-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

viernes, 11 de junio de 2010

SOLAPAMIENTO INESPERADO


Tarde, como de costumbre. Entre las posibles virtudes de Julio no se encuentra la puntualidad, ni mirándolo bien tampoco la impuntualidad. Y no porque una exacerbada modestia le obligue a ocultarlas. Lo cierto es que nunca llega tarde debido a que, buen conocedor de su patente carencia, patente sobre todo para cuantos nos contamos a pesar de todo entre sus amistades, acostumbra a fijar un intervalo abierto de amplitud variable. Casi te atreverías a calificarla de elástica, triste poso de sus aún inacabados estudios de ingeniería. De esa forma queda a criterio del citado la elección del momento concreto para acudir al encuentro, dependiendo directamente de la tendencia a la desesperación que posea, pues puede estar seguro de que aún se dejará esperar la sonrisa contagiosa que le precede. Porque ahí precisamente recae su encanto. Todos los nefastos pensamientos alimentados por la tardanza, como común denominador su persona, bien en su totalidad o parte por parte, desmembrado, desaparecen ante la simple presencia de aquella sonrisa. Alguien vino a decir una vez que quien aguarda cae inevitablemente en la cuenta de los defectos lucidos por el que se retrasa; o si no era con estas palabras no se diferencia mucho de la original. Llegaría con su “perdona, Ignacio, chico, el tráfico” en los labios y éstos formando aquella mueca: infantil, desarmadora, incitándote a pellizcarle los mofletes a dos manos; y él lo sabía, y la utilizaba, vaya si lo hacía. El hecho de que no poseyera coche y que siempre se moviera en metro no cambiaba en nada la situación; seguro que ustedes conocen a alguien así.
En un primer momento, ciego a las evidencias que se acumulan con metálico tintineo, dudas de la hora exacta del encuentro, o incluso del propio día fijado. Desechadas estas explicaciones pasas a las dudas acerca del lugar, acaso te hayas equivocado. Te parece oír muchos muy distintos entre sí, todos pronunciados con aquella suave voz característica de Julio. Afortunadamente el cerciorarte de que no te has confundido es fácil: ¿cuántos cafés con un nombre tan inolvidable, Casablanca, podrían existir en aquel barrio? El alivio que te invade no dura mucho, justo hasta que te percatas de la realidad, en el preciso momento en que empiezas a recordar pormenorizadamente, simple ejercicio mnemotécnico bastante efectivo aunque sin finalidad adicional alguna, los familiares consanguíneos y políticos del anhelado Julio.
Empezado y casi terminado a duras penas, dada su frialdad, el segundo café y todavía sin aparecer el ansiado cómplice. Te acuerdas de cierta ocasión en la que te hizo aguardar bajo la pertinaz lluvia mientras trataba de conseguir el coche de su padre. Al final debisteis conformaros con el autobús y una pulmonía; sólo compartisteis el transporte, su sentido de la amistad no llegaba tan lejos. Por lo menos aunque las chicas os rechazaron en un primer momento, desilusionadas por vuestro modesto medio de desplazamiento, la facilidad de palabra de tu amigo hizo que su viva narración del intento de realizar un burdo puente eclipsara las desdichas del conde de Montecristo, recuperando sus momentáneamente perdidos favores; lo de convencer a su padre ya fue harina de otro costal, posiblemente su encanto sólo funcionara con las mujeres, o quizás, lo más probable, a su progenitor no le cabía la más mínima duda acerca de cómo era su hijo.
Y nada. Esto ya pasa de castaño oscuro, o de negro, o de...; demasiada cafeína, sería mejor pedir una tilita con la imprescindible rodajita de limón. Como aquellas que os trasegabais en el viejo internado, la víspera de los exámenes; Julio, siempre el más atrevido de los dos, añadiendo unas gotitas de coñac (después, perdida la tacañería, ya pasaba al golpe puro y simple) que vertía con ínfulas de sumiller de una petaquita encuerada en color pardo: un regalo de un tío suyo aficionado, como su sobrino, a las bebidas que causaban la levitación del espíritu.
Una vez atendida la petición te palpas el vacío bolsillo de la chaqueta para comprobar que has escogido el peor momento para dejar de fumar. Aún dudas durante un momento si pedirle una cajetilla al solícito camarero; sus atenciones dejan vislumbrar a las claras que piensa adoptarte o que te considera una mina de oro. Tu corta existencia te ha preparado para comprender que la rapidez con la que retira el importe de cada consumición es un signo claro de lo segundo*. Al menos eso es lo que deja entrever el sonriente gesto afectuoso con que te obsequia junto con la humeante infusión; puede distinguirse sin mucho esfuerzo una playa de finísima arena con inclinados cocoteros dibujándose entre los carrillos. Aunque el recuerdo de Ana, su alegría al participarle la buena nueva congela el germen de la intención. No se ha alegrado poco cuando decidiste apartarte definitivamente del tabaco; siempre bromeando con no sé qué de besar un cenicero colmado.
Ana, la jovial Ana, la de los amplios ojos azules; la tercera y última mosquetera junto con Julio y tú mismo. Y pensar que te la presentó él mismo, siempre con aquella sonrisita infantil, entre pícara y depositaria de una sabiduría ancestral: una personificación masculina de la Celestina. Ana, Ana; la misma con la que deberías encontrarte dentro de dos horas para cenar en compañía de sus padres.
Tranquilo, Ignacio. Seguro que te encantarán, y tú a ellos también; les he hablado mucho de ti y arden en deseos de conocerte”. Justo lo que temes, que ardáis todos como tu cara mientras te es anunciada la sentencia: ineludible reunión familiar, sin posibilidad de fianza. Tal vez para entonces hayas superado el nudo que en un principio se enroscó en tu estómago y que ahora se ha subido, Dios sabe cómo, hasta el cuello, donde aprieta lo suyo, incluso más si cabe.
La primera Reunión con los padres de Ana, así, en mayúsculas, y este sinvergüenza sin acudir. El mismo impresentable inmaduro que has conocido durante toda la vida; el poseedor de aquel guiño mágico que ha dispersado con celo de avaricioso y tan sólo acompañando a sus comentarios irónicos; como aquel día que le participaste que habías empezado a salir con Ana. Palmadita en el hombro, guiño, sonrisa e ineludible frase: “si ya sabía yo que entre vosotros surgiría algo. No había más que miraros atentamente para reconocer que erais muy parecidos: dos puros románticos, señor y señora de Ignacio Buendía”. Tu nombre pronunciado con forzados lentitud y énfasis: Ig – na – cio Buen – día. El viejo granuja. No le replicas como se merece en atención a su buen corazón y porque en el fondo le has acabado cobrando sincero afecto.
Hace un par de años, en uno de esos momentos de sinceridad extrema entre los miembros de una pareja, Ana te confió una oculta impresión acerca de vosotros tres: “A menudo nos veo como si compusiéramos el trío protagonista de “El tercer hombre”; ya sabes, aquella película en la Viena dividida en cuatro zonas de ocupación. Julio, como el caradura Harry Lime, con sus muecas sesgadas en el portal y la noria del Prater; tú, confiado forjador de idealizaciones, como Holly Martins; y en cuanto a mí...”. Tu beso, acto reflejo e impensado, ahogó su símil antes de que adquiriera consistencia. A pesar de tu pasión de cinéfilo por Alida Valli no podías consentir la infravaloración de Ana; “lo siento Graham [1]”. En cuanto a los otros dos, no puedes negar su oportunidad; también tú luces un pelo ondulado, y en cuanto a Julio...
Sin embargo aún no parece llegada la hora de la materialización definitiva de Harry-Julio. Se hace esperar con la tranquilidad de quien confía en que el espectáculo no arrancará sin él, orgullo de tramoyista telonero, de que su impaciente interlocutor le aguardará cual nuevo Mesías redivivo bajo palio. Sólo los ricos o los muy seguros de sí mismos poseen las condiciones precisas para desplegar tal comportamiento. Julio cubría la clara falta de unas reservas crematísticas muy holgadas con una vasta dotación de la segunda. Así que aguardas, te desesperas pero aguardas.
La puerta principal vuelve a abrirse una vez más, acompañando al recién llegado un viento frío y cortante que hace temblar los vasos. Como todas las anteriores durante la escasa hora transcurrida, café más o menos, tampoco se trata de Julio. A no ser que se haya disfrazado con costosos postizos para aparentar un aspecto avejentado**. Pero no, sólo un desconocido de genuina edad avanzada; aunque lo desmienta en parte el que bajo un abrigo de loden oscuro se adivine un buen porte enfundado en serio traje con corbata a juego. No puedes evitar mirarle con detenimiento, fijamente a la cara, quizás con inconfesado descaro. En tu favor el que la vista se dirige maquinalmente hacia él, atrayéndola la novedad de un nuevo objeto para su voraz curiosidad, ahíta como estaba de desentrañar sin las gafas de lejos, olvidadas las lentillas en su estuche, las variadas etiquetas de las botellas dispuestas tras la barra. Aquellos cabellos encanecidos minuciosamente hacia atrás, conformando sinuosas ondas, enmarcando una faz presidida por una despejada frente; unos rasgos que conservan la fugaz belleza de la juventud: el azul intenso de los ojos, como los tuyos, parapetados tras los cristales de unas doradas gafas; la recta y marcada nariz latina; labios finos y de un rojo desvaído, tal vez demasiado pálidos; recio mentón, denotando firmeza (aunque su voz, al pedir un café, es blanca, con marcada entonación cantarina). En aquella suma de características algo despierta en ti un recuerdo dormido, torpe justificación para tu abusiva atención. Bajo aquellas arrugas que se marcaron en pómulos y cuello al pedir la consumición subyacía un algo familiar, imposible de reconocer.
Como no deseas ser tachado de maleducado apartas la atención, desplazándola del cliente hasta el reloj de pulsera. Querrías decirle algo, vuestra posible procedencia común, una norteña región, podría dar pie para una charla informal sin implicaciones indeseadas. Pero tu indecoroso escrutar lo impide. Otra cosa ocurriría si tu puesto lo hubiera ocupado Julio. Entonces, a los pocos segundos ya se encontraría charlando con el desconocido, e incluso le habría invitado a una nueva ronda por cuenta suya. Porque Julio era siempre así de espléndido, solía invitar a todo el mundo, pero con el dinero de los demás. Naturalmente con los que no conocía siempre cumplía, a los que conocía demasiado ni se ofrecía. A unos porque era celoso de su reputación y a los otros porque, asqueados del repetitivo trato, exigíais ver el dinero por adelantado. Y el poner en duda su honorabilidad constituía causa suficiente para ser retado a simbólico duelo: en el internado con toallas mojadas, al hacerse mayores con corbatas; y pobre del que desistiera o no aceptara la justa satisfacción, entonces sería víctima del cariño de Julio, un sentimiento manifestado en su omnipresente presencia cual puntilloso cobrador del frac. Así era él.
Mientras piensas te preguntas en dónde podrá haberse metido.

- Espera a alguien, ¿verdad?.
En un primer momento, ansioso como te hallas, lo primero que le dirías chocaría frontalmente contra todos los preceptos de la buena educación. Añádase a ella la turbación que te domina, consecuencia directa de que alguien a quien no conoces te realice una pregunta. Mas, tras tomar un poco de aire para recuperarte de la sorpresa, te giras y contestas afirmativamente con bien modulada voz. Entonces te percatas de que ha sido la suave voz de tu vecino de mesa, y lo haces porque ahora asocias el tono de la pregunta con el de la petición al camarero y con la imagen del distinguido anciano que no te quita ojo de encima. Un juego a tres bandas con su sencilla sonrisa (dónde la habrás visto antes) como centro. Por un momento aún te tiembla el pulso, como cada vez que alguien que te ha llamado la atención durante unos segundos, lo suficiente para recordarlo antes de que lo deseches con la clara idea de que será otro potencial imposible (una relación nunca mínimamente iniciada), se dirige a ti de forma imprevista.

- Boileau dijo una vez: “procuro ser siempre muy puntual, pues he observado que los defectos de una persona se reflejan muy vivamente en la memoria de quien la espera”.
Cuando menciona precisamente aquella frase que tan sólo unos minutos antes se resistía a tu memoria la situación alcanza tintes graves. Junto con la sensación de conocimiento convive un acrecentamiento de tu interés; después de todo te gusta charlar, si te dan pie; parece muy amable; Julio indefectiblemente se retrasará mucho más, y para la cita a cenar con los padres de Ana aún falta algo más de hora y media.
- Créame que comprendo la tesitura en la que se haya inmerso; como usted también yo aguardo la llegada de alguien.

Naturalmente eres educado, así que tratas de interesarte, con corrección, por supuesto.

- Pero seguramente más puntual que mi amigo, o al menos lo deseo.

Te mira por un cierto instante con esos ojos azules antes de contestar; parece como si te envolviera con un secreto encantamiento, dejando que te sumas en la intriga.

- Lo cierto es que me temo que he de remontarme más de cuarenta años para situarme en el momento en que inicié mi espera.

Con frase tan simple te convence para desechar de un manotazo a Julio, su tardanza, los suegros y a Ana; bueno, a Ana no, pero sólo porque los ojos de tu interlocutor te recuerdan a los suyos. Percibido tu interés no precisa más acicate para tras tomar aire iniciar el relato, no sin invitarte a un café, café que aceptas sin pararte a pensar en los efectos del exceso de cafeína.

- A los dieciséis años uno no se contenta con las experiencias que le brinda la vida, busca algo más. Junto con un amigo, deseoso de aventuras como yo, nos alistamos en la División Azul. No fue ningún problema falsear nuestra edad pues ambos aparentábamos más años. Lo que de verdad temía era que mi miopía, no veo de lejos, por eso las gafas, impidiera mi incorporación; pero ni siquiera me preguntaron así que yo no la mencioné. Corría el mes de julio de 1941...

Por un momento sus ojos se aclararon más, tomando el tono nebuloso del humo, como si no contemplara el café sino a dos muchachos ansiosos y temerosos a partes iguales y dispuestos a acumular nuevas experiencias.

- Tras un corto periodo de instrucción en Alemania nos enviaron a Leningrado, entrando en combate prontamente. Con anterioridad nos habíamos percatado de que la guerra no poseía ninguna de las cualidades de la aventura soñada. Pero allí vino la demostración más cruda. Disparabas, acuchillabas y pasabas por la bayoneta, o tú serías disparado, acuchillado y ensartado por el contrario. Demasiado tarde para echarse atrás.
“ En medio del horror de aquel matadero conocí a un ángel. Se llamaba Anna y procedía de Polonia, aunque hacía años que vivía junto a su familia en aquel sector. Contaba con el par de ojos más marinos que haya visto nunca, te asomabas a ellos y podías oler la sal y ver las algas del Cantábrico. Nos enamoramos, aunque en secreto. Los mandos desconocían la existencia de tal relación; los cerdos de la Gestapo nos hubieran fusilado a los tres (Javier, a quien espero, nos había presentado). Ni españoles, ni voluntarios, ni División Azul; kaput. Una ráfaga corta, los tiros en la nuca de rigor y a una fosa común. Expeditivo, rápido y limpio. Pero a esos años no se siente el miedo, pues se le ignora; con la edad se acaba aprendiendo a respetarlo.
“ Uno es joven y, a pesar de los diferentes idiomas el hecho de combatir en tierra extraña hace que idealices a cualquiera que te presta un poco de consuelo. Pero, créame, no ha pasado un solo día desde aquel lejano entonces sin que pensara en ella”.

Y por el súbito quiebro de su voz te parece verle, en medio de un páramo desolado, llamando a Anna, su idealizado amor. Porque basta fijarse en la transfiguración sufrida por su cara, llegando a ser arrancados brillos de sus ojos por las lámparas recién encendidas. Atardece pero en el frente ruso aún restan horas de luz, la suficiente para que el anciano siga describiendo los recuerdos que desfilan ante su fatigada vista.

- Un día no acudió al lugar acostumbrado y no le presté una atención excesiva, c´est la guerre, aunque me incomodó un poco. Después Javier me participaría la noticia del bombardeo de la humilde granja: un sin supervivientes encadenado con un lo siento y seguido de un respetuoso alejarse.
“ Las cosas empeoraron aún más. Cada día traía una amplia lista de bajas en constantes escaramuzas. Tras una de ellas Javier me hizo prometerle que si nos separábamos nos reuniríamos en una fecha concreta en el Café Casablanca: una de esas promesas cinematográficas más propias de Gable o Cooper, justo lo que pensarían dos viejos jóvenes como nosotros. Comprenderá que cuando se estrenó “Casablanca” en el año cuarenta y seis no dejé de percibir un cierto guiño agridulce en ello.
“ A las dos semanas de formulada la promesa desapareció en medio de un intenso ataque. Engrosó la lista de desaparecidos y proseguimos los combates. No nos restaba tiempo que dedicar al lloro de los muertos; además mantenía la esperanza de volver a verle con vida.
“ En noviembre del cuarenta y tres (recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer) me repatriaron en compañía de una condecoración por valor en combate. Al menos regresaba, no como muchos que yacen en anónimas tumbas doblemente gélidas.
“ Nadie en el frente o aquí en España había vuelto a saber de Javier. Aún así no perdía las esperanzas.
“ Y he acudido aquí todos los doce de noviembre desde hace más de cincuenta años, con la convicción de que cada vez será la última, de que por fin nos reuniremos. Mas sin éxito por el momento”.

Tras un relato así no sabes si compadecerle o mostrar preocupación; pero parece que no eres el primero a quien se lo narra, no espera nada de ti, suficiente pago tu sola atención. Por eso no dices nada, permaneciendo en silencio.
Miras el reloj y te sacude un calambrazo. No sabes si Julio acabará apareciendo o no, pero sí que has de partir de inmediato, a riesgo de que pase la hora de la cena sin tu presencia. Te levantas murmurando unas sentidas excusas y le das la mano al simpático anciano. Y al entrar en contacto con la huesuda mano caes en la cuenta de que no os habéis presentado. Serás maleducado. Mas el otro se ha adelantado a tu pensamiento y con la misma sonrisa de su llegada, la que había guardado mientras narraba la anécdota, te comenta:

- Por cierto, me temo que no me he presentado. Me llamo Ignacio Buendía.

Y mientras mantienes sujeta su mano por fin se aclaran muchas cosas: sabes qué encontrabas de familiar y próximo en su rostro, sabes que Julio nunca se reunirá contigo y sabes que no llegarás a tiempo a la cena con tus suegros.

*Con la respetable intención de otorgarle un aire cosmopolita al local el dueño había decidido cobrar cada consumición en el momento en que fuera servida, entregando a cambio la correspondiente nota. Parece ser que la misma es una costumbre propia de los establecimientos franceses; en mi caso aún no me siento con ánimos de emular a los integrantes de la generación perdida (Hemingway, Dos Passos,...) y sus colegas en el Barrio Latino de los años veinte. Según parece era notorio el hecho de que muchos escritores y artistas del barrio acumularan fantásticas montañas de notas en sus veladas, veladas que se extendían por multitud de cafés hasta bien entrado el día siguiente.[1]N.A. La maravillosa película "El tercer hombre" ("The third man", Carol Reed, 1948), en la que podemos disfrutar de las interpretaciones de Joseph Cotten (como Holly Martins), Orson Welles (como Harry Lime) y Alida Valli (como Anna Schmidt). El guión era de Graham Greene, el mismo que posteriormente se encargó de novelarlo.**Ana le conoció cuando un gorila de montaña, posiblemente de Ruanda, le pidió en perfecto castellano lumbre para su cigarrillo. Tan insólito hecho no quedó deslucido al descubrir que un hombre se escondía bajo tan perfecto disfraz, más que nada porque a continuación éste confesó su incapacidad para librarse del mismo, encallada la cremallera.
Bosco fecit.

1 comentario:

Jaime Bosco dijo...

Nota del autor: este relatito, ganador de cierto premio literario de ámbito local, modestia aparte, está dedicado a una buena amiga, desconocedora del hecho de constituir la inspiración de su redacción, merced a su pequeño retraso en cierta ocasión en la que la esperé... un poquito.
Por cierto, apareció.