-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

martes, 7 de octubre de 2008

SOLAMENTE HUMO

Al empezar el día no hay nada como un cigarrillo. No muchos médicos se encontrarán de acuerdo con esta afirmación pero, ¿a quién le importa su opinión? Sin embargo al deslizar la mano en el bolsillo del pantalón reparo en que no dispongo de mi dosis diaria de nicotina. Esa sí que no es forma de dar comienzo a nada. Llámenlo adicción si les place, para mí es bienestar, incluso hasta lo calificaría como calidad de vida si es que me apuran.
A buen paso me dirijo hacia el estanco próximo. Siempre que cambio de domicilio procuro darme un garbeo por sus alrededores como mera medida de supervivencia. En ese paseo voy situando con precisión en mi mente tanto los “seven eleven” como los estancos, e incluso los locales de copas que no hagan ascos a dar cumplimiento al mandato bíblico de dar de beber al sediento, por intempestiva que sea la hora. De ahí la seguridad con la que penetro en aquella callejuela apartada, puesto que ahí mismo, próximo a su final, sobre un escaparate con la habitual parafernalia para atraer a los clientes como yo, luce el símbolo de la Santa Tabacalera Española.
El primer recibimiento me lo da una nube acre acompañada por una tos bronca como única respuesta a mi educado buenos días. Entre el humo azulenco me parece entrever la figura de la estanquera, medio doblada por una tos constante que debe venirle de antiguo. Se diría que había practicado bastante porque le sale cansinamente, sin casi suponerle esfuerzo. Como si algo tan natural lo hubiera estado haciendo toda la vida, no prestando atención al juicio que se pudiera formar quien la viera. A semejanza de los auténticos artistas quienes logran que cuantos les rodean se maravillen no ya por sus evoluciones si no por cómo evolucionan, por la facilidad mostrada para crear la cosa más nimia con la mayor naturalidad. Este es un caso similar. Sin embargo aún mantengo mis dudas acerca de la identidad exacta de quien me vende la cajetilla.
En pleno y renovado ataque de tos desecho la intención de despedirme por lo que a puro palpo logro llegar hasta la puerta, con el cigarrillo ya encendido en mi boca a modo de bauprés. Navegar por ciertos mares exige la ayuda de fanales, y en mi caso el mío es un Ronsom, regalo de una vieja amiga.
No será hasta el momento en el que prendo el segundo cigarrillo cuando reparo en el texto de la esquela. Ya me había acostumbrado a aquellas frases redactadas por cierto funcionario aquejado del complejo de Casandra. Unas palabras enlutadas con las que se me advierte que de no deponer mi actitud pronto engrosaré el número de las colillas arrojadas a los ceniceros, llevándome por delante con mi actitud suicida a cuantos me rodean. No he llegado al extremo de coleccionar las cajetillas con los distintos mensajes, sí conozco a varias personas que lo hacen. Tampoco he pretendido ocultarlos a la vista por medio de cajitas decoradas pues siempre he mantenido que a lo hecho pecho. En cuanto a la costumbre de poner pegatinas con otros textos jocosos del tipo “Rajoy también fuma” no soy muy dado a utilizar la sutileza a la hora de emplear el sarcasmo. Mi actitud en resumen sería susceptible de definirse como de indiferencia irresponsable. Y como tal la han calificado varios amigos no fumadores. En todo caso ese adjetivo no lo he puesto yo.
En esta ocasión sí echo un vistazo a la consabida esquelita. La habitual letra negra, recuadrada cómo no, y su soniquete. Sólo que se aparta de lo habitual. Por un momento considero que no la leí bien en mi distraído gesto, cansado ya por la reiteración. Cuando la acerco a los ojos mi sorpresa, lejos de minorarse, va en aumento. Nada de “fumar perjudica gravemente su salud” o el sin duda más lapidario “fumar puede matar”. Lo que he necesitado leer varias veces reza algo así como “qué tenga un buen día”.
Una vez que me cercioro de que no he perdido vista, confirmando las admoniciones de mi oftalmólogo, desoídas año tras año en la revisión médica de la empresa, la atribuyo a la inventiva de un simpático empleado de la tabaquera. Sin duda había sufrido un ataque ácrata a imagen de los operarios en las fábricas de munición “nacionales” durante la Guerra Civil.
Como todo lo malo concluye en algún momento salgo de la jornada laboral, prestándome compañía el acostumbrado dolor de cabeza. Nada que un cigarrillo no remedie. Al palpar el bolsillo vacío caigo en la cuenta del gesto con el que hastiado había estrujado la cajetilla antes de arrojarla a la papelera. Justo tras colgar el teléfono. No negaré que por un momento sentí deseos de intercambiar esos dos gestos. Sólo me detuvo el hecho de no tener al alcance a mi interlocutor.
En mi salvación vino la máquina expendedora en el bar del café diario. Mientras arranco al hielo unos tintineos haciéndolo entrechocar con las paredes del vaso me fijo en la cajetilla recién empezada. Una vez más el mensajito se diferencia de los habituales: “el calor del hogar es la mejor conclusión de un largo día”. No sé si pensar que el funcionario no carece de un sentido del humor un tanto particular o si realmente yo estoy siendo objeto de una broma con cámara oculta. Armando, al otro lado de la barra, me obliga a desechar esta idea con rapidez. Basta con mirarle a la cara. Aquel hombre sin duda lleva alimentándose de pastillas contra la acidez desde los años sesenta. Raro sería que se haya avenido a participar en semejante montaje. Lo más probable es que algún lobby del sector haya presionado para variar la temática de los mensajes. O apurando un poco la cosa, que los planificadores de la campaña, dándose cuenta de los nulos efectos del hipócrita método utilizado, hayan decidido variar un tanto las formas, pasando a utilizar métodos más subliminales.
Sea como sea debo añadir en su favor que acepté el consejo. Tras apurar el contenido, con un ligero temblor provocado por el whisky en su avance garganta abajo al echarlo al coleto, me dirijo hacia mi casa.
A la mañana siguiente, medianamente surtido, emboco de nuevo el camino al trabajo, tranquilo, braceando con el cigarrillo matinal bien aferrado entre los dedos. No hay nada por lo que preocuparse, como me asegura el bulto deformado por la cajetilla en mi chaqueta. El mundo está en mis manos, o más exactamente en mi bolsillo.
Tarde se comprende que lo que ha de pasar tarde o temprano acaba sucediendo, por mucho que nos empeñemos en poner en práctica cuantos procedimientos se nos ocurran para evitarlo. Como terminé la provisión antes de finalizar la mañana necesité recurrir al método habitual en este tipo de circunstancias, el gorroneo fino. Lo bueno de trabajar en una oficina con muchos empleados es que como cualquier persona un poco aficionada al cálculo probabilístico corroborará con rapidez resulta muy raro que nadie fume tu misma marca.
Una vez localizado al compañero que cumple la condición expresada doy comienzo la maniobra de aproximación. La conclusión: un éxito completo; he de reconocer que tal y como esperaba. Mientras aspiro mi ración de nicotina reparo en la cajetilla que el otro ha depositado temporalmente sobre la mesa. Nunca habíamos cruzado muchas palabras pero lo bueno de esta afición por ennegrecer los propios pulmones es la cierta camaradería que se crea entre sus practicantes, como si se compartiera algo mínimo con el otro. En resumen, que se saca otro cigarrillo y se lo empieza a fumar mientras va desgranando una serie de lugares comunes, la típica charla informal entre perfectos desconocidos. Yo, por mi parte, lejos de escuchar algo de lo que me comenta acerca del tiempo atmosférico, sigo pendiente de su cajetilla.
El funcionario debe estar trabajando a destajo. Eso deduzco cuando leo las siguientes palabras: “conocer a los demás resulta ser la forma más cautivadora de conocerse a sí mismo”. Allí se haya la prueba de que el fenómeno no se reduce únicamente a mí. Lo cual no deja de resultar un tanto decepcionante.
A pesar de que los cigarrillos nos han unido durante el corto espacio en que nos dedicamos en compañía a convertirlos en volutas sin forma no me atrevo a dar el paso de efectuar algún comentario acerca del extraño fenómeno. Un cierto brillo en su mirada me hace sospechar que se encuentra en igual situación. Al final aplastamos los cigarrillos en el cenicero, un gesto desagradecido a cambio del mucho placer proporcionado, y proseguimos con nuestras labores respectivas.
Mientras regreso a mi casa no puedo apartar la vista de los viandantes que caminan a mi lado, enfrascados en sus problemas. En especial los fumadores captan con mayor fuerza mi atención. ¿Cuántos de ellos se habrán percatado de aquella revolución silenciosa? ¿Cuántos como yo mismo no se atreverán a participar a los demás sus sospechas? Y lo que resulta aún más sorprendente, ¿por qué los periódicos no han publicado nada al respecto?
Sí que noto menos rostros mustios que de costumbre a aquellas horas. De alguna forma algo está cambiando a mi alrededor. Incluso mi portero, de rutinario gruñón y antipático, me saluda con una inmaculada sonrisa, la colilla inestable en la comisura. El propio vecino del cuarto izquierda, de habitual inflado y con unas ínfulas más propias de un grande de España, más que nada a resultas de ejercer el cargo de director de una sucursal bancaria, no sólo me cede el paso al entrar en el ascensor sino que incluso llega a desearme una agradable velada, sabiendo como bien sabe que vivo solo.
A la vista de todos estos detalles confieso que he empezado a alimentar la sospecha de que los cambios no se han limitado al envase sino que se han extendido a la composición del contenido. La desecho de inmediato por descabellada, no sin una sonrisa de genuina ironía.
Al día siguiente me cruzo de nuevo con el portero. Deseoso de revalidar el cambio experimentado la víspera en nuestra relación habitual le lanzo el más sentido buenos días que mi cerebro aún dormido impulsa a pronunciar a mi lengua. Por respuesta obtengo el consabido gruñido.
Nada más salir al portal una cortina de agua sucia cae sobre mis pantalones: un coche que pasaba me ha salpicado con el agua de un charco. Mientras comienzo a bajar a todo el santoral de sus respectivos pedestales, mentando de paso la liberalidad que sin duda caracterizará a las costumbres de la madre del conductor a la hora de escoger sus ocupaciones laborales, distingo la trasera del Mercedes del vecino del cuarto izquierda, alejándose a gran velocidad entre claxonazos ahora dirigidos a los ocupantes de los otros vehículos que atestan a aquella hora la calle.
Cada vez más confuso saco un cigarrillo para paliar de alguna forma el desagrado que me invade. En grandes letras enlutadas puede leerse en la cajetilla: “fumar mata, estúpido”.


Bosco fecit.

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