos, y alguna que otra soltera y soltero despistado), etc. Se le había ocurrido el lugar más indicado: concurrido (algo nada desdeñable), con gente proveniente de lugares varios (diferentes culturas), con diversas inquietudes y aficiones (pluralidad de intereses), y, lo mejor de todo, todas ellas dotadas de un cierto grado de desesperación y una sensibilidad especial merced a la situación, características estas últimas que rodeaban sin duda a todos los que allí acudían. Se trataba del hospital provincial.
Muchos de los amigos a los que participó su decisión coligieron que finalmente los golpes propinados le habían afectado seriamente a las facultades mentales. Cual un boxeador sonado a base de palizas por tongos fallidos y demasiados combates. En el de algunos poco faltó para que acabaran llamando al departamento psiquiátrico de ese mismo hospital. Mi caso fue muy diferente. No me pregunten el porqué, pero de alguna forma hallé un resquicio de lógica en su razonamiento. En esta ocasión no televisaban ningún partido así que me vi en la obligación de escucharlo completo.
Al principio aprovechó una ligera dolencia que motivó un breve periodo de baja muy providencial. Era la excusa perfecta para acudir al centro hospitalario con frecuencia, y lo que era mejor, de forma plenamente justificada. Qué tahúr desdeñaría la oportunidad de apostarlo todo poseyendo un proyecto de escalera de color.
De esta forma conoció a Ramiro, el lotero. Un sesentón veterano de las olimpiadas de Munich que había instalado su puesto en uno de los descansos de la escalera, entre las plantas segunda, urología, y la tercera, traumatología. Antes lo había desplegado en la planta baja, puerta con puerta con el depósito de cadáveres. Pero fuese por lo tétrico del lugar, con la luz mortecina de las bombillas, o porque la clientela potencial no se mostraba muy dispuesta que digamos a tentar su suerte una vez más el caso es que se vio obligado, las circunstancias mandan, a trasladarse a pastos más verdes. En la época en la que le conoció Ramón se dedicaba a asaltar a algunos visitantes despistados y a cuanto médico u otro miembro del personal facultativo con ansias deportivas pasara por su vera. Malvivía poco a poco, con los justitos euros que se iba sacando.
También descubrió el tráfico de cigarrillos en la planta de neumología, un floreciente negocio que con la aquiescencia callada de la dirección era desarrollado por los ATSs con pingües réditos, implicado también algún que otro MIR.
Por qué no hablar de los vendedores de kleenex en la sala de espera, dispuestos a consolar a cuanto sufriente se acercara a su vera. Con estos ya tenía menos trato pues los consideraba de una calaña especial, incluso depurada. Lo de aprovecharse del dolor ajeno le parecía inmoral, mas aún consideraba más inhumano el jactarse entre cada paseo de sus posesiones en forma de relojes suizos de oro.
En pocas palabras, la vida propia del hospital se abrió ante sus ojos, con todo su esplendor y su mucho de miseria y tristeza.
Terminado el providencial periodo de incapacidad, aún no logrado el otro objetivo que le había traído allí, debió recurrir a otros subterfugios, con el fin de justificar fehacientemente sus diarios deambulares por el edificio. De esta manera descubrió dos cosas. A saber, la primera que su familia y su nómina de amigos eran mucho más amplias de lo que nunca se había imaginado; la segunda, que la predisposición tanto de la una como de los otros para sufrir accidentes traumáticos y dolencias varias alcanzaba tintes patológicos. Por lo menos, y era un consuelo, le servía como coartada para acudir al centro día sí y día también, no dejando de adquirir una nada desdeñable fama de buen samaritano y de persona considerada. Sin dejar de lado el grado creciente de destreza en el juego del dominó, todo hay que decirlo. Lo cual, todo ello, jugaba a favor de sus personales intereses.
Me preguntarán cómo podría ser su amigo y sin embargo no quitarle de la cabeza aquellas veleidades. Decirle simplemente que se dejara de películas y posara los pies en el suelo firme. Mas me era imposible. A pesar de los rotundos fracasos, incontables, no se borraba la sonrisa de su cara. Él era feliz así, más de lo que muchos que se burlaban de su persona lograrían serlo aunque se lo propusieran. Ni siquiera obteniendo el ansiado premio gordo de la lotería, como aquél que se murió con el ceño fruncido de la pura emoción, con el décimo prendido entre los engarrotados dedos. Ni siquiera él sonrió en la medida en la que vino va y vino viene había anunciado tantas y tantas veces a todos cuantos en sus charlas dominicales quisieran oírle. Cómo podría decirle algo así en estas circunstancias.
Lo que sí me preguntarán es si al final consiguió lo que se había propuesto. Me gustaría mentirles, aunque sólo fuera por bien de mi amigo, pero no puedo. La realidad es que una vez más el destino volvió a mostrarle su joroba y su cicatería acostumbrada. Sí que estuvo a punto de conseguirlo, ciertamente lo rozó. Fue la vez que una joven MIR del departamento de oncología (oro de veinticuatro quilates como les confirmará sin esfuerzo cualquier estudiante de último año de medicina) resbaló en el humedecido embaldosado a pocos metros de donde él se encontraba. Aunque presto se lanzó a gran velocidad en su rescate la mala suerte se le adelantó, personificada en un atlético y bien educado residente que con gesto amable y diligente la rescató del suelo. Quién iba a pensar que en ocasión tan propicia se cruzaría en el camino de mi amigo un especialista de "trauma". En fin, mi amigo nunca había sido muy proclive a los ataques del amor, y mucho menos, siendo redundante, a los de la suerte, como bien juzgarán de mis palabras.
Tras unos días concluyó que aquello tampoco era para él. Consecuente con su razonamiento abrazó a Ramiro largamente a modo de despedida, le compró un décimo para el sorteo del sábado (de “rigor mortis” estaba) y, tras dejar una propina a la amable chica de la cafetería (casada ella, cómo no) se decidió a abandonar la que había constituido su rutina diaria durante los cinco largos meses anteriores.
Mi historia no estaría del todo completa si no le diera un justo final, y no voy a arrebatárselo. Así que ahí va.
Hace poco se embarcó en una última aventura: una expedición hispano-lusa al Himalaya, en busca de las huellas de la mítica Sangri-La, el paraíso de la eterna juventud. ¿Saben?, tengo el íntimo convencimiento de que va a hallarla, se lo merece. Por eso la ausencia de noticias tanto de sus compañeros como de él mismo, algo que ya ha durado siete largos meses, lejos de hacerme pensar en un trágico final sirve al contrario para convencerme aún más de que por fin ha alcanzado algo de cuanto se había propuesto. Por eso puedo declarar con orgullo que tenía un amigo adicto a las causas perdidas, así, en pretérito; ahora cuento con uno de los pocos amigos que ha acariciado su sueño. Es un bonito cambio, ¿no?




Bosco fecit.





[1] James Stewart interpreta a uno de esos buenazos que le hicieron famoso. En este caso su personaje, un borrachín, convive, ante el asombro y el desconcierto de cuantos le rodean, con un “pooka” (un espíritu irlandés de leyenda) bajo la forma de un conejo de metro noventa de estatura, invisible para más señas excepto para él, claro, y que responde al nombre de Harvey.

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