-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

domingo, 6 de julio de 2008

LA NOCHE AMERICANA


"Noche americana: efecto consistente en filmar de día consiguiendo, mediante los correspondientes trucajes ópticos, que el registro dé la impresión de que la acción es nocturna".

“El cine ese desconocido”, Vicente Castillo. Ediciones Doble-R, 1986.


Una invitación es una invitación. Al que solicita tu presencia para una tertulia radiofónica has de contestarle con una aceptación, lo lógico si no te encuentras ocupado. Si a la misma se le añade que el programa de radio lo presenta un amigo aún habrá más razón para acudir. Pero si como en el caso presente va a girar alrededor de un tema de común fascinación, el cine, se convierte en un verdadero placer. Y aquí me encuentro, sentado ante un micrófono, rodeado de unos papeles con apretadas notas, siendo observado por otros dos contertulios, buenos amigos míos desde años atrás. Todos aguardando la indicación de que nos hayamos en el aire. He mencionado la compañía de dos grandes amistades y no he exagerado un ápice, más bien me he quedado corto.
Adrián Cerro, a mi izquierda, le conocerán por su apabullante faceta de director de cine de probada solvencia. Adicionalmente cocina una lubina de una forma tal que parecería que hubiera sido recién depositada en tierra por una corte celestial. El ganador hace escasos años de la Concha de Oro en el festival de cine donostiarra.
Andrés Orín, a mi derecha, la otra parte de la pareja de la Guardia Civil que me presta escolta; periodista, guionista, escritor, cinéfilo impenitente y fiel amigo, por riguroso orden de mayor a menor importancia.
Y, cómo no, el que disfruta de la satisfacción de habernos reunido en esta hora, más propia de siesta que de conversación, Marcial Blanco, periodista, director y presentador del presente programa de radio de sobremesa.
Menudo grupo el que componemos, entre los cuatro a duras penas rebasamos los ciento sesenta años, desigualmente distribuidos, eso sí, algunos aún nos encontramos próximos por defecto a la innombrable edad. ¡Vaya un pensamiento!
Pero olvidaba presentarme. Mi nombre es Salvador Zapico, profesor de la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense, aficionado al cine y cineasta frustrado, de mayor a menor importancia, me temo. Una vez cumplido el trámite sería justo explicar la razón que ha motivado el que nosotros cuatro nos hayamos reunido. Aunque sólo sea por un mínimo de educación, han de saber lo mismo que nosotros, así funciona esto.
Escasamente hace cinco días recibí una llamada telefónica de Marcial, a quien había conocido mientras cumplíamos el Servicio Militar. Resulta claro que lo mejor de aquellos meses se puede resumir en dos cosas: pasar el enojoso trámite y conocer a Marcial. Gracias a él logré entrar en contacto con bastantes personajes vinculados al mundillo cinematográfico: directores, actores, críticos, guionistas,... El temeroso cumplimiento del sueño de todo tímido aficionado.
Al oír aquella voz en off característica, semejante en sonoridad y dicción a la de un shakesperiano narrador, casi pude ver brillar sobre los campos al sol de York. Me solicitaba el favor de acudir a su programa para una pequeña charla informal a micrófono abierto. Aunque no pudiera negarme sí me encontraba en mi justo derecho a sentirme incómodo. O al menos hasta que me comunicó el tema, momento en que deseché mis temores por juzgarlos superfluos. Naturalmente no siguió un camino directo, antes bien desarrolló la táctica de esperar durante interminables segundos, trazando una ruta más tortuosa, como un sabio dosificador de la intriga, destilada gota a gota. A veces mantengo la creencia de que existe mucho en él del manipulador Jonathan Shields de “Cautivos del mal”. Porque el tema se reducía a una única cuestión, concretamente una película, paradójicamente todo un mundo: “Casablanca”. Una oportunidad única, plasmada en la posibilidad de hablar sobre una de mis favoritas.
Finalmente me encuentro aquí, como decía, a unos pocos minutos de que se inicie la ligera tertulia. Todos saludados y puestos al día acerca de nuestras últimas andanzas, a igual modo que los mosqueteros de Dumas veinte años después.
Adrián, con menos pelo que cuando nos presentaron en la filmoteca de la calle Doré, a punto de iniciar el montaje de su último largometraje, ya alabado por algunos críticos a partir de lo entrevisto en el rodaje. Con la misma socarronería de siempre te recuerda la última vez que os visteis, concretamente en la Seminci de Valladolid, comiendo unos presurosos bocadillos entre dos sesiones, grave falta para su espíritu de gourmet. Además te lo recalca con una frase: “tú vestías con tus amados tonos pardos mientras yo me cubría de negro riguroso* “. Nunca ha resistido la tentación de pronunciar una memorable frase. Su wildeana personalidad le impele a ello, aunque para satisfacerla fuera preciso apropiársela.
En cuanto a Andrés, qué se podría añadir sobre él sin caer en el defecto de comentar algo que ya habrá sido pronunciado por donde haya pasado dejando siempre tras de sí su sello característico. Se encontraba ultimando un nuevo libro cuyo tema de estudio consistía en el cine español de los años cuarenta y cincuenta. Mas su fogosa personalidad no le permitía contentarse con tan parca actividad. Además colaboraba con múltiples periódicos como justo elaborador de críticas sagaces y personalísimas, participaba en la redacción de una revista sobre cine recién salida a la venta (otra más, aunque con un matiz más serio y docente, con el impagable sello Andrés Orín), no cesaba de visionar películas (con entradas pagas, claro) y para terminar había sido abandonado por su mujer, llevándose consigo a la hija de ambos. A ella nunca le gustó el séptimo arte, le resultó imposible comprender a un verdadero fanático; caracteres incompatibles. No puede hablarse de que sienta envidia, pero siempre es un consuelo el encontrarte con indicios que permiten no albergar dudas razonables acerca de su humana condición, aunque otros hechos se empeñen en demostrar lo contrario.
En cuanto a mí, imparto clases de investigación periodística doce horas por semana en la Complutense, no me he casado aún, y no mantengo perspectivas encaminadas hacia ese fin, he realizado varios cortos sin mucho éxito, el justo entre los amigos y conocidos próximos, precisamente el que no cuenta, aunque algunos prefirieron emplear el verbo perpetrar, más adecuado a su carácter de amargados dotados de mala sangre. Me encuentro a punto de acudir a una academia de bailes de salón, ansío introducir un poco de aventura en mi vida, y sigo adorando las míticas películas del Hollywood de la edad de oro.
Observo el reloj y compruebo que aún faltan dos minutos para la emisión. Realmente se nota que Marcial es un chico mimado. Un estudio de radio puesto a su entera disposición una hora antes del comienzo de su programa, favor comprado con dos Premios Ondas y un reiterado primer puesto en la lista de programas más oídos. Por un momento me pregunto a quién se refería Victor Lazslo cuando manifestó su seguridad de que ganaríamos la guerra. Se diría que a mí, en cierto modo, me ha pasado de largo; sin marcas ni heridas, pero también sin gloria. Sobrepasado.
Me resta tiempo para pensar, retrotraerme a la primera vez que la vi, ya transcurridos tantos años. Una imagen en blanco y negro, en mi infancia todos mis recuerdos son en blanco y negro, como si me hubieran influenciado íntimamente las esencias irreales visionadas en la pantalla. Acudí de la mano de mi abuelo a un cine de mi localidad natal. Aún percibo sus recios dedos y la forma en que se los apretaba cuando el cortante viento me hacía estremecer. Pero nunca se quejaba, el ser su único nieto ayudaba a ello.
No se trataba de un local prestigioso, no se vayan a pensar, justo un pequeño escenario, en el que era factible realizar representaciones teatrales, como trataban los escasos grupos que se dejaban caer por allí **, presidido por una pantalla blanca, todo ello acompañado por varias filas de butacas de madera barnizada. Las ínfulas de postín buscadas con los candelabros y lámparas de falsos dorados eran desmentidas contradictoriamente por las firmas y corazones tallados en los asientos, potenciales lienzos para los primeros embates de los juveniles enamoriscamientos. Pero poseía un magnífico telón burdeos que se descorría con mayestática lentitud. Si me hubiera visto en la necesidad de conservar algo me quedaría con él, poseía algo de sibila clásica o legendario arúspice, desentrañando la próxima fantasía. Cómo me gustaban los minutos previos a la proyección, ya desnudada la alba superficie por el hasta cierto punto irreverente telón. Cómo adoraba aquel momento. Sabía que ante mí desfilarían las cautivadoras imágenes adelantadas por la cartelera.
Mas precisamente surgía aquél al que llamaban Jefe del Estado, ineludiblemente vestido con impecable uniforme, chaparro y en riguroso blanco y negro. Por supuesto ansiaba que desaparecieran pronto aquellos aburridos noticiarios, ansioso por saborear la película. Podría disculpar mi desinterés por la pertinaz sequía que nos asolaba el hecho de que sólo contara con ocho años, y que el afán constructor de pantanos y presas mostrado por el militar se desarrollaba semana tras semana, con imperecedera regularidad. A veces me preguntaba sobre lo que mi abuelo murmuraba por lo bajo, cuando creía que no le oía; algo sobre que siempre se trataba del mismo embalse, o parecido comentario, el recuerdo se mantiene borroso.
De qué forma expresar la fascinación que me causó aquella proyección. Salí del cine con las lágrimas a punto de brotar de mis ojos y con dos ideas claras en la cabeza: ser de mayor como Rick y casarme con Ilsa, si es que la encontraba alguna vez en Lisboa. Delia, la hija del boticario y mi novia por aquel entonces pasó a un segundo plano. Durante un tiempo, firme en mi determinación, interpelé a la maestra acerca de la situación exacta de Lisboa. La buena mujer, no viendo en ello más que el súbito surgimiento de un interés por la Geografía en uno de sus alumnos, ajena a la finalidad oculta, me comunicó cuanto necesitaba saber. Sin duda ignoraba los motivos que me empujaban a obtener aquellos conocimientos. Yo deseaba partir en busca de Ilsa, quizás aún la encontrara antes de que se embarcara hacia los Estados Unidos. Por mi parte no estaba tan seguro de querer seguirla hasta aquel país, allí había indios.
Con gran pena de mi corazón debía hacer a un lado mi proyectada expedición al centro de la Tierra a través del cráter del Sneffels. Algo en mi interior me decía que existían cosas más importantes que la gloria que tal hazaña a buen seguro me reportaría. Ojalá ahora aún mantuviera tan higiénica idea.
Cuando ya lo tenía todo planificado, incluso mi huida a pie, mi economía infantil nunca se caracterizó por ser boyante, fui apresado por la policía en mi propia casa. Ni siquiera la intervención de mi abuelo, por un momento me lo imaginé con un quepis ladeado, sirvió para salvarme del castigo subsiguiente. No sé si me dolieron más los correazos o el conocer la causa del descubrimiento de mi fuga. Al parecer, Delia, a la que impacientemente le había revelado mis planes, movida por el despecho provocado por haber sido relegada por otra rival, había acabado confesándolo todo a sus padres.
He recordado con una sonrisa los acontecimientos de mi pretérita niñez, ajeno a la discusión templada acerca de un nuevo director de cine independiente, estadounidense él. Atrae mi atención una de las múltiples notas presentadas ante mí, correspondiente a un diario personal hoy puñado de cenizas. Con la redacción de los dieciocho años puede leerse:
“No hace nada que he visionado la película Casablanca. Aún se escuchan en mi mente los acordes del piano de Sam mientras Ilsa le da la entrada con un dulce tarareo. Una vez más Victor Lazslo e Ilsa Lund se van en el avión que los conducirá a Lisboa. Mientras tanto, en la húmeda pista, siguiendo con la vista el avión, permanecemos todos nosotros, los espectadores, acompañados, eso sí, por Louis Renault y, como no, Rick. Porque, ¿quién puede negarlo? Tras una despedida como esa (y no hace falta ser más explícito) nadie puede contener la emoción. El rudo rostro de Rick y la dulce faz de Ilsa con el sombrero de ancha y caída ala,... Pero, no nos pongamos tristes porque, por lo menos, aún nos queda París”.
Con tan sencillo reclamo he atraído otro recuerdo, navegando desde la tardía juventud e incipiente madurez.
Ahora los colores, mutables, han alcanzado más plenitud. Hasta la luz se diferencia del de la anterior visita. Se trata de un pase privado en la filmoteca. Junto con Marcial y otros compañeros nos disponemos a visionar una copia de “Casablanca” con el doblaje no censurado (por fin oiríamos a Louis diciéndole en español a Rick que colaboró con los republicanos en la Guerra Civil; la misma que se exhibiría años después con motivo del cincuenta aniversario). Igual penumbra que la primera vez, aunque se echa de menos el viejo telón. Al fin y al cabo la sala es tan común como las retratadas en otras películas como “Cantando bajo la lluvia”, “Dos semanas en otra ciudad” o “La condesa descalza”: alargadamente inclinada, una serie de filas de butacas a punto de precipitarse sobre una alba pantalla, entre una nube de denso humo de tabaco.
La vieja magia, casi olvidada, surge en cuanto mueren las luces y nacen los sueños. Vuelvo a pasear por el Cafe Americain, a oír los acordes del piano entrelazados con la voz de Sam cantando “As time goes by”. Una vez más me atrae la figura inicialmente cínica de Rick (Ugarte llega a decirle: “eres un cínico amigo Rick; si me permites la expresión”), representativa de la neutral América; sus escasos rasgos de magnanimidad que le humanizan levemente, aunque sin hacerle perder su pétreo semblante. Acompaño a Ilsa y a Victor por su peregrinar en busca de los preciosos salvoconductos; estudio la simpática corrupción de Renault, manifestada en su nadar entre dos aguas. Es decir, entro dentro de la maquinaria pacientemente montada.
Cuando se encienden las luces, sin embargo, de nuevo todo queda atrás. Inútilmente trato de aprehender los jirones de celuloide que se me escurren entre los dedos. Todo ha concluido. Sólo resta la charla emocionada, como objeto escenas, iluminaciones, argumentos y movimientos de cámara. Triste poso. Ni siquiera logro captar la presencia de un niño de ocho años con la mirada pegada (fijada con cemento[1] que diría Adrián) a la ahora muerta pantalla.
Y ahora a charlar sobre “Casablanca”. Tal vez ya no sea el momento más adecuado. Mi largo periplo en su cortedad me ha hecho perder la confianza en el desconocido artificio que lo movía todo. El lógico paso de los años ha engrosado mi costra cínica. El cinismo constituye una aceptable posición de defensa, con la condición de que uno no se lo acabe creyendo.
¿Qué puedo decir? Que me encuentro impartiendo clases sobre materias que hace tiempo que se han tornado vacías. Que ninguno de los sueños forjados en mi juventud se ha visto cumplido. Que no he adquirido fama ni probado reconocimiento. En suma, que me he recluido en mi personal Casablanca, una Casablanca hecha a mi medida y dotada de hialinas paredes. Demasiado tarde para dar marcha atrás, perdidas las últimas ilusiones, huecos recipientes.
Pero no hablaré sobre nada de ello, claro que no. Charlaré sobre la película, tal vez con menos convencimiento que el deseado, pero cumpliré con mi trabajo.
En eso precisamente pienso cuando se enciende el indicador de en el aire; en eso y en recordar acudir a la agencia de viajes nada más que termine este debate. Dicen que Lisboa es muy bonita en esta época del año.


* Corre por ahí la anécdota según la cual en una ocasión en que Vincente Minnelli acudió a San Sebastián, a su festival de cine, su vestimenta se compuso de unos eternos pantalones y camisa negros, combinados con una americana cuyo color, siempre dentro de la gama de los más chillones (rojo vivo, amarillo canario,...) variaba día a día.
Quizás a Adrián le hubiera llegado el comentario, o tal vez fuera originalidad propia.
** Años después acudiría al mismo lugar a una representación de “La Dama del Alba” de Alejandro Casona. ¡Aún conservo la imagen de la actriz que interpretaba a la implacable dama del título!
[1]Fijar la cámara con cemento: mantener la cámara inmóvil y sin variar el plano. Basta con recordar la impagable escena final de “El Tercer Hombre” (“The Third Man”, Carol Reed, 1948).
Bosco fecit.

2 comentarios:

El Holandés Herrante dijo...

Nada, simplemente pasaba por aqui, como casi siempre. Un gusto leerlo.
Me mató eso de "fijar la cámara con cemento".
Saludos Herrantes...

Anónimo dijo...

Gracias, Holandés, tanto por la visita como por su comentario.

A ver si sigo actualizándolo porque lo tengo un poco abandonado.
Un saludo.