-Por ahí dijo el Gato, señalando con su pata derecha vive un Sombrerero; y en esa otra dirección -y señaló con la otra pata- vive una Liebre Mercera. da igual al que visites... ¡Los dos están igual de locos!
-Pero si yo no quiero estar entre locos... -comentó la niña.
-¡Ah! Pero eso no puedes evitarlo -le dijo el Gato!-: aquí están todos locos. Yo estoy loco. Y tú también.
-¿Y cómo sabes que estoy loca? -preguntó Alicia.
-Tienes que estarlo a la fuerza -le contestó el Gato-, de lo contrario no estarías aquí.
"Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas", Lewis Carroll.

sábado, 10 de abril de 2010

ARREBATO



A don Estanislao Subiela un buen día se le ocurrió la idea de cometer un crimen. Si tal decisión nació de una forma espontánea, merced a uno de esos porque sí súbitos, o más bien fructificó tras una larga maduración muy repensada ni tan siquiera el propio don Estanislao se hayaría capacitado para arrojar mucha claridad al respecto. Lo cierto, lo tangiblemente exacto, fue que lo hizo; y ya no me queda mucho más que añadir en referencia a sus íntimas motivaciones.
Como buen ciudadano, al tiempo que persona dotada de unos modales exquisitos, no más encontrarse con la consecuencia inmediata de su acto, allí tendido frente a él, la sorpresa aún rielando en unos ojos ya sin vida, no perdió un segundo y adoptó una determinación consecuente: sería al comenzar a meditar sobre el acto recién perpetrado cuando en su interior algo le impelió firmemente a ponerlo en conocimiento de las autoridades pertinentes.
Allá se encaminó el buen hombre, hacia la jefatura de policía, azuzado por una modalidad de espíritu cívico que para nuestra desgracia no es que se estile mucho hoy en día. Y es que en la época actual comportamientos como el referido han venido siendo denostados de continuo por dirigentes políticos, medios de comunicación y demás creadores de opinión. Sin duda muchos de sus conciudadanos carecerían del valor suficiente como para acometer un arranque ético de semejante magnitud en momentos dotados de una gravedad similar. Mas desde siempre don Estanislao había militado en la antiquísima orden de que quien la hace la paga, encontrándose por añadidura dotado, como recordarán que ya he mencionado anteriormente y por mi parte sin ánimo de caer en la reiteración, de unos modales exquisitos.
No bien hubo traspasado el umbral del adusto edificio que albergaba la sede de las Fuerzas del Orden cayó bajo el influjo del policía de guardia, quien bostezaba como buenamente podía los últimos minutos de su larguísimo turno. Descansaba el agente desmadejado, similar a una marioneta a la que se le hubieran cortado los cables, inclinado sobre una mesa metálica que a todas luces le quedaba varias tallas más pequeña, ocupada su superficie toda, a la de la mesa me refiero, por un esparcido manojo de cuartillas, más que nada por dar la impresión a quien se lo encontrara que tenía mucho trabajo por delante, aunque sin demasiada fortuna a decir verdad en lo que al efecto se refiere.
A la pose le prestaba explicación una enorme panza que naciendo a la altura de las clavículas desembocaba caudalosamente bajo el mueble, impidiéndole aproximarse mucho más y prestando con ese aspecto mayor fuerza a lo grotesco de su postura. Robusto como él solo coronaba a su corpachón una gran cabeza dotada con una mata de pelo huyendo a la desbandada por los aledaños de la nuca y combinada con un mostacho que por el contrario, y a modo de compensación, destacaba por lo poblado de su factura. Si al observarle con detenimiento se consideraban los leves movimientos que efectuaba podía colegirse que o bien se encontraba reconcentrado en sus labores o quizás, y esto sí que parecía más plausible, que se hallaba preso de la modorra. Así descrito era el funcionario en cuyo campo gravitatorio penetró don Estanislao Subiela.
-He matado a un hombre.
Soltado así, a bocajarro y en frío, el efecto inmediato que provocó sobre el adormilado número se asemejó a un trueno que hubiera retumbado por encima de su testa. Aniceto Montes, simple policía nacional, casado y para más señas vecino de Oviedo, no había sido objeto del adiestramiento preciso para recibir una confesión de esa entidad. Ni mucho menos se hayaba preparado para acogerla en un momento en el que, como ya he explicado con anterioridad, su turno iba a expirar.
En su boca adormilada y babeante destacaba el deseo de ingerir una fresquita cerveza, a unos ocho grados en la escala Celsius, coronada con su consiguiente espuma, para más señas en el local sito en la calle López Vallado, número diecisiete, frente a su casa, en la compañía de sus compadres de barra, todos de raza caucásica y ocupados en labores varias, cara al partido televisado por una cadena de pago, encuentro de máxima rivalidad durante el que se enfrentarían los galácticos del ladrillo y un grupo de talibanes procedentes del este europeo. A su término su intención era reunirse con mujer y prole durante la acostumbrada cena familiar, estilo casero sin grandes alharacas, elaborada por su mujer, para pasar seguidamente a los brazos del sofá comprado en una gran superficie para echar la primera cabezadita de la velada.
Ni por un segundo ninguno de estos pensamientos habían compartido espacio con el anhelo de que alguien le alegrara sus minutos finales con un comentario como el antes oído. Mucho menos si el tal alguien adoptaba la apariencia de un fulano bien vestido, también de raza caucásica pero más bien enclenque, de complexión menuda y tirando a bajito, ya repleto de años, con cara adornada por una sonrisa beatífica en la que destacaban unas gafitas doradas para saber hacia dónde encaminarse con la ayuda de un fino bastón. A un hombre como el descrito sólo se le podría acusar y ésto merced a un rasurado muy profundo del delito de empachar a alguna que otra bandada de palomas en el parque, y como mucho por medio de sacos de alpiste arrojados con paciencia de jubilado.
Mas como buen profesional, aunque sólo se le exigiera mantener esa imagen por unos cinco minutos y consultó antes el reloj para cerciorarse de este extremo, decidió acometer con tino y seguridad aquella última prueba a la que la vida le sometía. Para ponerse en situación encendió un ducados y con gesto moroso susurró soltando una bocanada de humo la primera frase que su supuesta profesionalidad le inspiró.
-¿Y le ha matado usted mucho o poco?
Don Estanislao disimuló un gesto de desagrado por el humo expulsado casi en su mismo rostro. Se trataba de un ciudadano educado a la par que muy cívico, vuelvo a mencionarlo para recalcar esta cualidad dada su extraordinaria rareza, por lo cual tal pregunta le descolocó un tanto. Como católico practicante de misa dominical ni por lo más remoto esperaba que esa fuera la reacción ante su confesión, muy diferente de las manifestadas por D. Gregorio, el cura preconciliar con sotana de entre tiempo de su parroquia. Sin embargo una vez superada la momentánea sorpresa pronto halló la respuesta adecuada.
-Pues creo que bastante... Verá, es que no respira.
Convencido el policía de habérselas con el típico caso del individuo dotado de unas facultades mentales levemente mermadas decidió adoptar un tono paternal a la par que firme. Desde luego había suelto por ahí cada asesino que daba lástima, unos meros aficionados y chapuceros. Pero al fin y al cabo importaba más quitárselo pronto de encima y no hacer aguardar en demasía a sus compadres.
-Y no respira...
Al tiempo que las pronunciaba comenzó a tomar buena nota en uno de los papeles esparcidos sobre su mesa de trabajo, justo al lado del dibujito esbozado con torpes trazos del Santiago Bernabeu. Hay que reseñar que aparte de policía su verdadera vocación la constituía la de artista frustrado, y como tal el aburrimiento inherente a su labor le empujaba a perfilar sus habilidades empleando como soporte cuanta hoja caía bajo su bolígrafo.
Al buen ciudadano le pareció que la descripción adolecía de cierta falta de precisión por lo que empujado por el afán de alcanzar un nivel más acorde con la realidad se permitió efectuar un apunte.
-Pero nada de nada, ¿eh?
A quien haya gozado del placer de entrar en tratos con cualquiera de los de su gremio no se le escapará una verdad que posee la grandiosidad de un templo. Caracteriza a los agentes de la ley el celo con el que defienden sus deberes, aun cuando se encuentren como ocurre en el presente caso culminando su turno. De inmediato el agente Aniceto elevó su vista de las notas, remarcando ese movimiento con el estiramiento de la plenitud de su cuerpo de oso, y con un plano picado digno de un Welles la fijó taladrando al fulano que con tanto descaro osaba interrumpirle. Para sí murmuraba acerca de su suerte por haberle encima tocado uno de esos individuos que han decidido consagrar su existencia a convertir la descripción fidedigna en un acto de fe. Pues sí que se hayaba apañado.
-Usted déjeme a mí, caballero, que ya yo tengo honda experiencia en hechos de esta índole.
Una mentira como otra cualquiera. Lo más emocionante que le había acontecido a lo largo y ancho de toda su prolongada carrera profesional resultaba ser el día en el que la grúa municipal le arrastró el coche y consigo en su interior a su suegra. Nunca en toda su carrera le había supuesto un mayor problema hallar un número telefónico, concretamente el del servicio de recogida de vehículos. Todo ello mientras merced a su entrenamiento soportaba como un verdadero profesional cuantos sollozos y gimoteos emitía su cónyuge casi al oído mismo. Lastimosamente para él el vehículo no acabó entrando a formar parte del uno por ciento computado por las estadísticas que una vez fagocitados por el servicio municipal de arrastre ya no reaparecen nunca jamás. No había transcurrido una hora escasa y ya suegra y coche retornaban sanos y salvos del limbo administrativo.
Encajada en el sillón del salón familiar, un pelín más histérica que de costumbre, la buena señora se dispuso a arrojar con voz chillona a cuanto vecino quisiera oírla a través de los tabiques levantados con papel de fumar una descripción vividísima de una tragedia sin igual. Él, por su parte, aún se echaba sus buenas carcajadas en cada ocasión que ante sus colegas escenificaba con muecas variadas tanto la cara de pasmo como la turbación que habían acometido a la madre de su mujer al enfrentarse a semejante situación. Cuando percibió cómo el coche adoptaba una inclinación desacostumbrada sin aviso previo para acto seguido y en apariencia por propia iniciativa, quizás cansado de la inmovilidad, deseoso de estirar un poco las ruedas, inició una carrera marcha atrás a una velocidad de auténtico vértigo. Todo ello sin que su alma metálica tuviera consideración alguna por los gritos proferidos por la buena mujer, acompañados por sus golpes a la desesperada propinados con el bolso contra una de las ventanillas laterales. Una pena que los operarios, sin duda unos pobres aficionados desconocedores de su oficio, no hubieran pillado un bache o, todavía mejor, estampado carga y contenido contra cualquiera de las farolas que jalonaban el camino hacia el depósito.
-Sí, mucha experiencia...
Mientras con tono soñador pronunciaba esta última frase trató de morderse como buenamente pudo la cara interior de los labios para impedir que escapara por la comisura la sonrisa que pugnaba por abrírselos. El goce producido al revivir la anécdota resumía de la forma más gráfica veinte largos años de convivencia marital.
Tras terminar de escribir las anotaciones pertinentes se cruzó de brazos y apoyando en ellos la parte de la barbilla que a duras penas emergía por encima de su papada se dispuso a escuchar completita la que sin lugar a dudas constituiría una amenísima confesión. Por su parte, su interlocutor, juzgando erróneamente a partir de este gesto que por fin le prestaba un tanto de atención no desaprovechó la ocasión y al punto comenzó a narrársela.
-Se trata, o más bien se trataba, de un amigo...
“Vaya por Dios, encima una amistad, si es que hay gente por ahí que con tal de no molestarse un poco en buscar a alguien a quien asesinar se conforma con lo que encuentra más a mano”.
-Le invité a cenar y en determinado momento le golpeé con un bolsa repleta de guisantes congelados...
Un calambrazo, uno solo pero lo suficientemente elocuente. El agente Aniceto Montes, natural de Valdesianas Reales del Páramo, provincia de Ávila, aunque vecino de La Tenderina, acababa de percatarse súbitamente de las consecuencias de lo que le estaba confesando aquel hombre. Aquello iba a traer consigo más tomate de lo que había presupuesto en un principio. El hombrecito se había cargado a su amistad precisamente con una bolsa de guisantes, congelados por supuesto. A ver quién es el guapo que se lleva a alguien por delante con ellos ya descongelados, al menos siempre y cuando la intención final con la que se procede a materializar dicho acto sea la de infligir un cierto daño. Como consuelo en el supuesto de que todo hubiera acontecido tal y como se lo estaba contando desde luego el ministerio fiscal no podría exigir al juez el agravante de premeditación. No mucha gente acostumbra a mantener una bolsa de guisantes en el congelador para así disponer del medio con el que defuncionar a la primera amistad que acude a la casa de uno con la sana intención de compartir charla y comida.
No obstante aquello ya era de por sí muy grave. Allí se iban a meter los de Sanidad de cabeza. Golpearle con una bolsa de guisantes. Nada de una lámpara, o por medio del socorrido atizador, o al menos empleando cualquier otro objeto que no fuera comestible. No, el señor le había agredido utilizando como arma agresora una bolsa de guisantes congelados a granel. Y a buen seguro que ni se habría molestado en sacarse previamente el carnet de manipulador de alimentos. Bueno, bueno, ya se imaginaba la torre de formularios que le iba a tocar rellenar. A decirle hasta la vista a la cervecita en el bar, al partido con los amigotes, a la siestecita con la familia,...; bueno, por lo menos a la primera y al encontronazo entre blancos y negros, amarillos, o lo que demonios fueran los del equipo contrario. En cuestiones de razas, credos y creencias Aniceto poseía unas ideas muy simplistas. Cabría describirle como un genuino globalizador: estaban ellos y todos los de fuera.
Se hacía preciso deshacer todo aquel entramado de alguna forma, más que nada para poder salir a la hora. Lo primero que discurrió fue pasarle el muerto al del turno entrante. Para ser sincero nunca le había caído muy bien su relevo. Siempre parecía contar con la respuesta acertada en la lengua, algo hiriente sobre todo cuando las chanzas que de continuo él le arrojaba, conformando los colegas el sobrevenido auditorio, acababan de nuevo en su regazo, y para más inri centuplicadas. No pocas veces se había encontrado justo en el centro de un coro de risas general a causa de una broma cuyo destinatario original había sido precisamente el otro. Sin duda el pasarle en bandeja un marrón de aquella magnitud constituiría una variedad retorcida de justicia.
Mas quizás por primera vez en su vida, sin que esto sirviera como precedente, Aniceto Montes meditó antes por unos segundos su acción, como objeto alrededor del que giraban sus cavilaciones esta primera intención. Indudablemente se trataba de uno de esos momentos reveladores que tarde o temprano acometen a todo ser humano, al menos en una ocasión a lo largo de su existencia. En la suya la revelación cobró forma bajo el aspecto de un fajo de pos-it ardiente cuyo humo provocaba el lagrimeo de sus ojos. Nada tenía de extraño el fenómeno pues tal y como le habían aleccionado desde su infancia lo de emplear extraños vehículos para transmitir sus designios a sus criaturas es una de las inveteradas costumbres de Dios. Precisamente entonces cayó en la cuenta de que esta vez, contrariando la corriente imperante, había adoptado la forma de un ducados ya que no era otro que su abandonado cigarrillo el que había prendido misteriosamente al bloque de notas de quita y pon. Mientras trataba de extinguir a la conciencia divina comprendió que indudablemente el marrón acabaría de nuevo en sus manos. Qué digo indudable, impepinable sería la palabra apropiada. Urgía salir del atolladero por sus propios medios, el mensaje se encontraba claro.
-Y digo yo, ¿y si declarara que le aporreó con un cenicero?
Si a don Estanislao le hubieran acusado de mantener una conducta deshonesta con un menor no se habría sentido más furibundo de lo que aparentó. Con voz seca y tono grave declaró, e intercaló las palabras “señor mío” antes de soltar con tono más colérico si cabe el resto de su parlamento, que por su parte él no había probado el tabaco en toda su vida, que por añadidura detestaba cuanto instrumento pudiera relacionarse próxima o remotamente con tan reprensible vicio, y que de paso, hiciera el favor de apagar bien el dichoso paquete de pos–it, el cual, aún encendido (por el hálito divino, pensó Aniceto), había empezado a humear de nuevo amenazando con incinerar mesa, funcionario y con un poco de mala suerte al resto del habitáculo, él mismo incluido.
El policía, abochornado en parte por la irritación que desprendía la respuesta y en mayor medida por la reconvención con la que ésta finalizaba se mantuvo durante un rato mudo, cavilando cuál podría ser la escapatoria más adecuada.
-¿Y con... una lámpara de pie... ? -alcanzó a titubear finalmente.
Tras meditar un momentito don Estanislao accedió condescendiente a variar un tanto el objeto homicida, intercambiándolo por una lámpara modernista dotada con una base de mármol. Juzgaba que a tal instrumento se le podía considerar como el perfecto vehículo para materializar sus recién nacidas ansias homicidas y de paso con la suficiente consistencia como para haber cumplido su nuevo cometido en la persona de su amigo con la debida eficacia. Además lejos de percibir connotaciones negativas en la presencia de semejante artilugio en su salón, y por extensión en su hogar, creía por el contrario que probaba a su favor que la lectura se trataba de una de sus pasiones.
Con un mal disimulado suspiro de alivio el policía se prestó a tomar buena nota:
“El sujeto declara haber empleado como arma homicida para cometer su supuesto acto una lámpara con base de mármol, comprada en el Corte Inglés, cuyo uso común hasta este aciago día ha sido el de procurarle luz mientras repantigado en el sillón de su salón procedía a la lectura de libros de diversa factura”.
Al llegar a esta última palabra arrugó un tanto el ceño. El buen hombre no se había percatado de a cuánto se exponía. Cualquier jurado popular no tardaría ni un solo segundo en empezar a comérselo vivo, bastaría sólo con que el fiscal mencionara esa afición. Entonces, al hilo de la imagen del abogado de turno agitando un libro, paseando ante las doce caras sentadas y prendidas de su disertación, la luz de la certidumbre se abrió paso una vez más en su cerebro. Fue otro de esos momentos únicos, glorioso más bien, parecido a aquella corazonada que le invadió en pleno partido entre el Real Madrid y el Bayern. Justo unos instantes antes de que el primero marcara el gol de la victoria. Se le había ocurrido la gran idea, con mayúsculas y en negrita, aquella que sin duda le permitiría concluir aquel enojoso trámite de una forma rauda y no menos definitiva.
-Naturalmente usted se encontraba pa´llá. Vamos, quiero decir que con sus facultades mentales un pelín atrofiadas, ¿no es verdad?
No se hizo esperar la respuesta, esquivando apenas el sonido de la última sílaba emitida por Aniceto.
-¡Me está usted calificando de demente o de algo similar, señor mío?
-¡Oh, no! De ninguna manera dije tal cosa acerca de usted. Tan sólo que usted cometió su... acto... en unos momentos en los que... en los que un velo así como... como digamos que muy oscuro, pero que mucho, se interpuso entre sus ojos..., su brazo y... y la desdichada víctima.
Nadie que fuera espectador de semejante contienda dialéctica podría negar, llegados a este punto, que el visionar una gran cantidad de capítulos de teleseries americanas habían dotado al policía de un sentido de lo melodramático nada desdeñable, ni tampoco, si a eso vamos, de una imaginación rica en tópicos. La riqueza deductiva expuesta en una frase tan corta, y cortada, no deja lugar para la duda.
-Hombre, explicado en esos términos no habré de negar que suena muy bien. Aunque a fuer de sincero encuentro un tanto raro, por no emplear la palabra ilógico, que si el velo al que usted parece referirse en su recreación se hubiera enredado de la manera descrita en mi brazo no hubiera limitado en alguna medida mis movimientos con lo que, así las cosas, y forzando un tanto la postura, como mucho sólo me habría sido permitido defuncionar al consomé. Y en tal caso sin duda en estos momentos no me encontraría aquí, perdiendo mi tiempo ante usted -la buena educación iba desapareciendo paulatinamente ante la presencia del funcionario que se iba empequeñeciendo a ojos vista-, si no que más bien me hayaría en mi casa, tratando de paliar en la medida de lo posible el consiguiente desaguisado doméstico.
-Ya, comprendo.
Dos palabras éstas, así pronunciadas, que no eran más que una forma como otra cualquiera de confesar que en lo que a él se refería estaba muy lejos de comprender algo.
-Pero supongamos que, bueno, que usted de alguna forma se las arregló para retirar un poco ese velo, y en el espacio que quedó libre logró colar la bolsa, esto, la lámpara y encajársela al infortunado de su amigo.
-Bueno, supongo -un suspiro prolongado-, que si eso es lo que le apetece oír -otro suspiro, éste ya más leve- podría añadir que durante buena parte de mi etapa laboral ejercí de contorsionista en “le Cirque du Soleil”, aunque ya desde hace unos años estoy retirado de los escenarios circenses por problemas de salud.
El policía respondió con un ajá de triunfo a la ironía del declarante quien ya se encontraba perdiendo la poca paciencia que su padre le había inculcado, a pesar de que después, ya durante su periodo escolar, los maristas se hubieran ocupado con ahínco de incrementar las existencias de la misma.
-Y bien, ¿dónde le golpeó exactamente hasta provocarle la supuesta muerte?
-Pues en lo alto de la cabeza, y por diecisiete veces para ser exactos.
-¡Ondiá! Usted perdone, ¿exactamente diecisiete veces dice usted?
-Pues sí, consideré que con menos no hubiera estado lo suficientemente muerto, y que con un número mayor quizás hubiera pecado de cierto ensañamiento. Por eso mientras le iba golpeando las iba contando mentalmente una por una. No hay nada peor que el exceso. Cuando consideré suficiente su cuantía, y ante el temor a contraer una contractura en el hombro, me detuve.
“Ensañamiento dice. Poco más y se despacha un revuelto de guisantes”.
A su nariz vino el olor del cocido que sin duda su mujer le estaría preparando. Adoraba ese plato, mataría por ese plato... Hoy era jueves y como todos los jueves por la noche tocaba cocido de berzas, con su morcillita, su chorizito, su... Cabeceó para apartar los olores e inmediatamente comenzó a tomar nota, no dejando de vigilar al homicida por el rabillo del ojo.
Sobre la mesa descansaba el recuerdo de su viaje un par de años antes al Valle de los Caídos, una roca informe de medio kilo de la que emergía hacia el cielo un crucifijo de contrachapado. En un lateral destacaba una plaquita del mismo material con un texto grabado: “...Y al tercer día resucitaré”. Lo de emplearlo como pisapapeles le había parecido en otro tiempo algo muy normal, lejos se encontraba entonces de imaginar que en un futuro no muy lejano se vería obligado a tomar declaración a un sujeto como aquél. Por lo más sagrado rezaba para que llevado por el afán de precisión no le entraran de repente ganas de reconstruir los extremos exactos de su agresión. Sin dejar de mirar la mano del declarante, cercana peligrosamente al Calvario turístico, continuó con sus anotaciones.
“El bestia del declarante, que de presunto no tiene ni siquiera el nombre, alega que empleando la susodicha bolsa de legumbres congeladas se aplicó con solicitud a la labor de asestar por un total de diecisiete veces repetidos golpes en lo alto de la cavidad craneal de su hasta el momento supuesta amistad, provocándole tanto la inmediata pérdida de dicho vínculo como la muerte súbita e incontestable, a la espera del dictamen favorable del forense de guardia en relación a dicho extremo”.
No pudo evitar un temblor de aprensión ante el cuadro con el que se iba a encontrar el Fortunato, el encargado de la “morgue” municipal. De él contaban que su estómago se había curtido duramente en sus tiempos como cocinero en el acuartelamiento de la legión en Melilla, mas sin duda a pesar de su experiencia con los fogones castrenses no se hallaría preparado para la visión de semejante menestra.
“Añade asimismo la inexistencia por su parte de ensañamiento en tanto que cuidó en todo momento de no autoinfligirse secuelas físicas de carácter muscular”.
-Digo yo, ¿dónde está ahora mismo el cuerpo?
-Ahora mismo... pues en el suelo de la cocina...
“El cadáver yace a estas horas en posición de cúbito prono, con pérdida de abundante masa encefálica, tendido yerto sobre el embaldosado de la cocina”.
-Y..., después de su acto, ¿qué fue lo que hizo exactamente?
La mirada de D. Estanislao parecía vagar muy lejos, los remordimientos que sin duda empezaban a hacer presa de él. Al menos su línea de visión no intersectaba con el monolito religioso. No obstante, y por si las moscas, el policía lo alejó con mucho cuidado de su alcance sin que el confeso se percatara.
-Me duché,... y vine hacia aquí... Era preciso que me entregara, como usted comprenderá.
Aniceto sonrió, otro como los demás. Si por algo se caracterizaban las fuerzas del estado era porque tarde o temprano daban con el culpable, bien fuera porque éste cometía alguna clase de error o bien, las más de las veces, porque acababa entregándose. No dejó de alegrarse por lo que sin duda constituiría un galardón en su maltrecho palmarés.
En esas sonó un móvil. Don Estanislao había entrado tras sus últimas palabras en una postura reconcentrada, ajeno por completo al sonido de las notas de Paquito el Chocolatero que con sonido surround emanaban del móvil polifónico del agente del orden. En cuanto a éste, al reconocer el número del que le reclamaba cayó en la cuenta de cuan tarde era. Sus compadres sin duda empezarían a echarle de menos. Para corroborarlo precisamente uno de ellos le estaba llamando para saber de él. Echó una mirada a su alrededor y al verse aún solo, si exceptuamos la imagen menuda del criminal confeso, sumido en sus propios pensamientos, decidió descolgar.
-¿Onde t´as metío, granuja? Ya vamos ganando por uno a cero, ¡menudo pedazo de golazo s´ha marcao el Raúl! Fenomenal, chico. El portero ni lo olió. Ven pronto que el Jeremías ta enfriando birras a todo pasto.
En la cabeza del policía se desplegó una balanza en cuyos platillos descansaban las dos posibles respuestas. Mas Aniceto Montes no dejaba de ser un hombre consecuente con sus ideas. Él en el fondo no era más que un hombre sencillo, del pueblo, sin mucha inclinación por la publicidad, y sin duda aquello le traería mucha más de la que podía desear. No ansiaba más que una vida tranquila y placentera: sus cañitas, sus colegas, su familia, de vez en cuando un chiste a costa de su suegra o de la vecinita del cuarto; con poco más ya se sentía feliz. Además, y para ser sinceros, perderse un gol de Raúl sí que constituía un auténtico crimen.
-Enseguida voy, tranquilo -dijo, y colgó.
El pobre de don Estanislao Subiela, como recién llegado de un periplo completo por el Valle de las Lágrimas, cortesía de Vaticano Tours, abrió la boca de nuevo.
-Oiga, perdone, no es por molestar, pero, ¿cuándo me va a detener?
El policía, consciente de su deber para consigo mismo y para con su conciencia, supo lo que responder. El fiel se había inclinado hacia el lado de la justicia.
-Mire usted, es que no detenemos a nadie pasadas las ocho de la tarde.
Y ya pasaban diez minutos de su hora y su compañero todavía sin dar señales de vida. Anda que no tenía jeta ni nada el tipo. A buen seguro que se estaba demorando en la cafetería de la esquina contemplando el partido. Y él, como siempre de pringado. Mas la justicia acabaría triunfando una vez más.
-Si usted vuelve mañana a las nueve con gusto atenderemos su petición.
-Pero, ¿es que no lo comprende? ¡Yo he matado a alguien!
El pobre hombre cada vez se hayaba más sumido en la desesperación.
-Ya, lo comprendo, pero podría habérsele ocurrido hacerlo en horario de oficina, ¿no? O es que acaso usted cree que puede matar a quien le plazca a la hora que se le apetezca. Nada de eso, señor mío. Existen normas muy estrictas a este respecto: de nueve a dos y de cuatro a ocho. Horario comercial, ¿me comprende?
-¿Y quiere usted decirme qué yo hago ahora con el cadáver?
-¿Aún le queda sitio en el congelador?
Bosco fecit.

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