-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

jueves, 29 de abril de 2010

SIMPLE CUESTIÓN DE HONOR

Napoleón I, cuya carrera fue similar a un duelo contra toda Europa, desaprobaba el desafío entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín, y sentía poco respeto por la tradición. Sin embargo, una historia de duelo que se convirtió en leyenda dentro del ejército, atraviesa la épica de las guerras imperiales”.

Joseph Conrad, "El duelo".


El honor es un lujo que sólo los caballeros pueden tener”.

Stefan Brand (Louis Jourdan) a su criado.
“Carta de una desconocida” (“Letter from an unknown woman”, Max Ophuls, 1948).


Mi agradecimiento sincero al cuidador de la armería en el Museo del Ejército de Madrid por sus amables explicaciones acerca de las pistolas de duelo y desafío.



Aún me parece sentir el traqueteo bacheante del landó. Al galope los caballos prestan justo eco a mi propio corazón. Me cuesta trabajo sostener las miradas de mis padrinos. No porque un atisbo de vergüenza me lo impida, desde luego que ni tan siquiera contemplo tal posibilidad, sino porque me encuentro lejos de sentir lo mismo que denotan sus rostros. Donde sólo encuentro admiración y elogio por mi pasada bravura, yo más bien busco el consuelo que en alguna medida mitigue los remordimientos que siento. Envueltos en sus prendas negras...


... no había amanecido cuando ya nos encontrábamos en el claro escogido, una superficie amplia de hierba segada, sin otra vegetación que los robustos pinos que le prestaban corro, enclavados aquí y allá. Faltando pocos minutos para la salida del sol los únicos sonidos procedían de las piafantes monturas, humosos de vaho los belfos.
Aún los pájaros no se habían despertado. Tratábase de ese momento en el que el reino de la noche cede el cetro al nuevo día, en el que las criaturas nocturnas comienzan a descabezar su sueño. Pronto aún para que los trinos de petirrojos y pinzones saludaran al primer bostezo del sol.
Si tales eran los únicos sonidos, los colores entrevistos a la por el momento escasa luz eran el negro del landó, el de las monturas y el de nuestras propias ropas. Como si no constituyéramos más que sombras a las que los primeros rayos borrarían sin mostrar por ello compasión alguna.

En nuestro enérgico galopar restalla el látigo, la única solución precisa y pactada en situaciones análogas. La luz del sol me rodea, entibiando mi cuerpo tembloroso, y su roce, lejos de calmarme con su efecto balsámico me enerva más, hasta el punto de hacerme bajar los párpados para calmar la contradicción de sentimientos que bullen dentro de mí. Pero esa solución se revela insuficiente porque la luz emana de mi ser, reflejándose en las torpes persianas que la separan del exterior de mis ojos.

... allí estaba, el primer fulgor del astro rey, el tierno aviso del cúmulo que lo seguirá de inmediato. Ya principiaba a mostrarse el sol por encima de los montes en lontananza, ya amanecía. Como sintiendo el nerviosismo que cargaba el ambiente los caballos se removieron inquietos, emitiendo intranquilos relinchos. Cómo “sabían” lo que iba a pasar, lo auguraban. Quizás conocieran incluso la naturaleza del desenlace; si en verdad lo supieran...


Levanto la vista, impelido por el profundo bache que el cochero no ha sabido sortear. Ante mí lo que no deseo ver: los enhiestos bigotes y la cuidada barba de Ramón, su negra chistera, algo polvorienta, su enlutada levita,...


... los primeros en llegar, el juez y el médico que le acompañaba. Lo que hasta el momento no dejaba de ser una posibilidad tenue a la que la distancia temporal prestaba una cierta nota de irrealidad se iba tornando en aprensible, sustanciándose poco a poco, a imagen del amanecer. Y por si su presencia no bastara sus ropas actuaban como reforzadoras de la impresión: negras; negro por doquier, negro como mis pensamientos, como mis esperanzas, negro como...


Sólo el reflejo de un negro chaqué a mi vera antes de que la bofetada arrancara un zumbido a mi oído. Eso y las palabras pronunciadas con lentitud a corta distancia, con morosidad, marcando con firmeza cada sílaba:

- Señor mío, es usted un estúpido petimetre.

Lo que siguió no he podido comprenderlo muy bien. Debido a mi condición de caballero mi honor y mi pundonor habían sido objeto de un brutal ultraje, siendo además yo el primer ofensor (curioso, ciertamente, por cuanto en mi persona coincidían agredido e insultado). Mi oponente, a quien no conocía de nada, o así me lo parecía, acababa de retarme a duelo durante una velada en la cual mi único interés consistía en asistir a una agradable representación teatral. Imposible tratar de arreglar aquel endemoniado entuerto por formas pacíficas, ni pensar en una solución conciliadora. La gran cantidad de testigos que habían asistido al acto, entre los que se contaban buena parte de mis amigos, y la vesánica determinación que movía a mi oponente las convertían en del todo punto impracticables. De nada valdría alegar mi condición de católico fervoroso[1]. A todas luces lejos de atraer sobre mí la admiración de los presentes ante mi religiosidad sólo serviría para que por el contrario llovieran sobre mi persona todo tipo de acusaciones de cobardía y falta manifiesta de caballerosidad.
Mas, ¿qué acto poco honesto, qué deshonra, había yo cometido que a causa del mismo sólo restara como solución la de ser retado a duelo? Al parecer había faltado de obra contra el honor de aquel individuo, alguien por lo que se veía asaz proclive al abofeteamiento público. Según se comunicó confidencialmente a mis padrinos yo había mantenido relaciones indecorosas con su mujer, señora a la que desde luego no tenía el placer de conocer, ni muchísimo menos en un plano tan íntimo como el referido. Sin calificarme como un libertino sí que había mantenido relaciones con bastantes mujeres. Mas en ningún momento había arrugado sábanas en compañía de alguna que estuviera casada. A este respecto había procurado mantener un cuidado exquisito. No tanto ya por mi reputación como por salvaguardar mi integridad física. Así que puesto en tal tesitura la cuestión adquiría burlonalmente una dualidad desconcertante, no exenta de cierta gracia. Siempre y cuando cierto savoir faire, del que no me hallo exento, cuestión de cuna, me permitiera vislumbrar el humor dentro del embrollo en el que me hallaba enmarañado hasta las cachas.
Según la visión de los hechos mantenida por el marido yo había cometido una ofensa grave contra su persona, y así lo admitirían todos, tan importante era su reputación de hombre intachable, aún sin conocer el sustrato de la misma, por otro lado totalmente falso. En otro orden de cosas si yo pudiera demostrar la insustancialidad de la acusación me encontraría en un plano distinto, concretamente en el de recipendiario de una ofensa gravísima, manifestada mediante un contundente vía de hecho: una sonora bofetada. El problema radicaba en cómo demostrar mi propia inocencia. Sería indecoroso por mi parte mencionar la infidelidad de una dama, aun cuando su realidad pudiera apearla de ese título. Cuestión nada baladí pues con ello se me exoneraría por completo, debido a la falta de intervención por mi parte en la misma, si es que había constituido una realidad en compañía de otro hombre.
En definitiva, un verdadero lío. No me restaba otra cosa que aceptar muy a pesar mío la justa satisfacción.


... rápidos movimientos, conversaciones cuchicheadas entre mis padrinos y el juez, momentáneamente retirado el médico. A falta de la llegada de mi oponente ya habían sido fijadas las condiciones del encuentro por medio de varias reuniones mantenidas entre los padrinos de ambas partes. Se respetaría, “noblesse oblige” el código de Cabriñana...

- ... por supuesto. Como “ofendido” él gozó de la potestad de elegir las armas, pistola, - mi amigo Ramón de la Cruz, uno de mis padrinos, me desgrana con minuciosidad, en apariencia carente de sentimiento alguno, los términos del lance - la distancia, veinticinco metros. Aquí debemos agradecer la actividad conciliadora de los padrinos de don Mateo - mi oponente - pues su primera furibunda pretensión hubiera supuesto el claro homicidio del primer tirador pasivo, en tanto que a la corta distancia exigida no se sabría con seguridad la causa última y determinante del fallecimiento del oponente: si la propia bala o las chispas y el humo de pólvora de la detonación. Naturalmente la modalidad será la de disparos sucesivos apuntando a pie firme. Una vez dada la orden cada tirador gozará de la oportunidad de efectuar un disparo, debiendo permanecer el otro completamente quieto. En el caso de que una vez hubieran abierto fuego ambos no resultara muerto el contrario se procedería a cargar de nuevo las armas, volviéndose a repetir el ritual. En caso de que uno sea alcanzado se permitirá al médico aproximarse al herido. Si dictamina que la herida no es mortal se proseguirá con el duelo hasta su justo término; no es a primera sangre, es a muerte.
Las pistolas deberán poseer ánima lisa y no ser en ningún momento inglesas. - Aquí me permití la primera sonrisa. Ni la caballerosidad de don Mateo ni su astucia se habían dejado avasallar por su ira. El ánima lisa constituía la modalidad más “caballerosa“, dada la menor precisión prestada al arma; asimismo al rechazar las inglesas demostraba estar al corriente de un truco que en varias ocasiones había llegado a salvar la vida de uno de los duelistas: rayar el ánima hasta la mitad del cañón de tal forma que al examinarlo por su boca los jueces sólo vieran el tramo liso (ingenio y honor, todo mezclado).
Pueden pensar que en los comentarios de Ramón no brillan ninguna de aquellas características que la amistad profesada convierte en signos insoslayables. Nada más lejos de la realidad. Si sólo encuentran cierta frialdad en su forma de expresarse se debe a que nos hallábamos guiados por ideas más importantes que la banalidad inherente a tal sentimiento: el honor y la caballerosidad.
No puedo negar que en cierto modo respiré aliviado ante la elección del arma. Por condición social y cuna natal hubiera sido natural el haberme ejercitado tanto en el arte del esgrima como en el del tiro con pistola, sin embargo mi natural indolencia hizo que rechazara la primera por fatigosa. Todo eso de “romper”, “marchar”, el “golpe con fondo” y la “parada en primera” se revelaban sumamente agotadores. Además no me interesaba en lo más mínimo el enfrentarme regularmente en duelo con otros adversarios. Si había mantenido mis regulares prácticas de pistola había sido por simple afición, para probar mi puntería. Ignoraba por completo que esa práctica me concedería alguna posibilidad de salir con bien del trance; por todos es sabido que la falta de la misma convierte a un inexperto en un inofensivo pelele a merced del contrario.
Quizás yo constituía un extraño individuo en una época convulsa como aquella. En unos tiempos en los que todos se batían en duelo, en los que hasta las redacciones de los periódicos mantenían salas de esgrima en cuyo interior los periodistas aprendían las técnicas del tirar a florete y espada, para así defenderse en los duelos subsiguientes a los combates a pluma materializados en libelos descalificadores, a alguien como yo se le suponía un manejo con la espada algo más que notable. Mas no era así, de ningún modo.

Ahora hay que alejarse de la capital durante un tiempo, justo hasta que la polvareda del rumor se termine por posar en la memoria. A ello contribuirá la noticia que a no dudar será publicada en los periódicos: “Don Mateo Antúnez de Riera, conde de Vallehermoso, ha fallecido a consecuencia de un accidente fortuito, habiéndosele disparado la pistola que se disponía a limpiar, por hallarse inadvertidamente cargada”. Pocos habrá que no dudarán de lo relatado, seguros sabedores de lo realmente acontecido, mas nada dirán al respecto, poseedores de un secreto a voces que a nadie le interesará que trascienda. No obstante mientras tanto conviene no dejarse ver, después de todo lo ocurrido se había desarrollado en todo momento y circunstancia dentro de los estrictos campos del honor.
Y allá me dirijo, vibrando como nunca a bordo de aquel landó, preso de mi arrepentimiento, como si deseara que el destino final para mi viaje no fuera otro que el propio Infierno, desde luego un lugar más hospitalario que el que en aquel momento me rodea.


... el encontrarme frente a frente con mi oponente acabó por romper la burbuja en la que había vivido durante las últimas jornadas. Hasta entonces no había prestado gran atención al ceremonial que rodeaba al acontecimiento en que había sido embarcado. Con aparente desidia escuchaba los resultados de las negociaciones de los padrinos de ambas partes, el trámite de la elección del juez o director del “combate”, la designación de un único médico y la ausencia de testigos para garantizar de algún modo la discreción del evento. Tal carencia de interés se malinterpretaba por cuantos amigos y conocidos habían alcanzado el conocimiento del duelo, la atribuían a un signo denotador de mi frialdad y valentía a la hora de acudir al campo del honor. Mi resignación y desinterés eran tomados como caballerosidad y discreción. Pobres crédulos, si supieran la verdad.
Había llegado el momento, alejados a prudencial distancia todos los presentes, nada faltaba para que diera comienzo el enfrentamiento. Inútiles las reconvenciones de los padrinos, las últimas, para dar término de forma menos cruenta a la desavenencia: don Mateo las rechazó de plano y yo, para no ser menos (qué remedio me quedaba) hice otro tanto.

- Señores, conocen los términos pactados para el desenvolvimiento del duelo...

Y así siguió el largo parlamento de rigor pronunciado por el juez, mientras nos eran entregadas las pistolas, ya preparadas una vez prolijamente revisadas.
-... abrirán fuego a la orden, una vez dadas las tres palmadas.

En aquel momento empecé a ser verdaderamente consciente de cuanto me rodeaba: el frío reinante (habíamos convenido en despojarnos de las levitas aunque esa medida no fuera estrictamente necesaria, bastaba con demostrar la ausencia de guateados u objetos que de algún modo detuvieran o desviaran la pretérita trayectoria de la bala), los adustos rostros de los que eran testigos de un impreciso desenlace, los postillones que aguardaban fumando junto a los carruajes, dirigiendo ocasionales miradas sin interés hacia nuestras personas,...

- ¡Arre, arre, malditos jamelgos!

Me he dormido durante un rato, aún faltan algunas horas para que lleguemos a nuestro destino. Entonces mi atención topa con mi chistera, negra a juego con mi levita, negra y...


- ¡Fuego!

Casi no había oído la tercera palmada y ya la orden se había confundido con la terrible detonación. Me pareció sentir un golpe contra mi frente y luego el frío se adueñó de mi pelo. Ya había salvado mi honra, me iba a morir, fenecía. Sin embargo, a no ser por la frialdad notada en lo alto de mi cabeza no aparecía ninguna otra de las sensaciones que se deberían acostumbrar a sentir en momentos definitivos como los presentes. Permanecía de pie, la pistola en mi mano, al final de mi brazo que mantenía relajadamente extendido, paralelo a lo largo de mi costado, y frente a mí, a los veinticinco metros prefijados, se erguía la persona de don Mateo.
Su orgullo había impedido que mudara el color de su faz, con la humeante pistola en la mano aguardaba, errado su disparo, a que yo efectuara el mío. Entonces fui consciente de que aún permanecía vivo, de que la que había recibido la bala mortal había sido mi chistera, la cual, perforada, reposaba inmóvil a mis pies. Ahora debía disparar, y el hecho de que don Mateo se mostrara completamente resignado a su suerte no alejó de mi conciencia la idea de que aquello no constituía más que un asesinato. Sin embargo mi honor me obligaba a abrir fuego a mi vez, como caballero tenía la obligación de hacerlo.
Por entre la humareda acre que penetró por mis narices me fue dado observar cómo se desplomaba, herido mortalmente. Lo hacía muy lentamente, como si se tomara su tiempo para escoger aquella postura que resultara más adecuada para yacer desmadejado en el húmedo suelo. Continuó cayendo y cayendo; y una vez llegado al suelo produjo un estruendo que hizo crepitar mis pies, o al menos eso fue lo que me pareció sentir.


- Si sigue sorteando los socavones con tanta precisión acabaremos caídos de bruces en el camino - comenta Ramón, y mirándome añade: - ¿Hay algo que te inquiete?, ¿qué te sucede?

- No, nada, nada en absoluto. Sólo que me agota el viaje.

Una palmadita amistosa en mi pierna y volvió a mirar hacia delante.



Tiempo después me crucé con un individuo quien, desconociendo mi identidad, y sin duda azuzado por su manifiesta ebriedad, se ufanó en mi presencia de ser el amante de la señora viuda de don Mateo Antúnez de Riera. Por lo menos en su borrachera mantuvo la discreción suficiente ( y cierto “savoir faire” ) para participármelo en voz queda y sin nadie cercano que pudiera oírlo. Al parecer, descubierta la infidelidad de su esposa, y al tratar de arrancarle la identidad del galanteador premiado, sólo pudo obtener de ella la de cierto joven, por otro lado bien parecido, pero posiblemente neófito en cuestión de duelos (única solución que la moral de su esposo consideraba factible). La casualidad había querido que su nombre arribara a oídos de la señora condesa al haber sido pronunciado en una de las fiestas a las que asistía. De esa forma - y aquí se dibujaba una sonrisa en la boca del imprudente confidente, estimulado por el exceso de alcohol ingerido - fuera cual fuera el resultado del lance ella saldría beneficiada; si caía el joven su marido se contentaría, calmado su orgullo herido; si por el contrario el caído era éste aún se simplificaba más el problema.
Naturalmente le reté a duelo ( cómo resonó el guantazo), a pistola, me encontraba en mi derecho. Se encontraba tan borracho que ni siquiera alcanzaba a recordar, tal y como yo mantuve ante todos, que el que había sido abofeteado había sido yo. En cuanto al motivo aludido lo he olvidado por completo.
Desde entonces les puedo asegurar que duermo mucho mejor, sin rmordimientos de ningún tipo.






Bosco fecit.





Todos esos combates a pistoletazos no valen nada: o resulta mucho daño o resulta demasiado poco. El que sabe tirar bien tiene demasiada ventaja. Si ninguno sabe, se convierte en un juego de niños; y la cortesía de tirar al aire es tan conocida, que la cortesía de no hacer blanco es ya habitual”.

Príncipe de Ligne

Por cierto, este hombre murió a resultas de una cita galante, concretamente como consecuencia de una pulmonía contraida por aguardar a edad ya avanzada a una dama sin tomar la precaución de abrigarse adecuadamente contra el frío de la noche vienesa, allá por el siglo pasado.




[1]N.A. El papa Benedicto XIV había prohibido la inhumación en tierra sagrada de los contendientes caídos en duelo.

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