“-
No he dormido anoche - me dijo -, estuve leyendo, leyendo...”
"Los ídolos", Manuel Mujica Lainez
Hace muchos, muchos, muchos, muchos, muchísimos
años,...
[ ¿alguno de ustedes, ocasionales lectores, se ha preguntado en al menos una
oportunidad el porqué del empleo de un común comienzo para todos los cuentos?
Indefectiblemente lo referido acontece en periodos indeterminados vagamente
precisados, a los que hay que remontarse siguiendo las tenues huellas trazadas
por un inconcreto circunstancial, ahora lo denominarían aditamento, según la
actual nomenclatura. Como el ahondar en lo apreciado no forma parte de los deberes consustanciales a mi función de narrador retornaré a mi abandonado relato ]
Hace
muchos, muchos, muchísimos años, en una vistosa acumulación que alcanzaba tal
magnitud que ni los más ancianos recuerdan haber oído con antelación la
presente historia de boca de sus padres,
[ en fin, hace muchísimo tiempo ]
había un reino elegido por la Felicidad,
[ entendiendo como tal a un ente
personificado, no una mera sensación o un sentimiento de clara vaciedad ]
agotada tras su eterno periplo
por el mundo, para aposentarse con el fin de tomarse un merecido descanso; y de
esto ya hacía también muchísimos, muchísimos años.
[ no creo preciso ser más explícito ]
Un
lugar donde si bien se nacía, se sufría y por supuesto se moría, la existencia
transcurría en todo momento rodeada por el más cálido ambiente al que podía
aspirarse. Como todo país de fantasía que se precie de tal, no siendo menos
éste en concreto, a su frente se encontraba la figura de un rey: un hombre muy,
muy bueno, bonísimo, magnánimo y justo, aunque ya entrado en años.
[ ni siquiera en un cuento como el presente
puede hallarse la perfección absoluta ]
Mas
a pesar de los reiterados achaques de cuya buena provisión no carecía, aún
existía una fuente de placer para el monarca: una descendencia reducida por
adversos acontecimientos a un único y solitario vástago.
[ y ahora llega el momento en que he de
arrojar por el suelo sus precipitadas conclusiones, fruto esperado de sus prejuicios, formulados a partir de múltiples
lectura infantiles: no he hablado en ningún momento de una hija, ni he
mencionado semejante posibilidad, sino de un hijo, un varón, por sangre un
príncipe y futuro monarca, el heredero, vamos; en algo ha de diferenciarse el
presente de otros relatos al uso ]
Casi
parecería como si la Existencia hubiera deseado enmendar la falta cometida al
proporcionarle las incontables dolencias que le asolaban, mitigar alguno de los
sinsabores que le había distribuido; y sólo lo parecería, sí sólo poseía ese
aspecto aparente, porque, como el ser humano bien sabe, y así lo ha aprendido a
golpes desde que se descolgó del árbol, a doña Existencia no le importan en
absoluto los barquitos que navegan
por sus abismales aguas, mucho menos ha de mostrar interés por compensar alguno
de sus inevitables tejemanejes. La madre del muchacho había muerto en el
momento en el que nacía, un mal parto; caídos por las fiebres y demás
enfermedades propias de la época los hijos anteriores, ya la única familia que
restaba al soberano se concentraba en su apuesta y vigorosa figura, doloroso
recordatorio de la suya propia en una ya harto lejana época, tiempo ha.
[ Porque sí, deben saber que al rey le
acometían los mismos sentimientos que al resto de padres, trágica mixtura en
forma de dulce brebaje, no siendo su real condición válido eximente. Sentía
celos por lo que su hijo representaba: imagen nítida de su juventud, ajada
ceniza ahora; reflejo de sus pasiones, de sus ilimitados deseos propios de un
hambriento de fama y aventuras; inmisericorde vaticinio de su próximo fin ]
Con qué arrobo contemplaba su rubio pelo ondulado,
muy próximo al color de la materna pelambrera; o los glaucos ojos a semejanza
de los de su propio tío y hermano del Rey, fallecido en un almiar palaciego, a
consecuencia según cuchicheaban juglares y criados en las esquinas de los
pasillos, de un extraño mal de procedencia desconocida que le hizo perder la cabeza bruscamente de un
certero tajo. Un recuerdo con el que en ocasiones el Rey se cruzaba por los
desiertos corredores, fantasmal presencia arrancadora de escalofríos, sólo
borrado de su afligida mente, en cada ocasión en que tornaba a surgir, mediante
la ingestión de un seco trago de vino, postrer brindis.
La verdad es que a pesar de tratarse éste de un
cuento un tanto diferente el aspecto del mozo no desmerecía en absoluto de las
directrices marcadas por la herencia familiar que le había tocado en suerte. Ya
he mencionado su vigor, su atlética apostura, lejana de la que a todas luces
atraería burlas acerca de un posible aspecto giboso o contrahecho. También he descrito sus ojos y
cabellos, blasones brillantes en un rostro ausente de verrugas. Me faltaría añadir a las probadas
características propias de su donosura, cuya prolija referencia no reportaría
más que envidias al resto de vulgares mortales, las no menos importantes de su
extremado ingenio e inteligencia, sin olvidar su alabada elocuencia.
¡A cuántos hombres, hechos y
derechos, con más experiencia que él, cobrada en rudos combates podría recordar
por haber sucumbido en medio de violentas confrontaciones con irrazonables
dragones!
[ según se desprende de las crónicas
antiguas, por aquellas épocas estaba muy extendida la costumbre de despachar a
través del acero a cuanta criatura de dicha especie atemorizara a los
pobladores de un reino. Si alguna casta damisela se encontraba comprometida en la
misión, convirtiendo de inmediato a ésta en una caballerosa acción de rescate, la arriesgada empresa cobraba de
improviso visos legendarios, siendo glosada por multitud de trovadores de
variada fama y técnica. No se precisaba aliciente adicional alguno para que
cientos de esforzados caballeros se aprestaran al combate, y en busca de segura
gloria, independientemente de lo adverso del resultado, hicieran frente a tan
repugnantes criaturas.
Aunque
poblado el número de dragones aún lo superaba el de hambrientos de fama. Y si
bien los caídos entre las filas de
los humanos (un simple
calificativo como otro cualquiera) se contaban
por cientos (mortandad que presta
elocuente testimonio de la dureza de las luchas), no era menos cierto asimismo
que entre los primeros la escabechina alcanzaba tintes de auténtica carnicería
sistemática. Un tiempo después, y dado el afán liberador de los hombres (que
cuando se desataba lo hacía con genuina intensidad), la población de dichos
fabulosos animales se redujo hasta el punto de metamorfosearlos en quimeras,
forzándolos a habitar en las leyendas orales y escritas, único reducto seguro
que la implacable saña humana les dejó. Pero en la época del príncipe cuyas
andanzas relato no se habían alcanzado aún tales extremos. Lo cierto es que
entrañaba mayor dificultad el hallar
castas damiselas, caballeros, por
el contrario, han existido desde siempre ]
Les
contaba que muchos hombres se habían enfrentado con dragones, pereciendo en el
combate no sin luengo intercambio de infligirse mutuamente heridas y girarse
improperios de toda laya.
[ en este último caso sólo el guerrero, el
dragón se limitaba a su ardiente hálito, no menos colorista e intenso ]
Pues si los hombres luchaban
acorazados de pies a penachada cabeza, lanza en ristre y mandoble al cinto, los
dragones no se quedaban atrás; eso sí, ambos ciñéndose estrictamente a las
reglas de conducta dictadas por los libros de honor. Eran tiempos bárbaros en
los que no se habían escrito aún las normas del marqués de Queensberry.
Al contrario que tan heroicos e
infortunados predecesores el príncipe acudía al encuentro de alimaña tan fiera
sin armadura ni ofensivo acero, sólo con la única ayuda que su propia voz podía
prestarle. No dejaba de maravillar cómo su oratoria, exceptuada la cobarde
huida la única defensa posible contra los afilados dientes, el cavernoso fuego
del aliento y las agudas garras, lograba más rápidamente y con menor fatiga y
efusión de sangre, aunque al mismo tiempo con menos vistosidad, lo que un
ejército de voluntarios mejor pertrechados, ahora mera montaña informe de
despojos, no había conseguido: el convertir al dragón en un miembro útil de la
comunidad. Naturalmente ciertas facciones de exacerbada ortodoxia, adoradoras
de la religión de la espada y el tajo certero, no veían con buenos ojos una
política de integración social tan novedosa. Mas al coincidir en el príncipe la
doble condición de futuro heredero y ojo derecho del Rey, su oposición se
reducía a lo meramente testimonial, bajo la forma de un continuo y amortiguado
rechinar de dientes, la única forma de oposición factible sin pasar por lo que
constituiría un garantizado afeitado definitivo.
Pero el monarca, como comprometida cabeza
coronada, se encontraba preocupado. Cierto que no podía negarse que algunas de
las acciones desplegadas por su hijo se revelaban útiles, no sería él quien se
opusiera al progreso, aunque algunas chocaran abiertamente contra las
costumbres trazadas por sus antepasados, quienes se revolverían en sus tumbas
si hipotéticamente retornaran del Más Allá. La cuestión se reducía a su
efectividad, lo demás no debía ni considerarse. Y en cuanto a ella había que
alegar en su favor que el coste aparejado era mínimo. El ser un padre sin hijas
casaderas provocaba la sustancial merma de las crematísticas reservas privadas
cada vez que alguno de aquellos rudos hombres lograba el triunfo en su misión.
Porque el valor en oro equivalente a una mano de princesa bastaba para
provocarle intensas migrañas; desechada la tentación de no pagar por la mala
fama que acarrearía sobre su cabeza, muy vulnerable al oprobio ajeno. El
sistema de su hijo se revelaba como el más adecuado, aportando el nada
desdeñable efecto de ser considerado un monarca muy moderno.
Sin embargo otros eran los hechos que no le
reportaban el merecido descanso cada vez que, llegada la noche, trataba de
conciliar el sueño, el reparador dormir que trajera la calma a los dolores de
su ya agotado cuerpo. Entre ellos brillaba con intensidad sin igual la aversión
mostrada por el joven hacia las armas; siempre en su boca la cantinela de que
se obtenía más con el diálogo. Cómo hacerle comprender que si él había llegado
a ostentar (más bien detentar) el poder que descansaba sobre su mano, ahora ya
comida por la artrosis, se había debido a que siempre se había molestado en
desarrollar el papel de dios bondadoso, dador de vida y proveedor de muerte. El
que la segunda potestad se hubiera destacado por la harto conveniente eliminación de varios parientes no le avergonzaba en
absoluto. En su familia circulaba el
lema de que todo sacrificio necesario era un sacrificio a emprender; y para qué
estaban los familiares sino para sacrificarse por el bien común;
[ el rey, como todos los de aquellos lejanos tiempos, no era muy ducho
en cuestiones de lenguaje, razón por la que habrá que disculpar su involuntaria
confusión con lo que no ha mucho se denominaba voz pasiva ]
algo
tan simple no cabía en la mente de su único heredero, y ello le desasosegaba.
Además tampoco exteriorizaba interés alguno por las empresas guerreras: la
posibilidad única de hacer rodajitas
a algún odiado rival, apoderarse de sus pertenencias y anexionarse sus
territorios con plena impunidad. Cómo recordaba los brillos metálicos de las
espadas desnudas al ser blandidas con tintes sanguinolentos, el continuo
relinchar de las fogueadas monturas, la embriagadora mixtura compuesta por los
olores de la bestia y el cuadrúpedo,... Y en vez de eso el mancebo escogía las
insípidas y aburridas palabras.
Asimismo se sumaba a lo anterior su costumbre de
encerrarse en sus aposentos, rodeado de libracos
por doquier. Hasta altas horas de la madrugada podía distinguirse el trémulo
reflejo de las velas, danzando sobre el pétreo lienzo ofrecido por el marco de
la ventana. Según había sonsacado al criado de Su Alteza, éste se dedicaba,
entre otras esotéricas ocupaciones, a coleccionar palabras en multitud de
idiomas y dialectos, ayudándose con códices rellenos de extraños símbolos; posiblemente
extraídos de la biblioteca de un lejano antepasado suyo, un antepasado que
murió al precipitarse de la más alta torre del castillo, justo antes de que la
locura acabara con él de forma menos fulminante.
Palabras y más palabras, no
resultaba extraño que todo ello sumiera en la inquietud al anciano.
[ Habrán de disculpar si la presente
digresión fractura el sentido de lo leído, pero juzgo necesaria su presencia
(presunción de narrador novel) no así su
lectura; en esto, como en todo, ustedes mismos los decisores últimos.
Necesitaría
remontarme agrupadas centurias para aproximarme al momento en que acontecieron
los sucesos a referir. No obstante seguro que su templada imaginación les
facultará para ejecutar tan nimio salto.
En
unos días en los que aún todo tipo de fabulosos animales poblaban el
territorio, un antepasado de aquellos cuyas vidas refiero ordenó erigir un
castillo singular: en lo alto de una
montaña, semejante en accesibilidad a un nido de águilas y erizado por doquier
de agudas torres. Si un hipotético estudioso de nuestro siglo le fuera dable
contemplarlo, a buen seguro que captaría cierta semejanza con uno más próximo, Neuchwanstein por nombre, mandado
levantar por cierto monarca llamado Luis
II. Y la verdad, no andaría fatalmente descaminado, pues, como si de un
profético sueño se tratara, muchas eran las líneas coincidentes, demoniaco
calco; extendiéndose el parecido a la demencia que asoló a ambos monarcas,
convirtiéndoles en ocasiones en meros seres incomprendidos, como si por una celeste
ironía atávica los mismos diseños compartieran la doblemente maldita faceta de
ser el claro síntoma y el característico efecto y trágica consecuencia de sus
propios delirios.
Satisfecho con su hogar, en un arranque de cordura en apariencia consecuente, se recluyó en su interior, rodeándose de una biblioteca de perceptible inmensidad hasta el punto que no pocos, desbordados por la idea del mítico continente omnicomprensivo, la reputaban como ilimitada en sus fantásticas medidas. Cierto que durante jornadas y jornadas cientos de caravanas, inabarcables ríos de anchuroso cauce, atestadas de volúmenes como única y valiosa carga, arribaban en el vegetal mar circundante a la refulgente edificación, acumulándose miriadas de textos bajo los cuidados de inmensas bóvedas, recio culmen de una estancia en la que únicamente el monarca devenido a eremita gozaba de paso franco.
Motivada bien por su proclive naturaleza o bien por las obsesivas lecturas, acabó enfermando, fatalmente enajenado. Al furioso embate del delirio se dedicó a rellenar él mismo folios y folios, con una ininteligible escritura compacta, ante la mal disimulada consternación y miedo abierto de sus súbditos; aún no suficiente el extenso océano de letra impresa en que se debatía. Asimismo nadie le veía salir de aquel su sancta santórum, íntimamente condenado a forzado encierro por el delito de visionario, juez y jurado su propia decisión.
Satisfecho con su hogar, en un arranque de cordura en apariencia consecuente, se recluyó en su interior, rodeándose de una biblioteca de perceptible inmensidad hasta el punto que no pocos, desbordados por la idea del mítico continente omnicomprensivo, la reputaban como ilimitada en sus fantásticas medidas. Cierto que durante jornadas y jornadas cientos de caravanas, inabarcables ríos de anchuroso cauce, atestadas de volúmenes como única y valiosa carga, arribaban en el vegetal mar circundante a la refulgente edificación, acumulándose miriadas de textos bajo los cuidados de inmensas bóvedas, recio culmen de una estancia en la que únicamente el monarca devenido a eremita gozaba de paso franco.
Motivada bien por su proclive naturaleza o bien por las obsesivas lecturas, acabó enfermando, fatalmente enajenado. Al furioso embate del delirio se dedicó a rellenar él mismo folios y folios, con una ininteligible escritura compacta, ante la mal disimulada consternación y miedo abierto de sus súbditos; aún no suficiente el extenso océano de letra impresa en que se debatía. Asimismo nadie le veía salir de aquel su sancta santórum, íntimamente condenado a forzado encierro por el delito de visionario, juez y jurado su propia decisión.
No
extrañó su muerte, quizás sí la forma escogida para abandonarlo todo, tal vez
poco propia de su alcurnia, y nada concordante con sus últimos modos de
lunático pacífico, no faltando las habladurías con el regicidio como tema
común. Mas su heredero, poseedor de sangrantes dedos chorreantes según opinión
de muchos, ascendió al trono de iure,
de facto ya hacía tiempo, desde el
agravamiento de la conducta de su padre; tendentes sus primeros edictos a
clausurar el abominable almacén, y a purificar el recuerdo con la quema
sumarísima de los infolios pergueñados por su progenitor, sin duda
razonamientos embebidos de la ausencia de lógica.
Hasta
mucho después un joven descendiente no descubriría el oculto tesoro,
entregándose a la misma voraz pasión que
su desafortunado predecesor, un recrudecimiento de la insania dormida, latente,
que impregnaba los añosos lomos: el estudio minucioso de las palabras y su
recopilación como única y verdadera esencia de su vida...
Una
vez terminada, juzguen ustedes mismos si sólo es una personal incongruencia o
si, por contra, la encuentran factible de proporcionar alguna utilidad ]
Un
día, la etapa de dicha que se había extendido durante siglos tocó a su fin.
Había durado tanto que se la había dado por supuesta y perenne; común error el
de confundir algo de extensión indeterminada con lo infinito. Sucedió que la
Felicidad abandonó de improviso las tierras del reino, sigilosamente, de
puntillas. Cruzó sus confines amparada en la oscuridad de un cielo sin luna y
se perdió en el horizonte. El preguntarle por la causa que motivaba su
precipitada y no menos imprevista marcha hubiera sido inútil. La Felicidad,
esencia orgullosa y parca en palabras, se limita a dispensar sus frutos durante
un lapso temporal de concreción sólo por ella conocido, y únicamente a algunos
escogidos; los seres humanos elegidos sólo pueden permitirse el recoger lo que
generosamente les ofrece, sin mayor exigencia.
Así fue como al cantar los
gallos, puntuales heraldos del amanecer, los súbditos creyeron percibir una
cierta mutación, sutilmente diáfana, en el estado de las cosas. Se sentía algo
materialmente inaprensible pero no por ello menos real. Mas al ser tan larga la
jornada y tantas las labores a acometer, no le prestaron mayor importancia;
leve rascar el hirsuto cabello y a otra cuestión. Para ser sincero tampoco
obtuvo mayor atención de los cortesanos, hecho en cierto modo incongruente dada
la mayor provisión de tiempo para el ocio del que disponían. Pero el número de
intrigas y celos contenidos en sus testas les habían anulado aquel sentido que
sin duda les hubiera advertido del cambio producido. Respecto al Rey ya he mencionado
su avanzada edad por lo que no extrañará que aún continuara durmiendo, y así
seguiría durante varias horas. Por fin había conciliado el sueño.
Entre el gran número de habitantes sólo uno
alcanzó a entreverar la furtiva partida al abrigo de la noche. Únicamente el
Príncipe sintió en sus carnes la ausencia de aquello que, aun ignorándolo,
siempre había respirado; una cuerda que ya no vibraba pues su lugar lo ocupaba
la nada. Justo en el momento en que no existían nuevas palabras por conocer; en
ningún idioma podría recolectar nuevos especímenes para su prolija colección.
Finalizada su tarea, sufría la sensación que tarde o temprano acomete al
coleccionista: la mezcla del placer por el fin alcanzado y el dolor intrínseco
al desolador vacío que se abre ante él. Como príncipe y consecuente con su
rango meditó acerca de cuál debería ser su esperado comportamiento desde
entonces. La conclusión extraída de tales meditaciones cobró la forma de una
inenarrable tristeza.
En cuanto su padre tuvo
conocimiento de la congoja del muchacho impartió las órdenes precisas,
tendentes a acortar los estragos de su nuevo estado de ánimo. No obstante, por
más bufones, enanos y magos que actuaran ante su alteza se repetía el mismo
resultado: ninguno logró apartarlo de su silenciosa melancolía. Sólo de vez en
cuando la rompía un hondo suspiro no menos turbador.
Las atribuciones de un monarca alcanzan cotas
inimaginables. Acabó ordenando a los heraldos que partieran hacia los cuatro
puntos cardinales, el mismo mensaje en sus alforjas: cualquiera, noble o
plebeyo, que dispusiera del remedio para curar a su hijo podría acudir al
castillo para ponerlo en práctica. Si se revelaba efectivo recibiría a cambio
una atractiva recompensa. Lo que por supuesto no se mencionaba era lo que ocurriría
en el caso de que el intento se revelara infructuoso; al ser moneda corriente
en la época, su inclusión no dejaría de ser redundante.
Venidas y venidos de todos los puntos del Globo:
de ardientes desiertos de hielo o de simas de indocumentada profundidad, desde
paradisiacas selvas donde pastaban unicornios de afrodisiacos cuernos o
provenientes de montañas tan altas que rascaban la Luna; mas todos acabados en
similar fosa, cabeza aparte. Nadie lograba animar al Príncipe, y mientras, el
verdugo no cesaba de trabajar. Ciertamente a él no le molestaba aquel exceso
repentino de trabajo, tanto las inesperadas ganancias como la probada práctica
le eran necesarias (el dinero es el dinero y la eficacia la eficacia).
Y así se agolpaban las
estaciones, en fila india.
Cierta noche en que, yacente el afligido sobre el
brocado de su cama con dosel, meditaba en la amarillenta y pesada ausencia
tanto de deseo como de emprender acción alguna, en la inmovilidad a la que su
costumbre recién adquirida le impelía, oyó unas voces que lograron despejarle
su inactividad. Con corazón desbocado, no atreviéndose a constatar lo que
posiblemente no dejara de ser un error, temeroso de hallar el simple tañido de
un rayo de luna, se asomó a la ventana. Ahora podía oír con mayor atención las
voces, e incluso escuchar lo que transmitían, pero no comprenderlo: un idioma
totalmente desconocido, nuevo. Si un viajero sediento hasta el borde del fatal
desenlace, deambulando sin rumbo, perdido el norte por un implacable desierto,
pudiera vaciar una repleta damajuana en su áspero gaznate no obtendría mayor
placer que aquel muchacho. No escuchaba las palabras, las bebía, las paladeaba,
las saboreaba con reconcentrada fruición; apreciaba el bouquet de sus entonaciones y gustaba de los nuevos acentos y
énfasis, ansioso por comprender la llena esencia de su significado.
Sin dudarlo ni por un momento, arrojada fuera de
sí su previa inacción, abrió la puerta y se lanzó escaleras abajo, en busca de
aquellos nuevos sonidos. Ansioso por completar lo que había temido acabado.
Nadie volvió a verlo. Ciertos súbditos se
atrevieron a aventurar, siempre en voz baja, que quizás se hubiera arrojado al
profundo río, impelido por su abatido estado. Pero algunos creyeron relacionar
la egregia desaparición con la corta presencia de unos forasteros de musical e
ininteligible hablar. Aunque no dispusieron de mucho tiempo para elaborar
cábalas; había que trabajar para preparar los eventos de la próxima boda del
Rey, ahora dispuesto a engendrar un verdadero
heredero.
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